Mi amiga M, trabajadora de la cultura y artista a tiempo parcial, me pide que haga públicas algunas de nuestras conversaciones al respecto. Las dificultades que nos afligen, los libros y las ideas que compartimos. Todo ese mundo estético-político que tenemos en común. Lo que no quiere es que haga público su nombre.
Mmmm. Podría ser.
Ella insiste. Vamos, anímate. Hagamos la segunda salida de don Quijote.
De pronto se enciende algo ahí dentro. La llama de una vela, diría Bachelard.
Podría titularse (ya me he animado) Autoayuda para artistas. Proviene de un chiste privado entre M y yo. Porque, más que darnos consejos, lo que hacemos es plantear preguntas. Nada de recetas mágicas ni aforismos consoladores. La autoayuda es la estafa perfecta, pues contiene, a la vez que el material defectuoso, la letra pequeña que impide la devolución del dinero. El truco consiste en exigir la aplicación rigurosa de los consejos como prueba —siempre postergada, nunca demostrable— de su eficacia. "Aplica mis consejos y cambiarás tu vida. Si no lo consigues es porque no los aplicaste bien". (David Viñas Piquer analiza el procedimiento en Erótica de la autoayuda).
No, no se trataría de eso, se reía M cuando se lo conté. Nada que aconsejar, quiénes somos nosotros para ir aconsejando a nadie. Al contrario, se trataría de que expusieras por escrito nuestras dudas. Escribir para averiguar.
Ya. Pero eso no vende.
¿Y quién quiere vender?
(La lucecita sigue encendida).
Se me ocurre empezar por Rilke, ese gran Artista del Sí. Tened cuidado con Rilke, amigos, si rondáis los veinte años. ¡Qué daño han hecho sus Cartas a un joven poeta!
Leí ese librito varias veces entre los veinte y los veintitrés. Tengo mi ejemplar de Alianza Bolsillo, 1988, traducción de José María Valverde, acribillado a subrayados. M lo leyó después, ya cerca de los treinta, pero su lectura le produjo el mismo efecto devastador.
Aconsejaba Rilke en 1903 al joven aspirante a poeta Kappus: "Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; [...] Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. [...] Basta sentir que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto".
Esas palabras, basta sentir que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto, resultan exaltantes si crees en el arte como religión y rebosas de fe implacable y sectaria. Pero expulsan a casi todo el mundo; los que dudan, los escasos en autoconfianza, los que simplemente son zarandeados por circunstancias adversas.
Todo o nada. Se es o no se es. Como si en la decisión de escribir no desempeñaran ningún papel, dice M, las condiciones materiales de existencia.
Federico García Lorca profesaba la fe rilkeano-romántica y nunca tuvo dudas. Estaba entre los elegidos. No necesitaba ninguna clase de autoayuda para artistas. Asombra la seguridad y determinación que ostenta a los veintiún años, en sus cartas familiares de 1920: "Mi vida se desliza [...] en medio de esperar muchas cosas que conseguiré"; "Cuando un hombre se coloca en su camino ni lobos ni perros deben hacer que vuelva atrás"; "Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo".
Vaya un ejemplo que pones. Qué dudas iba a tener Lorca, ese no vale, ese es como Mozart: uno entre un millón.
"Dudar es en realidad negar", dice Joan Margarit en sus Nuevas cartas a un joven poeta, libro que dialoga con el de Rilke a partir de un profundo acuerdo estético. Rilke, dice Margarit, va al corazón del asunto cuando habla de no poder vivir sin escribir, y sus postulados son válidos para nosotros, para nuestro mundo de atribulados escritores a media jornada de comienzos del siglo XXI. "Me parece que ninguna de estas personas que dicen no tener tiempo de nada han dejado perder algo que desearan con toda su alma —una cita amorosa, una posible oportunidad profesional memorable— por falta de tiempo", ataca Margarit. "Pues, hablando de poesía, se trata justamente de esto y nada más que esto: una necesidad imperiosa, inaplazable. Si no es así es inútil pretender ser poeta".
Si el libro de Rilke cayó en tus manos cuando eras joven e impresionable, cuando más confuso estabas; si te quemaste en la hoguera de sus ardores sacrificiales, sin pararte a pensar que esa religión del arte, con sus vocaciones, sus llamadas y sus apostolados, no era más que una construcción ideológica del romanticismo —la equivalencia total entre el arte y la vida—, un relato antiguo, un relato posible, uno entre otros, lo siento: probablemente hayas sufrido por no sentirte entre los elegidos. Tendrás que trabajar para ganar un sueldo o estarás centrado en la crianza de los hijos. No tendrás tiempo, o el tiempo de que dispongas será el tiempo de la basura, el tiempo del agotamiento físico y mental, los restos de cada día. Penarás muchos años por el duro exilio de la falta de merecimiento.
Menos mal que, años después, vino en nuestra ayuda Enrique Vila-Matas y su Bartleby & Compañía. (Casi tan elocuente, y anterior, es Artistas sin obra, de Jean-Yves Jouannais: hay que leerlos juntos). Vila-Matas lanzó y popularizó el concepto de artista bartleby, esa clase de creador que "aun teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás precisamente por eso), no llegue a escribir nunca; o bien escriba uno o dos libros y luego renuncie a la escritura; o bien, tras poner en marcha sin problemas una obra en progreso, quede, un día, literalmente, paralizado para siempre".
"¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?" (Josefina Vicens, El libro vacío).
Vila-Matas nos salvó. Hablaba de nosotros, aunque no exactamente, dice M. Yo, al menos, soy una clase distinta de bartleby. Una que no aparece por su libro. Estoy entre las que escribe muy poco, no por neurosis, o porque practique el dandismo estético, la adoración filosófica del silencio, sino porque las condiciones reales y concretas de mi vida (trabajo, familia, hijos, economía precaria) me lo ponen muy difícil. Y todos los días que no he escrito una sola línea me he sentido tan escritora como los días en que sí escribí.
Habría que democratizar el concepto, ampliar su base para que puedan caber las múltiples formas distintas de ser un bartleby. La opción jubilada de Gilbert Garcin, la opción secreta de Vivian Maier, incluso la opción productiva de Jean-Étienne Liotard, quien pintó mucho, pero no lo que quería pintar, sino lo que podía vender.
Resulta que los artistas a tiempo parcial, una subespecie proletaria de los artistas del No, nos hemos multiplicado tanto que somos ya casi todos. Formamos una hermandad increada, inarticulada, compuesta de piezas irregulares que apenas encajan entre sí pero que se reconocen cuando se encuentran. Millones de artistas bartleby diseminados por los ecosistemas literarios como polvo en suspensión. Artistas tardíos, artistas tímidos, esquivos, renuentes, incompletos, artistas locales, de fines de semana, amateurs, microeditados, autopublicados, esforzados artistas del montón, excelsos artistas de una sola obra, artistas encerrados en su lengua menor, tan inseguros como orgullosos, tan necesitados de interlocución como suspicaces ante su propio y desagradable narcisismo. Artistas que regalan poemas en las aceras. Artistas de sanatorio. Artistas que tuvieron que esperar a la jubilación para comenzar. Artistas a quienes no te imaginas la grima que les da salir ahí afuera a pregonar la mercancía. Artistas del fragmento y no de la obra, artistas borrosos, en permanente construcción. Artistas que hacen pero no enseñan lo que hacen, pues rechazan el axioma de que "es imprescindible comunicar".
A mí también me hicieron cosquillas aquellas cartas de Rilke, reconoce M riéndose en una terraza del Campo del Príncipe, mediada la botella de vino que hemos pedido para celebrar nuestra amistad. Me sentí entonces expulsada de la iglesia de los Artistas Verdaderos. Durante años pagué mi herejía en forma de autonegación, como si mi condición de escritora parcial fuese una especie de enfermedad. Anhelaba ser Gonçalo Tavares: "Escribo y escribo como un loco, sin parar, [...] durante horas. Hay días de veinte páginas, otros de quince..." (en Cuadernos Hispanoamericanos, septiembre de 2023). Pero, qué diablos, lo importante no es escribir, sino vivir la mejor vida posible.
Entonces te tendrás que conformar con ser Cervantes, le digo.
Ah, Cervantes, ese gran bartleby. Publica su primer libro a los treinta y ocho años (1585); se llama La Galatea y no tiene ningún éxito. Luego la vida lo vuelve a atrapar, se enreda en mil aventuras, buenas y malas, sobre todo malas, y pasan otros veinte años. Entonces, a los cincuenta y ocho, desdentado y triste, marginado del sistema literario, olvidado por todos y cuando ya nadie espera absolutamente nada de él, el viejo bartleby va y publica su segundo libro: Don Quijote de la Mancha.
"Hemos de descubrir y sacar adelante el proyecto vital en que consistimos" (Julián Marías). "Como la vida no está hecha, sino que la tenemos que hacer instante tras instante, siempre se está tiempo".
© Imagen: Vasiliki Kanelliadou, Cartas / Γράμματα (2023)

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