Sus cuentos, adscritos a la
corriente de la literatura social, reflejan el contexto histórico contemporáneo
a su escritura: el pleno franquismo. Se trata de una sociedad predominantemente
rural en la que no hay teléfonos y se iluminan con velas; la gente se desplaza
en coches de caballos; grupos de cómicos, caldereros y gitanos viajan en mulas o
carretas de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios; la función social del
hombre y la mujer está netamente diferenciada; los oficios se heredan; los
niños trabajan desde muy pronto, viven desatendidos, libres, salvajes; sin cine,
radio o televisión y carentes de libros, la taberna es, con el baile algún día
de fiesta, la única diversión; la vida es pobre, incluso sórdida, lo que se
evidencia en las deficiencias de la alimentación, la salud, el vestido, la mínima
o nula formación; se trabaja sin descanso y, salvo los bien instalados por la
propiedad de una tienda o de tierras, nadie prospera; impera una radical y
consolidada desigualdad de clase; se conserva el tratamiento de amo y criado; los
personajes carecen de conciencia política, asumen unas condiciones de vida duras,
incluso violentas, y se rigen por una moral obediente a las convenciones; cada
casa tiene un prestigio en el entorno social, la fama es invencible.
Si
bien los temas, personajes y situaciones son recurrentes en sus libros, un
recorrido cronológico por su obra permite apreciar ciertas dinámicas que un
abordaje temático no llega a esclarecer.
Los niños tontos (1956) lo
conforman un conjunto de relatos muy breves que siguen un mismo esquema: la presentación
del niño protagonista, la narración de un único episodio y el final, a menudo
dramático. Aun cuando se combinan los fantásticos con los realistas, estos suceden
en un tiempo y un espacio indeterminados, al estilo del cuento tradicional. “Una
noche nació un niño. // Supieron que era tonto porque no lloraba y estaba negro
como el cielo. Lo dejaron en un cesto, y el gato… luego, tuvo envidia y le sacó
los ojos” (NÑ, 28). El personaje
principal se distingue por algún rasgo físico: feo, gordo, jorobado, ciego,
mudo… o de carácter: terco, inútil, cruel. A causa de ello, sufre la incomprensión
y el maltrato de los demás. Un padre oculta a su hijo jorobado; al mudo se lo
abandona; “la gorda [su madre, lavandera] le dio un beso en la monda lironda
cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos
del administrador” (NÑ, 32), en este
caso con una violencia de carácter clasista. Muchos finales terminan en muerte:
un niño antes de cumplir un año, sin motivo aparente; una luna “lorquiana” mata
a la niña carbonera que lavaba sus manos; otro ahoga a su hermanito recién
nacido por celos; el crío sin dinero que sueña con subir a un tiovivo muere junto
a él sin conseguirlo. La frustración debida a la miseria aparece ya en estos
primeros cuentos: “El niño pequeño, de los pies descalzos y sucios, soñaba
todas las noches que entraba dentro del escaparate” (NÑ, 38). Los relatos muestran los sufrimientos que acarrean las
diferencias, quien presenta una anomalía no sobrevive, ya por la animadversión
social o por una fatalidad inexplicable. Sólo encontramos alivio en soluciones
imaginativas o fantásticas: para la niña pobre los trozos de hielo suplen los
caramelos, el viento hace volar por fin libre a un niño, otro se convierte en
un muñeco, la naturaleza acoge al pequeño fallecido. No cabe más salvación.
El tiempo (1957) reúne
cuentos escritos en momentos muy diversos que presentan modelos nuevos. Son
textos más complejos y de mayor extensión –incluida una nouvelle– que incluso abordan la vida entera de un personaje; además
de niños, los protagonizan adultos y ancianos; ahora se sitúan en un marco
histórico y espacial concreto. Casi podríamos decir que del primer libro a este
hemos pasado del mito a la historia, de la fantasía a la realidad, del destino irremediable
al examen de sus causas. Vemos como las condiciones familiares, sociales y
hasta geográficas determinan a los personajes. “El tren aparecía… por uno de
los extremos de la ancha curva que encerraba al pueblo” (TI, 55). “Parecía que el pueblo estuviera incrustado en la roca,
igual que una mala herida” (TI, 190).
Leemos descripciones de una vida infantil muy dura: la pobreza, el trabajo, la
humillación, el abandono o desinterés de los padres, la orfandad, la soledad,
el poco valor de la escuela, la barbarie. “Estudiaban, gritaban jugaban, se
pegaban, comían tirando los papeles al suelo y orinaban contra la pared. Los
niños eran a un tiempo buenos y malos, tristes y alegres… Trataban a los
maestros con crueldad, semejante a la que recibían de ellos… Todo era natural y
vulgar allí. No podía sorprender casi nada” (TI, 59). Además, en la infancia se viven emociones intensas, muchas
negativas: la envidia, la venganza, el odio, la desesperación, la amargura. Surgen
fruto de un ambiente que podríamos considerar amoral o pre-moral. “No existen
niños buenos ni malos, se es niño y nada más” (TI, 133). Matute inicia aquí una semblanza absolutamente sombría de
la vida rural que mantendrá en toda su obra, en especial de los pequeños. Estos
deben aprender los códigos que rigen en la sociedad: por ejemplo, una niña que
adopta un gato herido y al que adora, lo mata cuando su abuelo le explica que
es improductivo. A otro le regalan un corderito que sacrifican en Pascua. La
inocencia, sueños y fantasías infantiles deben ser arrancados para entrar en un
mundo adulto esencialmente frustrante. “Cuando Paulina creciese, se dijo, se
haría dura… Sería áspera con el tiempo, avinagrada, rencorosa” (TI, 75). Hay personajes que desean
comprender su propia genealogía que explique la opresión en que viven; en medio
de una crisis existencial, se preguntan por el sentido. “Era una bestia, se
dijo, una bestia ignorante, asaeteado por una turba de preguntas, ahogándose en
un río de dudas y de miedo” (TI,
120). No encuentran respuesta; y por más que tratan de escapar o cambiar de
vida, cada intento termina en el fracaso o en la muerte (el crimen cometido por
un vecino rencoroso, un accidente fatal).
Hay
una instancia determinante en la vida de los personajes: el trabajo. Tal es el
mandato supremo y el principio del orden social. “Como la anciana no podía ya
trabajar, parecían todos de acuerdo en que no tenía derecho a vivir” (TI, 193). Hombres y mujeres se ven
condenados a un esfuerzo continuo, agotador e improductivo que apenas les asegura
la supervivencia y sobre el que es preferible no pensar. De ahí que no haya
otra liberación que la renuncia, “¿Para qué voy yo trabajando de la mañana a la
noche? ¿Para qué… tantas otras tareas que me deshacen sin reposo, día tras día, año tras año?..
¿Para qué todo?... gastar… mi vida entera, para poder comer” (TI, 187). Uno se emborracha en las
tabernas, otro se deja morir tirado en un bosque, sólo el protagonista de “Tan
contento”, de su último libro, se tumba feliz en la cama para no hacer nada.
Tres y un sueño (enero de 1961)
lo conforman tres relatos. Matute narra cómo el mundo de los niños se encamina
a unas vidas adultas fracasadas. Su libre imaginación ha de ser superada por la
razón de los mayores. Los niños dejan de creer en duendes; el deseo de dinero
conforma un mundo egoísta. “Por el techo vagaban sus sueños [de los granjeros]:
sucias monedas, billetes de banco, doblones de oro. También había un metal
duro, golpeado, sujeto por una cuerda. // – Es el corazón –dijo el gnomo” (TRES, 241). De nuevo, la visión
fatalista de los relatos; es inútil resistir esa deriva inexorable.
Ana
María Matute pasó algunos veranos de su infancia y adolescencia en una comarca de
La Rioja. Muchos de sus relatos, narrados por una niña innominada, tienen el
tono de quien hace memoria de hechos de los que fue testigo. En ellos recrea la
vida en esos pueblos y sus alrededores: el río, el bosque, la montaña. Los
niños viven libres sin la vigilancia de los adultos. Se ven expuestos solos y
desde muy pronto a situaciones complejas y duras; tienen que aprender sin un marco
de referencia, sin protección ni consuelo. “Muchas veces me he dicho que el
niño está siempre solo, que es quizás el ser más solo de la creación” (MIT, 709). Viven arrojados a emociones
que no saben explicar, de caos y desconcierto, de violencia que ellos mismos
ejercen y sufren. En los artículos de El
río y los relatos de Historias de la
Artámila (1961) Matute plasma esas vivencias y fija sus grandes temas: el
determinismo: “Pedrerías era una aldea de piedra rojiza… como aplastada por un
cielo espeso, apenas sin nubes, de un azul cegador… bajo los roquedales que por
la tarde cobraban un tono amedrentado” (HIS,
321); la miseria: “Era un niño de unos diez años, pequeño y esmirriado, sucio y
lleno de piojos… El padre tocaba la guitarra para que los niños bailaran. Sus
harapos flotaban al compás de la música, los bracitos renegridos al aire, como
un arco, sobre las cabezas” (HIS,
368); la opresión: “Era brusco, desprovisto de ternura, callado, taciturno...
Tuvo una infancia dura, una juventud amarga… era pobre y ganaba su vida… en un
trabajo ingrato que destruía su salud… Triste, estaba triste. Es hombre de
pocas palabras y fue un niño triste también. Triste y apaleado” (HIS, 435-6); el trabajo infantil: “Yo,
en cambio… al trabajo, a la tierra. No es que me queje, vamos: sabido es que a
esta tierra se viene, por lo general, a trabajar. ¡Pero tenía siete años!” (HIS, 440); la falta de expectativas:
“por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he
mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la
tierra, como fue su pobre padre” (HIS,
338). Se nos ofrecen múltiples ejemplos en que concurren la injusticia, la
violencia, la infelicidad: como en la chica que, tras una jornada agotadora de
trabajo, se pierde el baile que tanto la ilusionaba: “¡Ya se acabó la fiesta!
Estuviste durmiendo, bobalicona, toda la tarde, toda la noche… // Dos días
después, el niño… la encontró muerta cara al cielo… Manuela decía a todo el mundo
que le preguntaba: –Ay, la zagala se murió de “tristura” (HIS, 380). La indigencia estrangula la vida: “– ¿Se va a morir? –
Pues claro, ¡qué remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en
otra cosa” (HIS, 422). “Pero no
estaba en su mano el remediarlo. Eran pobres y tenían que acudir a la tierra,
si no querían morir” (HIS, 453). Semejante
forma de existencia no puede ser tachada sino de desgracia, un mal sin
solución; empeorada por un destino que, nuevamente, es cruel. “Así es el vivir.
Lucianín se cayó de lo alto del árbol y se abrió la cabeza en el suelo. Sí, en
este mismo suelo triste, que Dios nos dio” (HIS,
430). “La vida es muy mala… / Lo único que sé, como usted, es que la vida, de
todos modos, es siempre fea” (HIS,
405). Es recurrente la mención al sol en los relatos; unas veces para describir
hermosos efectos de luz y de sombras; otras como un participante más de hechos
brutales o para subrayar la impasibilidad de la naturaleza ante los asuntos
humanos: “El sol brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la
tierra. Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de
Efrén y el fragor del río dulce y fresco, indiferente” (HIS, 365).
La
violencia, la venganza, el crimen, la ley del más fuerte o la tiranía del grupo
sobre el pobre, el distinto y el débil nos asaltan en cada relato. El
embrutecimiento se ha adueñado de la vida común. La estructura social injusta y
la fatalidad se entrelazan en un orden del que es imposible salir y que las
gentes mismas de los pueblos refuerzan. Ni siquiera cabe pensar su alternativa.
Un niño huérfano que pasó años solo en el monte como pastor y sin educación descubre
su desgracia: “Avanzó su mano, entonces se dio cuenta de que era áspera,
gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el
juego” (HIS, 343); cuando entiende la
violencia que ha sufrido, no encuentra otra respuesta que matar a su tío, quien
lo condenó a esa vida. Apenas algunos personajes, en medio de la negrura,
experimentan sentimientos que son incapaces de entender, barruntan
posibilidades que no llegan a expresar: “No sabía si aquello era amor o era una
venganza… pero sucedía” (HIS, 326). “Y
todos nos miraban y nos oían, pero nadie sabía qué decíamos ni por qué
llorábamos” (HIS, 333). Asistimos a
una ignorancia de las causas de su sufrimiento, y también de su sentir más
íntimo. Sólo en algún caso se cobra conciencia de la verdad, como en un relato
cuyo modelo se repite y alcanza aquí el mayor patetismo: un chico mayor venido
de la ciudad golpea al hijo de un preso, pobre y vagabundo, al que todos
temían. Tras la paliza, la narradora constata: “Por la barbilla le caía la
sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba... No me atreví a mirar su
espalda, renegrida y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no
sabía exactamente por qué. Únicamente supe decirme: “Si sólo era un niño. Si no
era nada más que un niño, como otro cualquiera” (HIS, 366).
El arrepentido y
otros relatos
(1967) supone un giro estilístico en la autora. Abandona el mundo de los
recuerdos de infancia en el pueblo para introducirnos en ambientes urbanos; los
cuentos parecen nacer de la pura invención, lo que se aprecia en la forma más
directa de presentar a los personajes y las situaciones, sin referencias a su
origen. La estructura se vuelve compleja; alterna su habitual narración lineal por
los saltos temporales, las acciones se interrumpen bruscamente; emplea el
monólogo interior y el estilo indirecto libre; hay una cierta retórica en la
escritura, más artificiosa frente a la sencillez anterior. No obstante, los
temas no varían; salvo que se hace mayor incidencia en la injusticia social
como razón última del padecimiento de los personajes y se realiza una crítica
explícita a la clase dominante. Vemos a huérfanos, viudas, madres solteras o
criadas que sufren abusos por parte de los bien situados, quienes desprecian a las
familias y a los niños pobres, los juzgan como malos, pervertidos, de mala
casta; coinciden la humillación de los necesitados y la hipocresía de los
biempensantes con su religión sin amor. “A don Marcelino y a doña Asunción sí
se les puede apuntar y fiar, porque son ricos. A los de las chabolas, no,
porque son pobres. No olvides esto nunca” (ARR,
471). “Aún no le pagaba sueldo. Prácticamente los tenía por la comida y el
alojamiento, en lo alto de la casa” (ARR,
509). Las descripciones de la miseria recuerdan las de Baroja sesenta años
antes: “Recogían los papeles, las basuras en sus sacos. Luego los vendían…
comían; dormían. Alguno, aprovechando la roca... Había alguna ruina por allí
cerca, casas bombardeadas de cuando la guerra… Se apañaron bien. Mientras no
hiciera frío, claro” (ARR, 511).
Matute
en ocasiones contadas menciona la guerra civil. El relato “El maestro” narra la
frustración de un joven que no ha conseguido educar a sus alumnos en el pueblo:
“Estoy podrido como un muerto” (ARR,
504), dice de sí mismo. Durante el conflicto, delata al alcalde y al cura, que
son asesinados; pero también dispara a dos milicianos por no respetar un cuadro
de Cristo. Finalmente, es detenido y fusilado por el bando insurrecto. El personaje
encarna el fracaso español. “Llegué aquí creyendo encontrar niños: sólo había
larvas de hombres, malignas larvas, cansadas y desengañadas” (ARR, 496). Su esfuerzo ha sido inútil,
es inútil todo intento de cambio: “Y como revienta el pus largamente larvado,
pareció reventar su misma lengua… Respiro hambre y miseria… sed, y humillación,
y toda la injusticia de la tierra… Dándolo todo a cambio de esto” (ARR, 502). Los cuentos conducen
inexorablemente a la resignación (en el único cuento fantástico aquí, la luna
se lleva como en una barca al hijo de una pareja; lo que estos achacan a su
propio orgullo). Los seres humanos son malvados: “nadie hay en el mundo con la
conciencia pura, ni siquiera los niños” (HIS,
414), se lee en su libro anterior; por eso, cada final resulta un callejón sin
salida: el anciano se suicida ante el egoísmo de su sobrino; el niño rico no
puede ser amigo de los pobres; la mujer que adopta a un huérfano no obtiene su
amor; los “buenos”, en lugar de ayudar a la madre que se prostituye, la separan
de su hijo; la sirvienta que recibe el permiso para ir al baile es violada; no
hay fiesta ni alegrías para el que carece de todo. Salvo un niño que,
significativamente, se salva de una caída por la ventana sin que sepamos si es debido
a la casualidad o a la intervención maravillosa de un ángel.
Los
siete últimos cuentos de Algunos
muchachos (1968) presentan una galería de personajes en continuidad con los
anteriores. Los protagonistas, niños y adolescentes que viven en soledad, son
ahora testigos de un mundo adulto que apenas entienden y no reserva para ellos sino
frustración, pobreza, mediocridad: “Le pregunté, a mi madre… ¿yo voy a ser
señora?, ella no dijo nada… dijo el Gallo riéndose, sí, tú vas a ser señora de
la escoba y el cazo” (ALG, 597). “No creía… ni que su clima familiar
perjudicara a la niña, pues tanto su marido como ella eran vulgares y sanos” (ALG, 612). En estos relatos, ellos sospechan
o ya saben que su vida no será feliz. Por eso, su impotencia y su rabia se
vuelcan contra los animales (algo ya visto antes) o los llevan a la
resignación: “Estaba llena de ira… él sabía que yo no podía gritar, ni huir,
que sólo cerraría los ojos, porque ahora me tocaba a mí” (ALG, 655), o a la muerte –el crimen, el suicidio– no ya fatal, sino
premeditada. Los ojos, siempre significativos en las descripciones de Matute, expresan
esa transformación: “Sus ojos se oscurecieron raramente; o así lo parecía, como
hurtándose tozudamente a la luz, en perenne y particular penumbra” (ALG, 613).
Las
voces o presentimientos innombrables que bullían en los personajes de las obras
anteriores se convierten ahora en preguntas directas o hipótesis que intimidan a
los propios niños o los aterrorizan. El protagonista del largo primer cuento
inicial asume su singularidad: “No tenía nada que ver con sus padres, ni con
sus amigos, ni con sus maestros. Era un barco que él pilotó en un tiempo.
Ahora, sin zozobra, lo contemplaba hundirse lentamente” (ALG, 548). Se trata de un chico lúcido que no se oculta a sí mismo
sus deseos; perfectamente consciente de ellos, si los acalla es porque le
conviene. “Lo que quería él era aplastar la cabeza del Galgo, reventarla entre
las piedras… pero seguía mudo, aún no decía nada” (ALG, 573). Este mismo personaje oscila entre el odio y la atracción
hacia un joven marginal imposibles de explicar. El deseo de huir, de superar la
barrera de una vida sin sentido, lo conducirá finalmente a dejarse acuchillar
por él. “Cuando sintió el acero le abrazó, y no le soltó… No le soltó jamás…//
Cuando saliera el sol, todo daría igual, gritos, pavor y reflexiones,
arrepentimientos… Con el sol, ya podrían deshacer el abrazo… ya podían hacer lo
que quisieran bajo el sol, como si nunca hubiera nacido” (ALG, 582-3).
Una
descripción diacrónica de la narrativa breve de Ana María Matute muestra la
infancia de niños a la vez víctimas y verdugos, siempre incomunicados y solos,
cuyas vidas trunca la muerte o se abocan al fracaso ineludible como adultos. Sus
cuentos han transitado de la imaginación al realismo; de las soluciones
fantásticas o el ensueño de la pereza, al sufrimiento debido a una sociedad
clasista y brutal. Los personajes no saben explicarse las causas de su dolor,
carecen de un pensamiento o una ideología que les permita interpretar lo que
les pasa. Tampoco la voz narradora introduce comentarios. Los informes de la
censura previa de libros han mostrado la imposibilidad de objetar el régimen de
Franco y cuestionar los principios religiosos y morales de la Iglesia católica.
La posición de Matute, denominada “testimonial” para el caso de la novela –que
puede aplicarse aquí– consistió en acumular, efectivamente, un sinnúmero de
ejemplos verosímiles si no reales del drama de España bajo la dictadura. Matute
con la sola herramienta de la ficción practicó un indiscutible compromiso
político. Ahora bien, al cabo, deja de tener sentido seguir amontonándolos; todo
testimonio implica un juicio, una resolución y una acción consiguientes; sin
embargo, tal posibilidad no existía en la vida real. Por otro lado, sus relatos
se vuelven más duros; las respuestas de los personajes, más iracundas al tiempo
que inútiles. Quedarse en la cama, dejarse morir o matar no son alternativas;
la desgracia se impone abrumadora hasta cegar toda ilusión. La propia materia
narrativa llega a un punto en el que no puede progresar. Uno de sus textos
declara: “¿Quién desea realmente la verdad? Solamente los santos o los
demonios. Los hombres, las mujeres, los muchachos, buscamos ese brillo o ese
velo que también puede llamarse esperanza. La realidad no siempre encaja con el
deseo. Como máximo, se queda un peldaño más abajo” (RÍO, 835). La producción cuentística de Ana María Matute se
concentra en veinte años y su publicación únicamente en doce; deja de
escribirlos a fines de los 60. Resulta llamativo que, en los casi cincuenta
años siguientes de vida literaria de la autora, no volviera a aparecer ninguno
más. Ahora entendemos que acaso su práctica no podía superar la misma
impotencia y desesperación que hundía a sus personajes; la verdad plasmada en
ellos no podía ser vencida por la ficción. Su enorme riqueza y belleza, que
aquí solo se han apuntado, nos deja el testimonio valiente de una época y los
universales más rechazables de nuestra condición humana.
[Editado en Ínsula (2022) nº 906, pp. 6-9]
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