Cada sonido que sigue es Lila. Lila es hasta no serlo. (Fragmentos).



        La comunidad del telescopio se ha puesto de acuerdo y ensaya una sincronía sideral. La cuenta regresiva sigue su curso y ya cada objetivo le apunta a la inmensa masa negra. Las lentes darán todo su aumento, y la impensada distancia será un primer plano de lo que acontece allá. Cada lente traerá a la tierra un fragmento del agujero y la furia eléctrica del ordenador podrá componer su cuadro del espacio.

 

 

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            Prueba de sonido. Variables de lila y acordes amarillos. Suelta el animal, profundo, marino, abisal, unas ondas que van de menor a mayor, hacia arriba, en espiral. Y ese andar hacia arriba es una forma curiosa, ya que estos organismos viven tan pero tan abajo que no los veo. Imagino o recibo por antena que pasa eso. Divago; divagan las ondas de agua. Se supone que no existe ahí ningún clima de feto, ninguna corriente cálida. Ahí abajo, lo espeso y lo diluido, lo oscuro y lo nítido conviven unidos; algún ojo atrofiado ve esto como algo atroz. ¿Pasará el Metro? ¿Es aquel animal estirado una unidad del transporte marítimo de pasajeros? Por su andar sinuoso y lento parecería que va un poco cargado. Se desliza; el movimiento remite a lo ágil, pero es lento. No es lento, es rítmico, prudente. Si bien se lo mira, puede observarse que su pausa lleva el continuo, que cambia de cardinal seguido, pero que no se para. Se concentra, no es lento. No avanza, prosigue. No vuela, no asciende; tampoco se sumerge ni repta. Oscila, va y viene; vaivén. No es lento. Delinea algo indecible, delinea algo que nadie sabe. Él, el animal de fondo, quizá algo sabe; pero es lo mismo: no es comunicable. O no es del todo comunicable. Las letras se siguen sucediendo, siguen escribiendo; histeria, catarsis; insisten en dar cuenta. Él, el otro, el de arriba, el de la lectoescritura, de tanto que intercala lectura y escritura, una vez que cierra el libro y apaga el cuaderno, se reclina en el asiento del micro y se duerme.

 

 

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Deformación y delirio. Visión de cada ojo miope: el derecho deforma y delira más que el izquierdo. Ya querría una biología artificial y normativa que la vista arrojara cuadros limpios y correctos, simetrías, planos bien encuadrados. Pero no. Se abre un ojo miope y luego el otro, aún más miope, y el foco se esmerila; aparece la fantasía, el monstruo, la maravilla, el pasaje.

 

 

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            Ahora, aún bajo el amparo del sueño, imprime movimientos sobre otro cuerpo. Hay como un velo que difumina. Dos lenguas convergen en un espacio cóncavo, reducido. La pescadería del año pasado cerró con todo adentro. La luna está ubicada en un punto exacto, ni un centímetro de más ni de menos; las lenguas también se tocan entre ellas. Cada órbita lleva una sensibilidad genital. Hay otras capas, sustratos que no vemos; orgánicos. La luna influye, pero no a propósito.

 

 

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            Afuera, o en la superficie, es lo mismo, los gatos tratan de terminar la guerra haciendo lo menos posible. Abajo, los humanos esperan, por fin están quietos; las olas parece que van a apaciguarse.

 

 

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            Cobra relieve la pintura de nubes, pulsa; sugiere el aleteo de las alas de un pájaro de brumas, un contorno de tres dimensiones que anuncia la cuarta, o la quinta si el cambio acompaña. Como una boca de dragón ralentizada, sale descompuesto ese fuego. Es un ímpetu esmerilado, así como el pasaje del día a la noche; y lo mismo de la noche hacia el día.

 

 

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Árbol de la noche de otoño; árbol-puro-hueso, esqueleto de ramas azul fuego. Desnudo. Pero ¡cómo lo viste la maraña horizontal, la maraña vertical, de huesos marrones, de continua electricidad de zafiro fulgor! Árbol estable, relámpago repetido. Resplandece y decrece y resplandece, con frenética fosforescencia que la noche provoca. Decrece por poco, solo el mínimo apagón vital, el cachito de apoyo que lo lanza a resplandecer más fuerte. Se prende de la tela noctámbula y la rasga, la muerde, la interviene. El miope solo ve por dentro, en su caja negra, la fogata eléctrica, el chisporroteo.

 

 

 

  

 

 

Alejandro Soulier es argentino, nació en la ciudad de Rosario, Provincia de Santa Fe, en el año 1982. Es abogado, melómano y cinéfilo. Le gusta vivir la vida con amor y alegría. Escribió la novela Ervas.