Los niños parecen haber
resuelto el problema crucial de nuestras sociedades: volver compatibles libertad
y solidaridad. Hacen una fila para deslizarse por el tobogán, por ejemplo, y
respetan su turno cuando van subiendo. Si, de pronto, uno se acobarda o desiste
de tirarse por cualquier motivo, los demás se hacen cargo, lo esquivan y
continúan su marcha. Son independientes para que el impulso de cada cual no se
vea interrumpido. A veces, me llama la atención la indiferencia con la que un
niño parece asistir al llanto desaforado de su hermano (como si dijera: ahora
le toca a él, luego me tocará a mí; son gajes de la infancia). Sin embargo, son
capaces de entenderse y hacer cosas juntos. Se prestan los juguetes, se
proponen actividades unos a otros, se preguntan, acuerdan juegos o los
terminan, se imitan, se complementan. Hay, como si dijéramos, una habilidad
social para el bien común que descansa sobre un mismo pensamiento: es más útil
cooperar, se pasa mejor, se evita quedarse solo, acaso triste, desata entusiasmos.
El individualismo es un estorbo, una anomalía que excluye de la paz compartida.
Conque ¡viva el valor de
uso! ¡Viva la propiedad colectiva de los medios de diversión!
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