Y una mañana estaban ahí, pero nada
indicaba que fuera la primera vez. Sentados en el balcón del departamento de un
tercer piso a la calle, alrededor de una mesa, los cuerpos al sol.
Probablemente fuera un domingo. Bien temprano. Uno de los primeros domingos de
diciembre, con olor a verano a punto de estrenar. Ella se recogía el pelo con
las manos, él se ajustaba las manos en la cadera, cebaba mate y le convidaba.
Charlaban. A veces giraban los cuerpos para seguir la conversación, a veces se
concentraban en el sol. Olvidados de todo. Como una pareja de enamorados en una
hostería frente al mar. No en la ciudad. En algún momento, todavía sentada,
ella estiraba las piernas y los brazos y su cuerpo tomaba una forma longilínea.
Él se acercaba y le hacía masajes en el cuello. Ella bajaba la cabeza, parecía
cansada. A las once, con el sol ya picando, entraban al departamento, corrían
las cortinas. Dejaban la puerta balcón entreabierta; la cortina revoloteaba si
había brisa. El departamento parecía entrar en un profundo silencio hasta las
siete de la tarde.
El primer día habrá sido un domingo,
pero después también aparecieron un lunes o un miércoles, un viernes. Ella
usualmente con un vestidito corto de algodón, azul o verde; él con unas
bermudas y una chomba piqué. Cuando estaban de pie se hacía evidente la
diferencia de altura. El hombre era alto, de espaldas anchas y músculos tensos:
fuerte para su edad, un cuerpo que seguramente de joven había sido entrenado
para mantenerse en forma, aunque no fuera deportista. Ella quedaba a la altura
de su hombro y cuando él la abrazaba o se inclinaba para besarla, sus brazos la
cubrían por completo. Ella era mucho más joven y elástica. Tendría unos
cuarenta años. El cabello corto, que a
veces recogía en un rodete flojo, le daba un aire de mujer que sabe de su
cuerpo. A veces se acodaban en la baranda y miraban a la calle, señalaban,
comentaban entre ellos. Pero eso nada más cuando aparecían a la tardecita. Por
las mañanas de manera casi estricta se sentaban al sol y mateaban.
El departamento frenteaba a la calle con
el living y la cocina, diminuta; sin duda un pasillo interior daba a un
dormitorio y a un baño. Seguía el formato estándar de los departamentos nuevos:
ambientes chicos y grandes ventanas. Sin embargo, la luz que se encendía a las
siete de la tarde en el living era de diferente color según los días: a veces
azul, a veces rosa.
Él recibía visitas a la tarde. Los
fines de semana. Un hombre, a veces dos, parejos en la edad, viejos como él. Él
lucía su altura, ellos eran más bajos y tenían panza, esa panza sólida de los
años, casi inevitable. Todos andaban con bermudas en elegante sport, zapatos
náuticos, camisa de manga corta o remera con cuello. Se sentaban en el balcón y
compartían una cerveza, alguna picada básica, papitas o
maníes. Ellos mismos se traían las cosas desde la cocina. Hacían gestos
amplios, se reían. El más bajo, con las manos en los bolsillos y el cuerpo
inclinado hacia adelante, era quien los visitaba con más frecuencia. Cada tanto
miraba hacia el interior del departamento como si ella hubiera hablado o
llegado recién, o simplemente esperara verla pasar. Él, en cambio, con el peso
del cuerpo en una pierna y la otra levemente flexionada, mirando al frente con
un cigarrillo entre los dedos, estaba en otra escena. Parecían conocerse,
parecían repetir los gestos y posturas de otros tiempos. Solo cuando estaba con
sus amigos él fumaba. Actitud de hombre importante, marcaba el territorio con
el humo del cigarro. Conversaban y reían, se dejaban deslizar en el tiempo.
Eran esas horas en que el verano da tregua y el anochecer se alarga. Justo
antes de que la energía de la noche empiece a sacudir las radios de los autos
con un reggaetón o una cumbia arrastrada, y haya entonces taconeos, shorts,
perfumes y marihuana como una promesa inminente.
Ella no recibía visitas de amigas
aunque tampoco parecía salir de la casa, y contadas veces se la veía sola en el
balcón. Tenía que darse algún espectáculo barrial de calibre. Como la tarde del
escándalo con el dealer de la esquina.
Una revuelta de gritos y golpes de palo al principio, te voy a
denunciar, salí de acá infeliz, la yuta te va a caer, qué le vendiste, infeliz,
a la piba; la piba es una trola, bien que sabe. Y al rato, como cumpliendo la
advertencia, el patrullero en la esquina y el dealer, ahora sentado en el toldo
metálico de la carnicería gritando: de acá no bajo, que la haga la denuncia,
que la haga, yo conozco mis derechos, no me bajo. Y esa tarde el dealer no bajó
ni la policía subió a buscarlo; la tensión se diluyó con palabras de bajo
calibre, los curiosos se fueron dispersando. Quedó como lo que parecía: el
exabrupto de un ritmo que todos conocían y en el que cada uno jugaba su parte.
Enero estaba a pleno y el calor se levantaba del asfalto como una bruma. Solo a
la noche los ánimos se refrescaban.
Con el correr de la noche la luz rosa
del living viraba al fucsia y al púrpura encendido. Pero las cortinas eran
espesas y no daban lugar a un teatro de sombras. La luz azul iba hacia el
eléctrico, como la pantalla de una televisión sin programas, y en las primeras
horas de la madrugada alcanzaba un violeta más azul que rojo. Un violeta
chillón. Se distinguía entre las ventanas a oscuras de todos los departamentos
como un faro o una boya. Cuando clareaba, perdía estridencia. Por algún efecto
óptico o el natural agotamiento de la batería, hasta la consistencia parecía
cambiar cuando ya amanecía, el violeta decantaba a un azulino o un rojizo ya
muy pálido. Era perturbador constatar que la luz seguía ahí, haciendo su trabajo
de jornada larga, desvelada.
La rutina de la mañana alrededor de
la mesa, de cara al sol, se mantenía con ligeras variaciones a lo largo de las
semanas. A veces entraban al departamento antes de las once, si el calor
arreciaba; o se asomaban muy temprano, antes de las ocho. A veces dejaban la
puerta corrediza del balcón bien abierta como para ventilar el living; había
una mesa ratona contra la pared central, un sofá, una lámpara de pie. Ella
entonces aparecía en el lado derecho, justo detrás de la cortina, se inclinaba,
hacía escaramuzas con las manos, tendía objetos, sacaba otros, los llevaba, se
la veía trajinar en la cocina. Una de esas mañanas él hizo una demostración.
Ocupó el centro de la sala, extendió los brazos hacia arriba y hacia los costados,
ajustó la muñeca, dio dos pasos rápidos de esgrima hacia adelante, retrocedió;
el brazo izquierdo levantado a la altura de la cabeza, en guardia, el brazo
derecho extendido; atacó y defendió, hizo un giro, atacó en profundidad, se
irguió; saludó al contrincante con las dos manos sosteniendo el sable
imaginario contra su cuerpo. Se relajó y miró hacia el costado. Se alisó el
pelo revuelto, hizo una reverencia y abrió los brazos, a la expectativa. Ella
apareció en la sala en bombacha y corpiño. Fue hasta él, le dio un beso en la
boca, él una palmada en la cola. La retuvo, le exigió otro beso.
Febrero trajo un respiro de lluvias,
largas y de cielo plomizo, abombado; durante esos días a ella no se la vio.
Otra mujer ocupó su lugar en el departamento. Una mujer rubia de rulos
permanentados, más petisa, de cuerpo algo más ancho, con otra ropa. Unas calzas
o pollera a lunares, sandalias con plataforma. A la tarde tomaban cerveza.
Estaban también allí los viejos amigos de él. Celebraban, ella en el centro de la
escena. Apoyaba su mano en la cadera, reía con intensidad, se acomodaba el
pelo, se acercaba a uno u otro, les aceptaba un cigarrillo con intención, todos
parecían actuar roles en alguna película, alguna escena ya vista, sabida de
memoria.
El balcón, las sillas blancas, los
cuerpos al sol, todo eso volvió a tener protagonismo cuando ella regresó. Cada
mañana estaban ahí, el cuerpo de ella laxo, él concentrado en la preparación de
los mates. En algún momento ella señaló hacia el edificio de enfrente, apuntando
hacia algún lado, hizo visera con su mano (el sol le daba en la cara y le
impedía ver) y volvió a señalar al edificio como si alguien a su vez los
estuviera observando. Él miró en la dirección que ella señalaba, se le acercó,
le dijo algo, se acomodaron. A continuación siguieron su rutina como si nada la
hubiera perturbado: el mate, el ingreso al departamento, la cortina
revoloteando adentro y afuera. Las mañanas empezaban a tener un aire más ligero
y fresco, el calor picaba fuerte recién a partir del mediodía, la intensidad se
reducía a unas horas de la tarde.
Un domingo hubo una reunión
extraordinaria. Estaban los viejos amigos de siempre, pero también un grupo de
hombres de edades variadas, que en shorts o boxers iban del living a la cocina,
salían al balcón, tomaban cerveza, fumaban, desaparecían por turnos. Por
momentos eran un grupo de cinco hombres, al rato volvían a ser seis o siete.
Entusiastas, se reían, se movían sueltos, con cuerpos que parecían haber
recuperado cierta alegría animal. Él alentaba con gestos de anfitrión.
Brindaron varias veces en ronda suelta. Esa noche nadie encendió la luz rosa ni
la azul, el departamento permaneció a oscuras.
El carnaval cayó en la primera semana de
marzo, dos días fuertes de calor y noches frescas. Escucharon juntos el paso de
las murgas desde el balcón. El micro que llevaba a los murgueros con sus
tambores y chiflidos cruzó el asfalto haciendo un bullicio tristón, como si
fuera la exhalación de un verano cansado.
Y probablemente lo era porque un día se
hizo evidente: el departamento estaba deshabitado, la puerta balcón cerrada; la
cortina era un telón blanco, parejo. Nadie se asomaba en la cocina, ni abría la
heladera, ni tiraba restos en el tacho de basura. Nada indicaba sin embargo que
ese fuera el primer día. No se sabía cuándo, ni cómo, ni por qué. Imposible
decir si se habían olvidado o lo habían hecho a propósito. Lo cierto es que en
el balcón habían quedado las sillas blancas alrededor de la mesa de plástico,
dispuesta como todas las mañanas la escenografía de los cuerpos al sol: la mano
de ella sobre la pierna de él, él con el torso desnudo, olvidados de todo
excepto del fulgor del verano, de todo verano.
Relato incluido en "Mundos en disolución".
Pía Bouzas (Buenos Aires, 1968). Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado los libros de cuentos: El mundo era un lugar maravilloso (2005), Extranjeras (2011), Un largo río (2015) Una fuga en casa (2018) y Mundos en disolución (2023).
Ha participado en diversas antologías argentinas y españolas, como Buenos Aires no duerme, (Eudeba), Cuentos olímpicos y El tiempo de los mayores (Páginas de Espuma), El nuevo cuento argentino (EUFyL). Entre 2009 y 2012 coeditó la revista virtual Cuatrocuentos.
Trabaja como profesora de literatura y escritura
creativa en la Universidad Nacional de las Artes y en NYU Buenos Aires.
Con Eduardo Muslip, tuvo a su cargo el cuidado de la edición
y la escritura del epílogo del libro que reúne tres nouvelles inéditas de Hebe Uhart, El amor es una cosa
extraña (Adriana Hidalgo, 2021), recientemente publicado tanto en
Argentina como España.
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