Bermúdez, insistió, retacón, medio gordito, aunque no tanto, el tipo se ve que se cuida, la cara un poquito quemada por el sol, o por una cama solar, eso no lo tengo claro, de saco y corbata y pantalón planchado con aplanadora, ni una arruguita, se los aseguro. Tomó un poco más de cerveza, pero no terminó el vaso. Aparte de comer (lo encontramos luego de cierto tiempo, demacrado, con la ropa vieja y ajada) lo que le interesaba era contar su historia.

En la oficina, dejando de lado al dueño, a quien casi no veíamos, y del gerente general, al que veíamos menos, nadie usaba traje, salvo Bermúdez. Ni Aurelio, el que les conté, que se fue de pronto, no sé si echado o jubilado, pero se fue sin decir palabra. Sin decírmelo a mí, imagínense. Tratamos de imaginar sin lograrlo, porque hasta ese momento no sabíamos de qué estaba hablando.

No tengo problemas en aceptarlo: he sido siempre un ambicioso y más todavía lo era cuando llegué a la empresa. Era un joven con ganas de sobresalir. Soy de los observadores y me costó muy poco saber cómo iba la mano allí adentro, cómo debía jugar mis cartas. Y al primero que apunté, con todo, fue a Aurelio. Aurelio Márquez, el jefe anterior. Aurelio hablaba por demás, se daba ínfulas, afirmaba estar de vuelta de todo y que conocía hasta lo último, de la empresa, de la gente que tenía a su cargo, del mundo y sus alrededores.

Por supuesto, ustedes tienen que haberlo entendido: no sabía ni dónde llevaba puesta la nariz. Y yo, que de verdad soy despierto, más bien lo era entonces, le hice el juego. Le decía que sí a todo, me mostraba rápido para los mandados, eficiente y casi de inmediato empecé con mis jugadas adelantándome a sus deseos (es un decir), poniendo en su boca cosas que ni se le habían ocurrido. Me odiaba toda la tropa, pero a mí eso no me importaba. Me importaba Aurelio. Y de ese modo, para él, sin darse demasiada cuenta, me fui volviendo imprescindible.

Lo cuento y lo confieso ahora porque, total, ya no tiene importancia: me equivoqué.

Guardia alta, es lo que digo. No, es lo que lo decía. Porque de pronto todo cambió, el día y la noche, luces y sombras. Cambió cuando esa mañana llegué al trabajo y veo que no hay uno que no esté serio, que hable. En el medio, el patrón. Al lado, el gerente. Del otro lado, un tipo retacón, robusto, quemado por el sol, de saco y corbata y pantalón planchado y zapatos lustrados hasta la exageración. Algo raro ocurría, por supuesto. Tardé un poco en darme cuenta de que algo más ocurría, o no ocurría, mejor: a Aurelio no se lo veía por ninguna parte.

Tarde, mal, envejecido. Yo, que no me di cuenta de nada, aunque seguro que debía haber indicios por todas partes. Seguro que muchos lo notaron. Un servidor no, de ninguna manera. Tanto que después del brevísimo acto en que presentaron a Bermúdez como el nuevo jefe (que no dijo ni media palabra, y eso debía haberme avivado a tiempo: tampoco ocurrió), volvimos a la normalidad.

Una manera de decir, muchachos.

Guardia alta, guardia alta, me repetía desde que era chico, desde lo que escuché de un tipo de esos vivos que hablaba por televisión. Hay que andar con la guardia alta y desconfiar hasta de tu sombra, dijo el tipo aquella vez. Y yo lo tomé como lección de vida. Y lo apliqué, hoy admito que hasta embromé gente con esa política, pero esa política me salvó.

Hasta que tropecé con Bermúdez.

Y la araña.

Porque, lo juro, no me di cuenta. A lo mejor porque no quise hacerlo. Pero creo que no fue eso, sino que bajé la guardia y me recibí de viejito, todo en un segundo.

No vi, no quise ver, que Bermúdez cambió el escritorio de Aurelio por otro nuevo, reluciente, grandote como un barco. Que colocaron en un sitio estratégico, desde el cual podía observar a cualquiera, sin que se le escapara ninguno. Al rato lo llamó a Federico. No a mí, que hubiera sido lo lógico, porque yo tenía más experiencia y hasta una estrellita, dado que Aurelio me había dado un ascenso, por lo que me había transformado en el segundo jefe de a bordo. No fue a mí, yo diría que ni me registró, sino al Federico, al infeliz, al cobarde. Al soplón de Federico.

Al minuto Bermúdez tenía la radiografía de cuantos estábamos allí, con pelos y señales. Al minuto siguiente me empezó a mirar. Al diablo, yo andaba con la cabeza baja y metido en un montón de trabajos simultáneos. El nenito tratando de engañar al maestro. Me siguió mirando y tanto lo hizo que sentí esa opresión maldita y le devolví la mirada. Lo que vi me asustó: era como Dios sabiéndolo todo. Y lo que sabía era que mis trabajos eran todas mentiras, que en lo básico yo no estaba haciendo nada que valiera la pena. Cerré carpetas, guardé papeles, apagué una de las dos computadoras y me metí en facturación, algo que evitaba lo más que podía, porque era pesada, hasta te daba sueño y no llevaba a ninguna parte.

Me miraba como mira Dios. Pero no perdonaba como dicen que lo hace Dios. Aunque de esto me di cuenta mucho después.

Porque la sabiduría de mi persona, tipo papá se las sabe todas, se había ido sin volver y sin que me diera la menor cuenta. Después de eso, un servidor empezó lo que consideró que sería una táctica infalible: ablandamiento, movimientos internos, tropezón que da de pronto el Federico sin darse cuenta y, pum, de golpe y porrazo se cae y yo voy y lo reemplazo.

Mentira, mentira, dice el tango, qué iba a reemplazarlo. Bermúdez no era Dios, en esa también me equivoqué. Era y es el Diablo. Porque se fue dando cuenta de todas y cada una de mis ocurrencias. Las rechazó una tras otra, aun las más elaboradas (las que creí que lo eran). Lo hacía en silencio, impecable, implacable. En dos segundos liquidó todas mis tácticas. Me quedé sin nada, muchachos, se los aseguro.

De verdad, no sabía cómo actuar. Se me escapaban todas y andaba preocupado.

Hasta la tarde siniestra en la quedé solo a causa de un maldito trabajo encargado por Bermúdez, trampa mortal, porque a esa tarea la entendía a medias y no lograba terminarla. Estaba tan metido en el problema, en realidad sudaba y maldecía y nada me salía bien, que tardé en darme cuenta de que a mi lado estaba el mismo Bermúdez, el que no se movía de su escritorio, el que daba órdenes a través de Federico.

Creo que por primera vez escuché su voz. Una voz amable que me dijo “no se preocupe, termínelo mañana”. Y agregó, porque lo hizo, más amable aún: “Ya se hizo tarde y usted vive lejos” (¡hasta eso sabía el Diablo!). Con voz de lástima hizo un segundo agregado: “Yo también estoy cansado y con hambre, lo invito a comer a mi casa”.

No bien comprobé el poderoso auto en el que se movía (y que por guardarlo en el garaje del dueño (nada menos) nunca había visto) me di cuenta de que Bermúdez jugaba en las ligas mayores. Más todavía cuando llegamos a su enorme casa y nos abrió una mujer disfrazada de criada. Nunca estuve, y supongo que nunca más estaré, en un lugar semejante. Me invitó a pasar, delicado, callado. Me mostró un baño para que yo me refrescara y demás. Parecía burlarse cuando me aclaró que era el baño de servicio y se disculpaba por ello. ¡Baño de servicio ese lugar lujoso, lleno de luces, que te daba vergüenza usar!

Cuando salí la doncella, creo que se dice así, me guio al comedor, donde me esperaba nadie más que Bermúdez, una mesa espectacular y un mantel blanco como el manto de la Virgen.

Siéntese aquí, me dijo, indicándome el centro de la mesa. Usted es mi invitado. Hizo un gesto al aire y otro tipo, vestido como están vestidos los mozos de los restaurantes de lujo, se presentó con una fuente tapada.

Bermúdez en tanto, sin perderme de vista, también sin hablar, me sirvió un vino tinto de esos que vienen en botellas finas y carísimas.

El mozo, no sé si se dice así, destapó la fuente y me vi ante un conejo que me miraba con sus ojos grandes y tristes. Ah, mi madre, jamás comí conejo. El pobre bicho parecía vivo y era como si buscara mi perdón. O que lo salvara de la muerte atroz. Sí, parecía vivo, parecía el último ser de la Tierra pidiendo clemencia.

Intenté argumentar que no solía comer conejo, alergias, cosas semejantes. Bermúdez escuchaba mientras comenzaba a trinchar a la pobre criatura. La cortó en dos, en cuatro, dejó que manara sangre, la evisceró, casi no podía mirar, no digamos comer. Él comió dos o tres bocados e hizo retirar fuentes y platos. Siempre sin decirme una palabra. Mirándome como desde la lejanía, con un ligero y sostenido desdén. Creo que se dice así.

El segundo plato fue lo que llamó pato a la naranja, pero al bicho no lo habían terminado de matar y encima le quedaban plumas. Tuve náuseas, volví a hablar de alergias y rechazos que remonté a la genealogía familiar. Benítez escuchó, trinchó (juraría que escuché la voz quejumbrosa del pato moribundo) también evisceró, hizo correr sangre, todo se manchó de rojo, naranjas incluidas. Me entraron vahídos. Bermúdez volvió a tragar dos o tres bocados, hizo que retiraran esa pesadilla.

Cuando llegó la fuente con la tortuga, en un movimiento impensado levanté de súbito la cabeza y me encontré con la araña. La gran araña de cristal multiplicada en luces y caireles que pendía alta y directa sobre mi cabeza.

Sobre mi cabeza, como una espada filosa, pronto a caer sobre mí, a aplastarme definitivamente.

Bermúdez hizo traer la tortuga, visiblemente viva. La partió en dos con una espada tipo samurái, el bicho chilló y la sangre y las entrañas salpicaron todo, hasta los caireles impolutos de la araña inmensa que pareció empezar a descender, a caer sobre mi persona.

No esperé el postre gelatinoso bañado en un elocuente color escarlata. No saludé a Bermúdez, no busqué a nadie para que me llevara a la salida de la casa, de donde salí temblando, con vahídos, con náuseas.

Jamás volví al trabajo.

Siento aún la inmensa araña de cristal descendiendo sobre mi cabeza.

Nos pidió, con algo de vergüenza, que pagáramos lo mucho que terminaba de consumir.











Carlos Roberto Morán. Soy un escritor nacido y residente en la ciudad de Santa Fe, Argentina. Libros publicados: Territorio posible (México, 1980), Noticias desde el sur (México, 1986), Noticias de Sergio Oberti (Argentina, 1990), Ella cuenta sobre el mar (Argentina, 2006), Historia del mago y la mujer desesperada (Argentina, 2012), Tríptico de Verónica y otros cuentos (Argentina, 2017), Lo cierto, lo probable, lo imposible (Argentina, 2019), Las cosas suceden (Argentina, 2020), Las cosas suceden (reedición, Estados Unidos, 2021). 

Tiene su blog: https://morannoticiasdesdeelsur.blogspot.com.ar