Lola López Mondéjar
Pero, como ya se denuncia en las redes sociales, ningún medio español, ni tampoco en el Reino Unido, ha informado sobre el desarrollo de la convocatoria. Apenas unas pocas notas breves, anecdóticas.
Nadie quiere hablar de quienes luchan contra una catástrofe que ya sufrimos y que convertirá en inhabitables amplias zonas de la Tierra en un plazo más rápido del que se pensaba. La actitud de los gobiernos, que habrían de actuar con urgencia, es claramente negacionista, y hasta el nuestro, cuyo presidente afirma poner en el centro de su programa la transición ecológica, juzga severamente a los científicos que lanzaron pintura roja biodegradable en la puerta de las Cortes y no a quienes contaminan la atmósfera o consumen ilegalmente el agua de los pozos, devastando espacios naturales en lugar de preservarlos. Incapaces de hacernos cargo de la magnitud de la tragedia, censuramos al mensajero.
Fernando Aramburu publicó el pasado once de abril un artículo titulado, Pegamento (Ecologismo y pegamento en versión digital) contra los activistas de Última generación que protagonizan acciones más llamativas que las de The Big One, como pegarse en la calzada interrumpiendo el tráfico o lanzar pintura inofensiva en los cuadros más icónicos de nuestra cultura, con el objetivo de llamar la atención de los medios y concienciar a la opinión pública de la necesidad de tomar medidas urgentes para disminuir los efectos de la crisis medioambiental. Medidas que hace tiempo que ecologistas y científicos conocen, y que hasta una organización como el del Grupo intergubernamental de Expertos sobre el Cambio climático, IPCC, el órgano de las Naciones Unidas que evalúa la ciencia relacionada con el cambio climático, el estado del clima mundial, las repercusiones de desastre medioambiental y cómo mitigar sus efectos, no se cansa de difundir en sus sucesivos informes.
Pero Fernando Aramburu, como tantos otros, acusa de heraldos de un nuevo totalitarismo, persuadidos, caiga quien caiga de la justicia absoluta de su causa, a estos jóvenes que arriesgan un futuro, ya muy comprometido por nuestra inacción, con protestas polémicas, dado que saben que reunir a 100.000 personas en Londres no conseguirá llamar la atención de los medios.
Hace poco, en un foro de psicoanalistas, alguien creyó que sería interesante psicoanalizar a estos activistas para comprender su insensibilidad hacia la belleza de los cuadros objeto de algunas de sus acciones, sin observar que es precisamente la belleza y la riqueza de nuestro planeta, junto a su deseo de preservarlas, lo que mueve a esta generación de jóvenes activistas, que sufrirán más que la generación de sus padres las consecuencias de la desmesura de un capitalismo autofágico, dispuesto a destruir hasta el suelo del que se nutre. Jóvenes que sufren de ecoansiedad, efecto de un duelo cósmico mucho más demoledor que las catástrofes precedentes, pues se trata de la pérdida del sostén, de lo que era invariable y asegurador: el paisaje y la biodiversidad que conocieron desde niños, la pérdida del futuro que les prometieron, y la caída en la desesperanza y la intrascendencia al haberles privado de una vida que vislumbran lastrada por unas circunstancias que no podrán aliviar con su esfuerzo, abocándolos a la impotencia. El psicoanálisis, pues, sería más conveniente hacerlo a quienes niegan la verdad de la ciencia, enfermos de ignorancia y de soberbia, que son legión.
Pero Fernando Aramburu cree que estos jóvenes activistas son
el auténtico peligro: Hay que
cargar duramente contra ellos como hacen
en Francia, y no como en la tibia Alemania, país transformado hoy día en una factoría
de permisividad, opina. Yo, por si acaso, los tomaría en serio, concluye
en su artículo.
En Pegamento, Aramburu toma el rábano por las hojas al criticar a unos jóvenes que son la única esperanza que nos queda, si es que nos queda alguna, no ya para salvarnos de la destrucción que ha ocasionado nuestro comportamiento depredador y extractivo, sino para intentar presionar a los gobiernos del mundo para que tomen medidas urgentes que aminoren en lo posible las consecuencias del inminente desastre.
Los treinta y nueve grados que alcanzamos este pasado mes de abril serán un grato recuerdo dentro de 25 años, cuando, según los expertos, las temperaturas de las capitales europeas alcancen las que ahora soportan mil kilómetros más al sur. Madrid tendrá entonces la temperatura de Marrakech y los termómetros de París marcarán los 50°. Hasta ahora, la realidad no ha hecho sino confirmar a los expertos e incluso superar sus previsiones. Como dice Antonio Turiel, a quien les recomiendo que sigan, Todo normal y bien.
Son estas y otras realidades las que mueven a la acción a esos jóvenes valientes, que apuntan con su dedo lo que nadie quiere ver.
0 Comentarios
Comentarios con educación y libertad