Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) ha publicado los libros de cuentos El que espera, 2000 –reeditado en 2015 con supresiones e incorporaciones– (EQE); El último minuto, 2001 –reeditado en 2007 con supresiones– (UM), cuyas últimas ediciones sigo aquí; Alumbramiento, 2006 (A) y Hacerse el muerto, 2011 (HAC).

            En su último relato un personaje «decía “tra”, “cri”, “plu” o incluso “tpme”… sin tener ni idea de las razones… “fte”, “cnac”, “bld”… volvía a ser alguien anterior al léxico. Así, durante un momento antes de entrar otra vez en el mundo, era desmesuradamente feliz sintiendo que tenía todo el lenguaje por delante» (HAC, 131). La obra cuentística de Neuman encuentra aquí su esencia: la libertad y la felicidad de un tiempo suficiente para que la creación lingüística se convierta en una fuga de alternativas de lo que llamamos mundo real con sus códigos y obligaciones. Sus relatos muestran que, pese a la imposición de una sola realidad objetiva, constreñida a un concepto avalado por una expresión ya definida, siempre cabe encontrar otra formulación sobre ella que nos haga percibirla de otro modo. En un significativo relato, una madre corrige a su hija negando que esté lloviendo: “pareces tonta. ¿Es que no te das cuenta de que el agua cae de los balcones?” La niña, sin embargo, le responde: “Ya lo sé, mamá: los balcones. Pues claro. Pero… ¡mira mami, mira cómo llueve! ¡Qué bonita, qué requetebonita es la lluvia!” (A, 88). El cuento se concibe, por tanto, como el campo de juego que nos brindan la imaginación y el lenguaje; un “laboratorio” (HAC, 135) para la experimentación con todo cuanto parece cerrado, firme, incluso serio; habida cuenta de que “A estas alturas, desordenar el orden cuenta más que ordenar el desorden” (HAC, 137), como se afirma en sendas máximas incluidas como colofones de sus libros en que nuestro autor reflexiona sobre el género.

Esta actitud lúdica fundamental se dispersa en múltiples argumentos y personajes. Muchas de sus narraciones recalan en la fantasía: un hombre da a luz (A, 11); los ciudadanos se transforman en animales (EQE, 83); en el contexto de una coreografía callejera, la gente se lanza bebés por el aire (UM, 61); el muerto ahogado expresa sus sensaciones (UM, 66); alguien vuela con los brazos (UM, 113); se produce el enamoramiento de mujeres cada vez de menor estatura hasta llegar al de la madre por su hija aún no nacida (UM, 117); una aristotélica se excita cuando su amante se refiere a Platón (HAC, 75); un oficinista decide desnudarse y los demás lo imitan (A, 93). Los cuentos se divierten imaginando situaciones insólitas en que predomina la jovialidad, el desbordamiento; el mundo no tiene fronteras, los ejercicios de la imaginación nos hacen disfrutar sin restricciones.

Neuman, dotado de una estupenda imaginación, se recrea en la potencialidad del juego literario, que invita a considerar giros, paradojas, intercambios de identidad, sorpresas. Para el manco con sus “cinco destellantes, numerosos dedos… no existe la avaricia de frotarse las palmas ni es posible rezar… incluso la caricia se vuelve más intensa, mejor administrada” (A, 90); el pobre que no paga una comida opípara acaba enamorando a la camarera (UM, 91); no podemos discernir si los dos personajes de un cuento son ambos psicólogos o pacientes uno del otro (HAC, 61); un hombre seguro de su inocencia es detenido por pasarse de confianzudo con la policía (A, 47); una mujer descubre en una tienda de segunda mano que el marido vende las chaquetas que ella le compra (UM, 39); el homofóbico se aviene a una relación homosexual tras una charla en un urinario (HAC, 81); las incontables traducciones de traducciones de un poema que se desvían del original acaban coincidiendo maravillosamente con él. “La poesía es definitivamente intraducible... pero, tarde o temprano, un poema será siempre traducible” (A, 145). En ocasiones, estos juegos adquieren un tono poético: el hijo recién nacido “no había venido al mundo: regresaba a él” (EQE, 13); de un mineral brotan flores (A, 101) o hay muy diversas formas de mirar la torre Eiffel: “¡Mi animal de los vientos, mi anoréxico monstruo, mi esqueleto adoptivo! El obsceno alarido de la época… un arácnido que huye de su vértigo hacia arriba, tejiéndolo hasta el cielo” (EQE, 99). Otras veces reproducen imágenes de delicada decadencia o lasitud, como el japonés que se suicida (EQE, 61) o el rey que se aburre (EQE, 93).

            Es el deseo lo que singulariza a algunos personajes: Borges sueña en su trabajo de inspector de mercados (EQE, 101), una monja lasciva lo ansía hasta el extremo de la perdición (HAC, 87). A veces, resulta imposible definirlo; en algún caso, incluso, no da la felicidad: un niño, cuando logra su juguete, “intenta que le venga alguna lágrima. Que se le erice la pelusa de la nuca. Que le entre un cosquilleo en el estómago… Pero más bien le parece que no siente nada… obtiene la primera gran conclusión de su vida” (HAC, 50). En los cuentos de Neuman, la acuciante fuerza de lo que se anhela se acomoda al marco fundamental del juego, sin que desate el drama. Lo que implica que, como ocurre en varios relatos del primer libro, el deseo deba postergarse; así, los personajes se acostumbran a esperar su cumplimiento con contención resignada o melancolía (EQE, 45); o se realiza de manera fácil, inesperada, como le ocurre al que, tras no encontrar un objeto en un arcón durante mucho tiempo, lo halla “al rato de buscar distraídamente en su interior” (EQE, 34). El fracaso de su insatisfacción no conlleva sufrimiento.

En estos relatos está ausente el conflicto, lo que no sucede hasta el tercer libro, en el que una joven traza una raya en la arena y prohíbe a su novio que la traspase (A, 19). Los deseos son tendencias del corazón que no colisionan con la alteridad, la cual está más bien ausente. Un hombre vive con una mujer a la que consigue hacer dormir; cuando ella deja de necesitarlo, lo abandona sin consecuencias. “Quise consolarme… Pero lo único que me asaltó fue la imagen de Serena despertando de un sueño apacible” (A, 84). Un empleado, humillado por una familia que le da sólo un guisante para comer “pidió permiso para retirarse y no volvió jamás nunca” (A, 96); el esposo cuya mujer es infiel aguarda a que, identificándose con el amante, regrese con él (A, 85); quien podría encontrar pareja rehúye el compromiso sin anunciarlo (EQE, 29). Los lazos se desanudan, las pasiones se enfrían, los personajes viven en su imaginación quimeras e ilusiones sin ataduras, en una soledad que los satisface y cuyo máximo exponente acaso esté en la reacción de un joven nadador al ahogarse su amada: “grité como quizás había gritado ella mientras yo no la escuchaba o la confundía con las gaviotas, no sé. Pero gritar también me agotaba… no había más remedio que callarse, calmarse, enfriar el terror y seguir dando brazadas” (HAC, 55).

            El juego también caracteriza un empleo brillante del lenguaje, con el uso de la metáfora y la greguería que expresan observaciones agudas y originales sobre una realidad transfigurada por la imagen poética. Los ejemplos son incontables: “El dormitorio se curva de silencio… Siento un agua con gas en los músculos” (EQE, 15); “El mediodía se estanca en el reloj del horno eléctrico” (UM, 98); “el mirador ofrecía en bandeja los tejados” (UM, 105); “en la habitación perfumada con ese disimulo un poco culpable de los hospitales” (A, 14); “sus manos, dos pájaros que me sobrevuelan y urden nidos de placer” (A, 97); el anciano moribundo piensa que sus hijos “sabrían leer en sus ojos de vela apenas encendida” (EQE, 25-26); “Las piedras son gritos que arroja el mar” (EQE, 46); “Encuadernado entre las sábanas, me ablando poco a poco, olvido, y comienza a redactarse el prólogo del sueño” (A, 140); “la sombra inédita del césped, el pozo ilustrado de la piscina” (A, 141); “Mis nervios se volvieron un arpa desafinada; mi mente, un sótano lleno de tambores” (EQE, 58); “Entre las varillas de la persiana se deslizaba el aluminio del otoño” (UM, 45). Esta capacidad de observación permite reconocer la personalidad y forma de vida de los personajes a través de sus anuncios por palabras o su ropa tendida: “las cuerdas. Parecen partituras. O cuadernos a rayas. El autor es cualquiera, gente anónima. La casualidad, el viento”; aunque pueden ser engañosa: “Es demasiada ropa para desnudar sus vidas” (HAC, 118. 120).

Pero el juego es más que una opción estética en Andrés Neuman: determina la dirección de las historias y el tratamiento de los asuntos. Un ejemplo, el microrrelato “Sinopsis del hogar”: “Amo a mi hermana.// Mi hermana ama a mi madre. // Mi madre amó a mi padre. // Mi padre no ama a nadie” (HAC, 59). El imaginable desgarro y la complejidad del mundo familiar queda trazado en cuatro oraciones. El género y la técnica se imponen sobre el tema; comprendemos que no se pretende una exposición o un análisis, imposibles en tan corto espacio; pero el texto no aspira al rango de símbolo, se trata más bien de una exhibición de habilidad e ingenio compositivos. Otro ejemplo, la historia de una ruptura de pareja contada desde el final (“Rebobinando”, UM, 103). En este sentido, es elocuente la importancia casi exclusiva que nuestro autor concede, en su teorización del cuento, a los recursos y modos narrativos frente al contenido y su pragmática. La opción por la ligereza no es, sin embargo, inane; muestra un poder desmitificador, subversivo, una capacidad de “profanación” de las grandes cuestiones humanas: en una relación erótica importa la imperturbabilidad del cuerpo femenino que sufre hemiplejia (A, 97) o el hecho de que llore únicamente por un ojo (UM, 29); los problemas psicológicos se abordan con una mirada irónica o burlesca; la pobreza y el sufrimiento del pueblo resultan un mero telón de fondo (EQE, 93); la identidad no importa: un hombre se prostituye por un malentendido (A, 117), la maternidad insatisfecha se soluciona con el robo de un bebé; la vida en pareja y la infidelidad son objeto de resoluciones ingeniosas (A, 27); el arte y la belleza se degradan a una competencia (A, 53); el teatro es nada más que improvisación (UM, 109); el héroe justiciero libera delincuentes de la cárcel para que siga habiendo víctimas a las que salvar (A, 115). La culpa de la pérdida del brazo de un amigo se resuelve de forma sorprendente: se corta uno suyo (UM, 53) o incluso el suicidio se toma a broma (EQE, 54; HAC, 20);

Ciertos relatos sobre el destino acaso podrían interpretarse como la conciencia de que la decisión radical de mantener a toda costa esa actitud lúdica y “ligera” que desatiende cuanto implica la gravedad de la existencia, lleva a adentrarse por un camino impredecible y de algún modo arriesgado, peligroso. Hay cuentos que registran la sensación de que, al escamotear el peso de la negatividad, una parte importante de lo real se escapa. Para experimentar algo diferente, un taxista cede su lugar al cliente a cambio de dinero (EQE, 31); el bandolero se pregunta: “¿No se estaba repitiendo por comodidad, para no defraudar a su público…? Rápido, más rápido, gritaba… y así, sin saber nunca dónde ni por qué, iba dejándose escribir el Tempranillo” (A, 65.66). Pero ese cuestionamiento se elude de inmediato para que el personaje se reafirme en el hábito que lo caracteriza. Sísifo se conforma: “¿Cambiar yo de roca? ¿Cambiar yo de hora, de colina, de designio?… Tanta decisión que tomar en vano, semejante insistencia en los cambios, deben de resultar agotadoras” (A, 104); “Ante cualquier iniciativa ajena, Arístides contestaba que no tenía tiempo… cuando la muerte vino a buscarlo,… tan solo se encogió de hombros” (EQE, 41). Se preconiza la persistencia incluso aunque esta no haya sido decidida ni uno sea capaz de entender lo que hace; la vida es continuidad. El paracaidista se lanza una y otra vez al vacío: “Persigo instantes únicos, algún tiempo sin máscara. Un viaje sin destino. // Aceptarlo, Eso es todo… Voy camino de mí, sin ataduras. Falta poco. // Seré leal como los libres. // Libre siempre. // Aire feliz” (A, 115.116).

El tratamiento jovial, juguetón, de los asuntos convierte la escritura en una suerte de malabarismo, habilidad, técnica. Como afirma Neuman en sus reflexiones teóricas: en los cuentos lo esencial no es el tema o el argumento, sino la perspectiva con que se aborda: “La voz decide el acontecimiento, más que viceversa” (HAC, 136); los personajes, que pierden en esa misma medida su densidad, se convierten a menudo en mero pretexto: “La ausencia de grandes personajes engendra al Gran Personaje: el yo que se narra” (HAC, 138).  Creo que ahí reside la opción fundamental de su cuentística: el cuento pierde su lugar de verdad o de revelación, no cabe ya esperarla, ya no se producirá; en consecuencia, el trabajo con el signo, con el significante, gira sobre un hueco. Sin embargo, contra lo planteado, el autor tampoco se nos descubre, lo que conlleva interesantes paradojas: el prisionero que narra no se libera como los demás: “Pero mi celda, no. Mi celda no se abre” (A, 118); aunque los personajes pueden ser identificados por su ropa tendida, el narrador se oculta: “Mis cuerdas no se ven” (HAC, 120). Incluso en la disociación entre obra y autor, este se salva abandonando al personaje: “dejaré que sea él quien padezca el terrible asalto… mientras yo me dedico a proseguir, silbando” (A, 160); y recupera su libre iniciativa cuando la obra es destruida por el fuego: “Volvió a abrir su libreta por la primera página… y sintió en las entrañas un repentino alivio” (UM, 27).  

El juego ha de vérselas, se diría que como ante una cita inexorable, con el drama por antonomasia: la muerte. Esta se identifica en sus relatos con una transición natural (HAC, 17), una pérdida asumida sin sufrimiento (EQE, 25), una opción libre, el suicidio, visto epicúreamente: cuando ella está, el personaje no: “mi abuelo dejó de ser mi abuelo” (A, 13), o se aborda con esteticismo (A, 105), pues su potencia para transformar la vida del que se queda dura sólo unas horas (HAC, 21). Con todo, alcanza la mayor intensidad en los cuentos que encaran el fallecimiento de la madre (HAC, 31-45), momento en que la versión lúdica se quiebra. Sentimos el peso, el absurdo, la imposibilidad de aceptar la desaparición definitiva; emociones que esa estética había desestimado. Así, en el que rememora su presencia en una silla de ruedas, su verbo conclusivo es, él solo, elegíaco: “Silla colmada de alguien que se hubiera sentado” (HAC, 45). También en la sección de este libro compuesta de monólogos se asiste al denso estar en el mundo, el sufrimiento, la pasión, el miedo: “me recuesto a seguir pensando por qué la vida de los demás siempre parece tan intensa, tan real, pero a mí en cambio nunca me pasa nada” (HAC, 93). Por momentos, pareciera que Neuman se pregunta por los límites de su propia estética cuentística. La irresponsabilidad tiene algo de monstruoso: “Yo tenía un propósito y lo cumplí. A lo mejor me equivoqué de propósito, pero no me equivoqué cumpliéndolo… Yo decidí obedecer un impulso, pero en ningún momento recuerdo haber aceptado los efectos de ese impulso” (HAC, 107). Ya había cuestionado el destino: “Uno vive los acontecimientos decisivos de su existencia a una extraña velocidad. Y más tarde, burlado, se pregunta: ¿a quién le ha sucedido todo esto?… En el fondo me decepciona que las cosas puedan suceder así, tan por su cuenta, y que uno no haga más que asistir a ellas con mayor o menor proximidad” (UM, 85). El arte puede ser una pirueta, un esfuerzo por disimular el vacío, como los actores cuya obra no saben continuar: “nos vemos desamparados de nuevo, súbitamente exhaustos, sin la menor idea acerca del guion ni energías suficientes para seguir adelante con la farsa” (UM, 112); o algo hueco, resultón: “le vino a la cabeza un verso fácil y efectivo con el que retratar a los amantes y a los pájaros” (UM, 23); incluso el lector puede protestar por lo que se le ofrece: “En un momento dado… Frunce el ceño… Hace una mueca de disgusto y cierra el libro. ¡Esto es un robo!” (A, 134).

La crisis, si la hay, es en todo caso pasajera. No se puede ni se debe reconstruir la gravedad, ni caer en la tristeza, emoción que los personajes de Neuman rechazan: “¡La vida es tan hermosa! No te conviene hacerte reflexiones negativas” (A, 55 y 60). “Su tristeza me hizo sentir miserable… – Pues dele el paquete a alguien… Así la culpa no será nuestra, sino suya” (A, 73). Las razones últimas no se muestran; ¿acaso, nuestro mundo posmoderno no es, ante todo, la clausura de la pertinencia de ulteriores preguntas? En todo caso, el juego es creación y debe continuar más allá de todo tema, toda constricción, todo sentido. “Dedícate al humor, me sugirió un amigo cuando le conté mi tragedia” (HAC, 20). El arte del cuento en Neuman se vuelve puro, desembarazado de cualquier compromiso que amenace limitarlo. Podría asumir emociones, experiencias, carne; pero quiere seguir explorando las posibilidades inéditas que aún albergan la imaginación y el lenguaje para quien las busca. Así, su paracaidista salta de nuevo.