Imaginaos a Rodrigo. 58 años, divorciado, sin pareja, huérfano. Rodrigo me dijo el jueves que su futuro le preocupa, que se imagina dentro de veinte años viejo, enfermo, solo. Por ello intenta encontrar novia, una compañera, una amiga. Aunque sea por internet. Rodrigo me preguntó por qué no hacía yo lo mismo.

 

      Imaginadme. Me llamo Alberto, 56 años, soltero, sin pareja, con los padres nonagenarios, con amistades disueltas en la distancia, en el tiempo, en el guasap; la soledad acechando y sin cobijo alguno. Yo le contesté que lo porvenir no me preocupa, que me puedo morir mañana, y le hago saber que me han diagnosticado cáncer hace un par de años y que me han dado un treinta y cinco por ciento de probabilidades de supervivencia. Yo intento animarle a que no tenga miedo al futuro, convencerle de que mañana mismo puede morir; incitarle a vivir el día a día, apaciguar su temor a la soledad venidera.

 

            Rodrigo se queda boquiabierto. Él no sabía nada de mi enfermedad, se interesa por ella. Yo le insisto en que no me preocupa el futuro, que no me preocupa la muerte, que no me preocupa la vida, ni encontrar pareja; que me avivan el corazón cuerpos que alquilo, que en el alcohol busco un desahogo. Que él haga lo mismo. Igual hoy es mi último día.

 

            Rodrigo me dijo el viernes que ha quedado con una guineana de piel serena el sábado; la ha conocido a través de una página de citas; que se va en coche a Valencia. Me enseña su foto. Es guapa, unos treinta y cinco. Le deseo suerte, de corazón.

 

            Hoy lunes me han dado dos noticias aterradoras. Rodrigo se ha estrellado en la carretera. Ha fallecido.

 

            La otra noticia es aún peor. Los médicos me han dicho que lo más probable es que me cure del cáncer.