Pilar Adón (Madrid, 1971) ha
publicado los libros de cuentos Viajes
inocentes, 2005 (VI); El mes más cruel, 2010 (MC) –que incluye algunos poemas– y La vida sumergida, 2017 (VS).
La obra cuentística de Pilar Adón
posee una unidad temática y estilística características. Sus relatos giran en
torno a una idea que podríamos relacionar con el deseo epicúreo de construir un
espacio propio en donde ponerse a salvo del mundo humano, y aun del tiempo, lo
que posibilite el desenvolvimiento de una existencia auténtica que corresponda
a la verdadera naturaleza de cada uno. Este “lugar” se identifica en el primer
libro no con un ámbito concreto, sino con el
viaje, precisamente por lo que tiene de liberación de la constricción
física en que uno se halla. Después, ese lugar tendrá una identidad
determinada: la casa. Esta posee unos
rasgos casi invariables, se trata de una edificación grande y antigua de varios
pisos y muchas habitaciones, con jardín, sin vecindario, alejada y rodeada por una
naturaleza que resulta siempre indómita cuando no peligrosa. Es en ese espacio
concreto donde los protagonistas, uno o a lo sumo dos, se recluyen para salvaguardar
si no la felicidad, al menos su identidad de individuos. Esta experiencia de
encierro de los personajes produce una dialéctica compleja entre la firmeza de
su decisión, la relación con el entorno natural, el vínculo entre ellos mismos
y los parientes y amigos que desean visitarlas. Los cuentos de Adón exploran
las posibilidades y límites de esa opción radical de vida que, sin embargo,
debido al tratamiento estilístico del relato produce un efecto de idealización casi
mítica que, sin embargo y a la postre, no rehúye la ambigüedad de una atmósfera
que parece disolverla en una especulación, una ilusión, una quimera.
La realidad social en estos relatos se
caracteriza por su efecto negativo sobre los protagonistas. Ya se trate de vecinos,
parientes o personas que en un momento dado se cruzan con ellos, estos los
consideran invariablemente hostiles. Las gentes que se les acercan hacen continuamente
observaciones y comentarios, critican, juzgan. Esto fuerza al personaje que se
quería aislado a mantener conversaciones y crearse obligaciones. “Mejor… no
tendremos que dar ninguna explicación a nadie. Ni tendremos que escucharlas” (VI, 16). “Estaría recibiendo las voces
de las mujeres que habían entrado en su casa como golpes contra su cuerpo… que
le pedían más datos… y que le intimidaban y le acorralaban” (MC, 147). Su presencia, percibida como
sofocante presión, conlleva inevitablemente la necesidad de dar una determinada
imagen que los complazca; pero esta es siempre fingida y, por tanto, falsa. “Aquí
encerrados no vemos a nadie. Y nadie nos ve a nosotros. De ese modo no tenemos
que preocuparnos por lo que puedan pensar los demás” (MC, 73-4). Los protagonistas entienden que la vida en sociedad es
una imposición inevitable y que todas las relaciones, salvo las escasísimas expresamente
buscadas, son siempre perjudiciales en tanto les impiden vivir como ellos desean.
“Si para que dicha convivencia civilizada pudiera ser real debía optarse
siempre por el sometimiento y siempre por la rendición de unos ante otros” (VS, 11). El otro que irrumpe es siempre
alienante. Uno de los relatos lleva este control social a un siniestro extremo:
todos los habitantes de una ciudad conocen al detalle los planes íntimos de una
viajera (VI, 57). Frente al
sojuzgamiento que hace peligrar su libertad e independencia, los personajes adoptan
una decisión drástica: romper todos sus contactos y relaciones. “Me transformé…
Modifiqué mi conducta, dejé de sonreír. Dejé, casi, de hablar. Y, por supuesto,
dejé de agradar… Ya no tenía que someterme a la tiranía de una imagen ideal que
mantener” (MC, 66). Este carácter
tóxico del intruso es, sin embargo, especialmente difícil de detectar cuando se
trata de una relación sentimental o se da en el seno de la familia. Los relatos
ofrecen numerosos ejemplos: en la pareja se ejerce el dominio y la manipulación;
un hermano traiciona a su hermana; la madre o el padre violentan al hijo con
sus exigencias: “al menos, en aquella ocasión, iba a poder demostrarles a
todos… que era un chico listo (VI,
147); o lo encierran, le reclaman una perfección imposible. Su poder puede
llegar hasta lo insoportable: provocar el suicido al sentirse frustrados, o el
crimen cuando se cae en la cuenta de esa dominación; o llevarles a la resignación
y la impotencia: “El significado de la renuncia… La tan penosa pero balsámica
renuncia a la propia dicha…” (MC,
120). En los personajes los vínculos no son satisfactorios; no es extraño, por
tanto, que desconozcan la amistad o el gozo del amor: “yo, desde una
perspectiva ciertamente más experimentada… no quise decirle que… no se
encuentra jamás” (VI, 106); su
sentimentalidad ciertamente existe –nunca hay indiferencia en ellos–, pero es turbia,
malsana, perversa.
Dado
lo pernicioso de las vidas afectiva, familiar y social, el sujeto para ser
libre ha de escapar, rehuir todo lazo. Esta fuga adoptará en ocasiones la forma
de un cambio de residencia: de Italia a Cataluña, del campo a Madrid, fuera de
Polonia a través de Europa. Pero también la de unas vacaciones sin fin, como el
inglés en la costa mediterránea, hasta que “Había ido notando poco a poco, muy
dolorosamente, que la gente volvía a sus casas con el fin del verano” (VI, 109). Por último, la opción mejor parece ser emprender el viaje perfecto, aquel
que no busca un destino determinado ni vuelve al punto de partida, sino que consiste
en huir sin dirección, sin compromisos ni objetivos –justo lo contrario que el
orden social impone–, un desplazarse irresponsable y sin culpa. “Mi todavía
débil determinación de no regresar, y continuar viajando por Europa sin un
destino fijo” (VI, 20), como
pedacitos de hojas rotas que arrastra el viento porque ya no le sirven al
árbol.
Este
ser huye del lugar que le es asignado por fobia a la presión social como también
por las heridas de la falta de amor y de atención (el niño descuidado por su
madre, la violinista cuyo arte todos ignoran…). Se trata de personajes especiales
señalados por el sufrimiento; de manera que su elección de apartarse no obedece
a veleidades o al capricho, sino a la necesidad: “El dolor a veces se convierte
en el punto de partida idóneo para comenzar a realizar lo inimaginable hasta el
momento. El dolor pasa a ser la excusa, la condición” (VI, 19).
El
deseo de escapar adoptará por último la decisión de recluirse en una mansión
aislada circunscrita por un paisaje inhóspito. De un golpe parecen resueltos
todos los problemas: la separación física de otras personas, el retiro que
permite vivir como se desea, libre de convenciones que seguir o de los comentarios
adversos y sin fingimiento. La soledad permite la recuperación de la propia
identidad en un espacio exclusivo y el disfrute del tiempo a la medida de uno. Autosuficiencia,
autenticidad, control sobre sí… son términos que se corresponden hasta identificarse.
Pero sólo la vida en el interior de ese refugio es su garantía. “La
independencia. El desarrollo como ser autónomo y perfecto. Como unidad sin
condicionamientos. En aquella casa situada en la ladera de un monte, rodeada de
pinos, de aves y de insectos, y del brillo rojo del sol… En libertad, con la
posibilidad de actuar y no actuar. Ir y no ir. Querer y no querer. El
privilegio supremo de la elección” (VS,
12-13). Los personajes son conscientes de ello: “Su proyecto era ciertamente
inmoral. Extraño. Socialmente reprobable incluso. Por lo que debía mantener el
secreto más absoluto para poder lograr una personalidad pura, completa, únicamente
intelectual, libre de los perniciosos contactos directos con el resto de la
humanidad” (VI, 48). “Quiero, anhelo,
una hija autosuficiente… me entusiasma ese incierto aislamiento independiente y
femenino” (MC, 187).
El
encierro voluntario que permite una vida nueva y verdadera lleva ciertamente a
una ausencia, “alejado de la realidad” (MC,
149); incluso al exterior de la casa se alude con indeterminación en algunos
momentos, como si no fuera más que un fondo borroso. “Estaban en aquella casa… Sin
espacio alrededor. Sin realidad ni ignorancia alrededor. Solo fascinación. Y la
sensación de amplitud” (VS, 115-116).
El paisaje lo constituyen árboles y plantas, animales que merodean, aves,
caminos perdidos, o una costa agreste y amenazadora. La naturaleza es el
contrapunto del orden y la civilización. Se muestra hermosa y cruel, implacable,
puede engullir el cuerpo de una mujer; pero también acogerla cuando sufre… De
alguna manera, cabría encontrar ahí una forma alternativa a la vida en sociedad;
algunos de sus valores son deseables para los personajes que se retiran del
mundo. “Pensó que la dignidad de la naturaleza era mayor que la del ser humano.
En ese lugar no había espacio para la mentira, ni para la infidelidad, la
cobardía o la avaricia” (MC, 146); “La
libertad plena: podía internarse en el bosque… Ocultarse. Subsistir sin nadie a
su alrededor. En un espacio en el que no hubiera cabañas ni comunidades humanas”
(VS, 93). Incluso los personajes abogan
por no intervenir en ella. Aunque, finalmente, su fiereza resulta incompatible
con la existencia más refinada que se pretende.
La
voluntad de reclusión, sin embargo, parece más una reacción a la amenaza que significan
los demás que la apuesta por un proyecto. Los personajes no se proponen objetivos
claros. Ocupan días y meses enteros en leer o estudiar, sin muchas
especificaciones –“el arte del pasado”, (VS,
109); “para dejarse crecer el pelo y repasar la teoría de la evolución de las
especies” (VS, 14)–; en pensar sin objeto
determinado: “se dedicaban a observar las sombras móviles de las manchas de los
cristales atravesadas por los rayos del sol…”; “se dedicarían a analizar la
madera de las sillas y las mesas”; “empezar a hablar de cualquiera tema. Dejar
que pasara el tiempo… quedarse así para toda la vida” (VS, 121.122). Adoptan una actitud contemplativa que no busca
construir una teoría sobre el mundo ni alcanzar un conocimiento de sí más
profundo. Se asemeja más bien a un interludio sin principio ni fin sólo guiado
por la ociosidad de una mirada absorta que no concluye en nada ni los
transforma. “Había conseguido su dicha a base de agrietar sus aspiraciones
hasta dejarlas reducidas a la simple contemplación del acontecer diario” (MC, 128). Lo esencial es no decidir, no
tener prisa, no asumir responsabilidades, despreocuparse. Si el paso del tiempo
en algún momento se experimentó como destructor, ahora, en la soledad, uno
puede apoderarse de él, detenerlo, ponerlo a su servicio. “Maquinar nuevas
tretas para no conmoverse. Para lograr que el tiempo se deslizara mansamente
por encima de ella sin apenas producirle un roce en la piel” (MC, 172-3): hacer de la vida una “plácida
navegación que las trasladaba por encima de las cosas sin rozarlas” (VS, 17).
El
paraíso se encuentra en una casa solitaria que nos proteja del género humano,
nos dicen los relatos de Pilar Adón; su acceso es un paso natural íntimamente
deseado, cuyo aplazamiento sólo produce ansiedad. No obstante, una y otra vez
vemos cómo esa solución se halla en peligro. De un lado, por las visitas
inoportunas –que se representan incluso como alimañas: “Se acercarían,
acechantes, hasta el borde de las camas para arrodillarse sin pudor y espiar su
pequeña oscuridad de madriguera infantil” (MC,
90)–, intrusos ante las que sólo cabe ceder momentáneamente, echarlos, alejarse
a casas cada vez más recónditas. O, como opción extrema, el crimen: “El agujero
en que había metido a un hombre que no tuvo otra cosa mejor que hacer que ir a
molestarle con sus preguntas… Ante él, que quería que le dejaran en paz” (VS, 130).
Por
otro, la convivencia de las personas encerradas, nunca alcanza la armonía. Los
relatos analizan su casuística: el encierro de una joven lleva a la dependencia
de otra: “¿Qué se yo cuándo va a volver a abrir?... ¿qué sé yo si ella querrá
verme en su próximo paseo o no?” (MC,
82); o de un marido por su mujer de ánimo inconstante. El deseo radical de
soledad lleva incluso a la petición expresa de que la otra persona muera, a la
que esta accede como a una petición natural; a matar a un padre que puede
perturbar la calma; a prescindir de todo afecto, salvo de algún encuentro
sexual esporádico. En otras ocasiones, amenaza esa autosuficiencia la presencia
de los muertos, que conservan intacto el poder que tuvieron e irrumpen en el
espacio que se creía salvaguardado; ya se trate de un padre despótico, un
hermano, una compañera: “No podía morir dos veces. De modo que Hilda tendría
que resistir y conformarse y compartir
el espacio y el aire con quien tanto decía quererla” (VS, 23); “las manos suaves
que acarician su cara y le retiran el pelo de sus ojos son las de su padre, que
sigue respirando y continúa existiendo” (VI,
80).
Los
cuentos no ignoran el sufrimiento que puede llevar aparejado una vida tan
solitaria, su carácter ascético en ocasiones, la angustia, el deterioro. “¿Por
qué no te casaste nunca?... Podía ver cómo su madre deseaba sonreír
generosamente, con una sonrisa sincera y sugerente que se extendería por toda
su arrugada cara, cada vez más arrugada, y pálida, cada vez más pálida” (MC, 165). “Tal vez sea capaz de pedirle
de una vez que me explique en qué consiste todo esto, tanta confusión y tanto
vacío” (VS, 35). Ocurre que el
encierro resulta a menudo más un pensamiento de felicidad que una experiencia.
Y un factor que malogra esa pretensión es la necesidad de reconocimiento del
otro, de su mera presencia (incluso como un fantasma), de la que nunca puede prescindirse
por completo. Este hecho somete al encierro y a la pretensión de autonomía
absoluta a una tensión enorme. “Que su vida consistiera en abrir cajones de
cómodas. Todo era extraño, pero tenía que encontrar una señal. Cualquiera
indicio que le demostrara que la presencia de su hermano… era un hecho” (VS, 126). “¿Cómo actuar para que aquella
admiración no se extinguiera? Para que no se perdiera... y no se transformara
en una indiferencia que pudiera llevar al desinterés” (VS, 48).
La
pugna del par libertad-autenticidad con sus contradicciones parecería poder resolverse
con el desasimiento definitivo, el de la vida en sus rasgos humanos
reconocibles, para abandonarse incluso llegando a la eliminación del propio
cuerpo: “Y respirar. Manteniendo una serenidad que les hacía indiferentes a
cualquiera caída. Sin rumores internos. Sin materia” (VS, 106). O como en el final del último relato en que, tras
vengarse de su padre, “Eloísa seguiría escapando… Ocultándose sin dejar de
pensar en lo apropiado que sería disponer del don de la ligereza. De la bendita
facultad de alzarse del suelo, desprenderse de la gravedad y ascender” (VS, 153).
Pilar Adón narra de múltiples formas
la huida de un mundo insatisfactorio, el refugio en una intimidad no observada
donde el espacio se reduce y el tiempo se adensa. Sin embargo, es elocuente lo
que ahí se calla: no hay amor, no hay vínculos de afecto ni sexo, no hay
perfeccionamiento o progreso, no hay futuro ni final. Tampoco se habla nunca de
necesidades prácticas como el dinero, que se haría imprescindible para sostener
esa existencia: los personajes no comen, no visten, no necesitan nada. Todo se
resuelve en juegos de emociones, rechazos, ausencias, una anomia solipsista y,
en último término, estéril. La uniformidad de los temas se vuelve, sin embargo,
atractiva por el registro poético de su estilo, su leve intriga en cada caso, los
giros inesperados, las omisiones de información, las alusiones, el vaivén del
tiempo, lo indeterminado, la composición musical por saltos y contrastes de la materia
narrada. La atmósfera de elegancia, distinción, belleza y leve decadentismo en
que participan y que protagonizan los personajes favorece la sensación de
irrealidad de lo que se cuenta y le confiere un aura inasible. No podemos saber
si esas vidas son sólo un sueño, una teatralización de posibilidades ante
nuestros ojos; si ese beatus ille
redivivo, esa vida Au rebours (como
escribió Huysmans) están todavía a nuestro alcance o los cuentos constatan su
definitiva postergación. Con todo, un despliegue tan fiel y minucioso de la
añoranza de una vida diferente no deja de resonar en los relatos de Adón, y
acaso nos interpela en este mundo que padecemos para hacer deseable nuestra desaparición.
“Berta desea ser una de esas semillas que no muestran la cabeza al exterior y
que prefieren pudrirse en la conocida oscuridad húmeda de la tierra nueva. Una
de esas semillas que jamás sentirán el azote del viento ni el calor asfixiante
del sol” (VI, 78).
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