Mi hija ha aprendido a imitarnos. Cuando recibe algo dice “gracias”. Si le lleno un vaso de agua dice “gracias”, si le pongo el plato en la mesa o le acerco una servilleta dice “gracias”, si se le ayuda en cualquiera cosa dice “gracias”. Ha aprendido a responder con esa palabra a cualquiera beneficio que alguien le da. Si la abuela le da un chocolate dice “gracias”. Sabe que a una acción corresponde esa palabra. Es obvio que no sabe lo que significa. Sólo sabe que hay que responder eso. Wittgenstein en sus Investigaciones lógicas dice que no se puede enseñar una regla. Y claro que no le hemos dado explicaciones; mi hija realiza esa correspondencia aunque no sepa su significado, aunque no experimente gratitud. Sólo imita. Lo mismo ocurre al decir “adiós” o “buenas noches” o al mover una mano para despedirse o al dar un beso. Son gestos sin significado. Puros significantes aún no bien determinados. Palabras sociales que los padres practican y que ella sabe que deben realizarse, o que deben tener un sentido en el que ella sólo puede creer.

   Y de pronto, en algún momento, a la palabra se vinculará una emoción. Y aparecerá la gratitud. Vendrá la revolución de los afectos, del amor, del bienestar, las cataratas de emociones. No sé de qué manera despertarán a su conciencia. Y para entonces ya estarán las palabras ahí, como el cauce de esa agua de vida que ha de manifestarse.

 

 

 

(6 marzo 2011)