Ser joven hoy probablemente sea uno de los oficios vitales más difíciles de llevar adelante en nuestro mundo. Muchas son las voces que desde el desconocimiento y la lejanía claman por una cierta desvergüenza juvenil, que se mezcla con vaguería y falta de empuje para lograr lo que otras generaciones hemos logrado a golpe de mucho tesón. Es como si la marca del esfuerzo se repartiera por generaciones, y a la actual generación joven se le haya negado.

            En un reciente estudio de Fundación FAD Juventud y Fundación Pfizer se ha profundizado en el estado emocional y vital que atraviesan los jóvenes de 15 a 29 años en España. En relación con una encuesta similar que se hizo tras el confinamiento de 2020 los resultados no dejan de ser un tanto sorprendentes, especialmente para los catastrofistas instalados en la queja.

            En dicho estudio se percibe una reducción del pesimismo si se compara con la primavera de 2020. Ciertamente, la pandemia que hemos atravesado ha supuesto un gran impacto para estos jóvenes, que ha devenido en cambios personales importantes. Para casi el 56% de los jóvenes estos cambios creen que serán permanentes y positivos. En medio de la sensación generalizada de que tal vez hemos salido dela pandemia sin haber aprendido lecciones que nos hayan cambiado algo la vida, en términos generales, aparece una muestra no menor de jóvenes que afirman lo contrario. La pandemia les ha cambiado, y para bien.

            ¿En qué se traduce ese cambio? El estudio destaca tres fortalezas. En primer lugar, se han hecho más conscientes de sus vidas. Tomar consciencia significa que han sabido poner el oído a los pies de una realidad cambiante y compleja y están sabiendo escuchar cómo han de situarse en este nuevo escenario. Esto no es fácil, y más cuando ese escenario se aleja de los intereses y necesidades de los mismos jóvenes. La precariedad laboral, la dificultad para independizarse de sus familias y hacer un proyecto de vida autónomo, la ley de la competitividad que convierte esta sociedad en campo de batalla permanente o el uso distraído de las redes sociales son factores que desaniman, y al mismo tiempo, conducen a una toma de conciencia mayor.

No es de extrañar que el segundo factor positivo que señala el estudio es el aumento del sentido de la responsabilidad. Y solo se puede responder desde el acopio de nuevas posibilidades que cada cual va descubriendo. Así, nos encontramos ante la generación más preparada, con más títulos universitarios y habilitaciones en otros idiomas, y -simultáneamente-  con grandes dificultades para acceder al mercado laboral. A pesar de ello, ese sentido de responsabilidad no disminuye, sino que crece en la adversidad.

La tercera palanca positiva que dicen experimentar los jóvenes se centra en que sus relaciones sociales han mejorado. De modo especial encuentran en la familia y en las amistades un colchón de seguridad que apuntalan una estabilidad emocional necesaria. Ciertamente también aparece el dato preocupante de que casi uno de cada cuatro jóvenes presenta problemas psicológicos relevantes. Lo más importante, a mi juicio, es la capacidad para reconocer la propia fragilidad. No hay intención de disimular o aparentar.

En mi encuentro cotidiano con jóvenes universitarios he tenido la posibilidad de comprobar las apreciaciones de este estudio, y la realidad me está mostrando que nos encontramos ante una generación joven que, teniendo un panorama muy oscuro, están afrontando el reto de vivir con altura de miras. Preocupados, sí; y cargados de razones para seguir adelante, también.

Esta generación ha de tomar decisiones en las próximas décadas sobre aquellas cuestiones que hoy los adultos no tenemos la audacia de afrontar. El cambio climático está ahí, y los jóvenes lo saben. Muchos de ellos en sus vidas corrientes han asumido compromisos personales y callados para hacer de este mundo un lugar más habitable. Se desmarcan del consumismo como sistema de vida, ser vegetariano deja de ser noticia entre ellos, la austeridad es su modo de gastar. Algunos de ellos, además, colaboran en la esfera pública desde el compromiso social intergeneracional.

            En medio de la incertidumbre de este tiempo, contamos con jóvenes anclados en la necesidad de crecer como personas y de humanizar la vida cotidiana. ¡Qué buena noticia!



                                                                                [Publicado en Revista Humanizar, nº 186 (2023)]




Luis Aranguren Gonzalo. Nací en Madrid en 1959. Soy doctor en Filosofía y licenciado en teología. He itinerado como profesor de instituto, más tarde en el tercer sector y en el mundo editorial. Actualmente trabajo como consultor y formador, al tiempo que doy clases como profesor asociado de ética en la Universidad Complutense. He escrito libros de ensayo sobre campos diversos y convergentes como la ética y la antropología; la pedagogía y el mundo de la solidaridad y el voluntariado. A todos esos mundos me acerco desde la experiencia puesta al servicio de un pensamiento en acción que besa la calle, las movilizaciones y las utopías, más que el rigor académico. Alguna muestra: El reto de ser persona (2000), Humanización y voluntariado (2011), Es nuestro momento. El paradigma del cuidado como desafío educativo (2021). Desde hace años me apasiona el desarrollo de la ética del cuidado como nuevo paradigma al que los seres humanos somos invitados para convivir y no solo para sobrevivir.