Carlos Castán (Barcelona, 1960) ha publicado los libros de cuentos Frío de vivir, 1997 (FRI); Museo de la soledad, 2000 (MU) y Sólo de lo perdido, 2008 (SO).

             Todos sus relatos surgen de la voz narradora, siempre en primera persona, de un joven que identificamos invariante en ellos como si se tratase del mismo o de una idéntica sensibilidad frente a la vida. Alguien que quiere dejar el testimonio de una biografía amorosa llena de pasión, sexo, desencuentros, violencia, desencanto, infelicidad. Al término de esas narraciones comprendemos, a la vez que el personaje, lo vivido, su identidad como suma de esos jirones de la memoria y la situación final a que ha arribado.

            El niño que será luego el joven de los relatos vive marcado por la sociedad del franquismo; con su habitual recurso a la enumeración, Castán hace esta semblanza generacional: “lo que… como tantos otros nacidos en torno al año sesenta, nos tocaba… eran aquellos desfiles con flores a María y el confesonario en la madrugada y el deseo condenado y aquel silencio asfixiante y espeso que lo envolvía todo, el amor culpable, los libros de Formación del Espíritu Nacional, las revistas francesas escondidas bajo el colchón” (SO, 186). Una vida sentida por él como un encierro: “Al futuro dejará de contemplarlo como a un gran bloque de cemento detenido, colosal y helado ante sus ojos” (FRI, 156); “«La vida por delante» era la frase más dolorosa que conocía” (FRI, 81). Un adolescente que apenas encuentra alivio en las salas de cine, que le despiertan ilusiones quiméricas: “los mundos que pudieron haber sido el mío, mujeres y automóviles, champán y acantilados… aquellas películas fueron moldeando la forma de mi deseo” (FRI, 113); siendo así “las mejores películas, los mejores momentos los he vivido ahí dentro, mientras el vacío del mundo se desplomaba sobre una ciudad en agonía” (FRI, 141). La estrechez y grisura de la época se agudiza en la atmósfera de las poblaciones pequeñas donde los protagonistas desarrollan la primera etapa de su existencia: “lo que esta ciudad enana, grotesca caricatura de una ciudad de veras… ha terminado por convertir la historia de mi vida: en algo barato y adocenado que se trajina por lotes, como la fruta magullada y podrida”. “Existe una clase de horror que sólo se respira en las ciudades de provincias… un buen número de personas se mueren mucho antes de morirse” (SO, 119).

            El joven que empieza a vivir busca alternativas mediante la adopción de cierta pose rebelde, el sexo y los viajes: todos ellas maneras de huir: “No nos costaba trabajo meternos a vivir en las páginas de Rayuela, inventar en cualquier piso de las afueras un triste club de jazz, una biblioteca prohibida… Dormíamos en colchones tirados por el suelo y en un rebullo quedaban nuestras camisas caqui compradas en El Rastro, un libro de Mao, una vieja boina como la del Che” (SO, 186). Con todo, siente que son simulacros de una vida que no llega a alcanzarse, escaramuzas para un triunfo mediocre, de escala menor: “por un lado nos sentíamos al borde de un montón de revoluciones posibles… permanecer aguantando con las fuerzas justas en una isla sitiada que, para colmo de males, tenía todo el aire de un torpe decorado de café cantante… Nuestro desprecio no bastaba para casi nada” (MU, 167-8). A menudo, la única salida parece ser la evasión de esa asfixia vital, alguna vez emprendida; las más, únicamente soñada: “Resulta que íbamos a ser felices. Recorreríamos el mundo hasta cansarnos en trenes imposibles de un océano a otro, caminaríamos de la mano por todas las calles… haríamos teatro, acuarelas, canciones y nunca se apagaría esa luna que entonces nos iluminaba” (MU, 181). “Las carreteras perdidas por las que podríamos huir, con mis pies en el salpicadero del coche, con una lata de cerveza abierta”. “Nuestra visión del paraíso entonces: un mapa de carreteras extendido sobre las sábanas” (SO, 93. 94).

            Un lastre de la infancia, el miedo y la culpa, marcan además la existencia entera de ese personaje encarnado en muchos de los cuentos: “Un hombre es sólo pasto de la culpa, y del miedo a la culpa… y su desorden de dientes envenenados esperándote con ganas debajo de la almohada” (MU, 107). “Una sombra de culpa, como de reminiscencia de mi vida pasada… siempre con su libertad herida de muerte por una conciencia en poder de fantasmas” (MU, 124). Encontraremos estos sentimientos una y otra vez repetidos, que cada vez torturan al protagonista, haciéndolo dudar, debilitando su deseo de exprimir la vida al máximo. “Mi vieja sed de intensidad, de mis ganas de que ocurriera algo... No le dije de cómo la culpa me atenaza apenas empiezo a ser un poco feliz ni de la enfermiza añoranza de madriguera y casi de cadenas” (SO, 93). “Toda esa sed de intensidad que provoca los más descabellados delirios de huida, amores fugitivos, trenes desbocados, remotas palmeras flanqueando las sendas de un mundo imposible de muchachas y ron… Cruz de duda. Culpa por no vivir y por la posibilidad de vivir” (SO, 150).

            Los cuentos de Carlos Castán no ofrecen matices. Hay dos formas de vivir, una es intensa, salvaje, extrema, de “atención al espíritu, cuyas rutas más hermosas no se conciben si no rozan la muerte” (FRI, 105); y otra acomodada, rutinaria, derrotada: “Me mantenías amarrado a una vida tranquila de proyectos domésticos y canciones compartidas” (MU, 78). La elección entre ambas y en la que uno se juega todo lo que podrá ser puede plantearse de improviso: “A veces es como un fogonazo… el sueño de tu vida futura, la promesa hecha carne, está allí… sólo con que cruce al otro lado de la calle ya no será posible volver a encontrarla nunca más” (SO, 141); sabiendo que no será posible la rectificación, ni la ocasión para decidir de nuevo. Cuando un viajero, en uno de sus relatos, se arrepiente de no romper con su familia por un nuevo amor constata lo irreparable: “su vida se redujo a la búsqueda de una segunda oportunidad que nunca llegaría” (FRI, 20).

El deseo de intensidad se concreta en la experiencia amorosa. Los personajes de Castán nunca buscan dinero, la realización profesional o el éxito; todo eso queda desacreditado por omisión, como sabiendo de antemano que no podrán ofrecer la verdadera dicha. El amor es lo único necesario, el polo que orienta la existencia por completo hasta el punto de sojuzgarla a su poder: “El amor… ese intruso demente que se te mete hasta el fondo de donde nadie le espera” (SO, 53). “Si se tuvo el infortunio de amar, todo ya es declinar y ensombrecerse” (FRI, 76). Nuestro autor relata en varias ocasiones el delicioso trastorno del enamoramiento que ofrece al personaje el paso a una vida nueva llena de expectativas: “Marta, aquí y allá… ahora una carcajada, de flor en flor, una broma, un beso en el aire, ahora la melena vuelta de golpe hacia atrás” (MU, 11). “Esa mano flácida que me tendías era ya el primer castigo, el primer dolor que me arrojaste… aprendía trabajosamente a respirar bajo la presión de tu belleza cruel… cuando el vuelo de tu túnica azul giraba en torno a mi humillado ser sobrecogido” (FRI, 82). El estilo recoge esa sensualidad, esos instantes de belleza y esperanza. El joven busca una mujer apasionada que podrá colmarlo y rescatarlo de una existencia vacía a cambio de la entrega a una pasión casi invariablemente llevada al límite. “Esa era la mujer que siempre había querido encontrar… la que sabe acariciar con ternura y a la vez grita y rompe vasos y camina descalza sobre los cristales rotos, y a veces regresa y otras se pierde”. “Un oscuro ángel de perdición” (SO, 18.19). “Muslos salvajes e insulto a flor de piel… toda ella parecía un hermoso y brumoso pecado” (SO, 153). Superada la magia del primer encuentro, Castán no nos ofrece narraciones de amores logrados y felices; las relaciones de pareja no se consolidan nunca y, si lo hacen, es para encallar en una vida plana y convencional que apenas se soporta: “Le pregunta por el escondite de la camisa de cuadros. Está sucia, finge enfadarse, se insultan un poco para empezar el día. Todo normal” (FRI, 94). Frente a esta decepción que no hará sino imponerse, no hay otra alternativa que abismarse al verdadero sabor de la experiencia amorosa, que sólo existe aceptando ese componente de peligro, de exposición al dolor y al éxtasis: “Porque sé que un amor que no te haga estallar los vasos contra las paredes, llamar a gritos al amanecer, asesinar a alguien o caminar descalzo sobre brasas o hielo ni es amor ni es nada” (FRI, 89). Esta emotividad desatada explica que, cuando se frustra, desate los comportamientos más desesperados y hasta viles; los protagonistas se entregan a escenas de violencia desproporcionada que puede llevar al homicidio, incluso de niños, como venganza a causa del amor (FRI, 52. MU, 71); escenas que, si bien argumentalmente no siempre sean muy convincentes, expresan toda la ira de la insatisfacción. Un dolor que también puede desembocar en la locura que conduce al suicidio –en todos los casos, de la mujer– cuando ese amor que la arrastra no es acogido (FRI, 107; FRI, 115).

El amor implica la entrega radical al otro aunque nos arroje a la vulnerabilidad. Visto desde la perspectiva masculina, conduce al hombre a depender de la mujer y los vaivenes de esa relación. “Siempre vi en todo amor la sombra indecorosa de una impotencia, ya sabes, cosas del tipo no soy nada sin ti” (SO, 54). “Has vuelto y me perdonas, y exterminas este tiempo de negro extravío… Y vuelves a llenar… suave hada reaparecida en este nido de batallas, mi vida de tu perfume y de sentido” (SO, 105). El amor así entendido significa, por su propia naturaleza, lanzarse a una aventura radical y absoluta, siempre en desequilibrio, del que penderá la existencia. Castán examina con detenimiento sus avatares: la pérdida de su impulso, la inseguridad, las heridas infligidas, los abandonos, el arrepentimiento, los intentos inútiles de remediar los errores; episodios inevitables que finalmente rompen la vida del que ama o es amado. Así como también deja constancia de los reencuentros, las continuaciones fallidas, la huella del otro en la propia vida. Castán practica con maestría una retórica romántica absolutamente eficaz que nos envuelve en su ritmo para sumergirnos en los lados más oscuros y lamentables de la pareja. “Que habría sido una persona distinta si tú no me hubieras amado y abandonado y que esta tristeza que ahora me inunda y me define lleva tu dulce firma y me acompaña siempre, la tristeza que se me quedó en los ojos, la que atraviesa mis sueños, con la que pateo latas al andar” (MU, 36). “El abandono es el aire gris en que me muevo, el húmedo país que habito” (FRI, 88). “Amar a lo mejor es eso… Haber sufrido una invasión de bárbaros invisibles ante cuyas sucias espadas inclinamos la cabeza… El amor… te hace acabar siendo quien en realidad no puedes ser, es decir, otro” (MU, 82). “El amor como una herida caída desde el cielo, con su dolor de vientre y su borrachera de eternidad” (MU, 177). La convivencia se vuelve imposible, los deseos nunca logran conciliarse; los amantes son juguetes de sus emociones, de las casualidades del tiempo y el destino. Ambos sufren y se exasperan, aguardan un cambio, se frustran; la ruptura se hace ineludible. Los cuentos despliegan las múltiples formas de esas derrotas. “Si me quedo con ella… me despertaré… preguntando por qué no viví… Si te convenzo de huir… lamentaré una y mil veces haberlo tenido todo y haberlo echado a perder” (FRI, 77). La experiencia se alarga a veces en una interminable agonía: “los últimos coletazos sin vida de un amor al que le han sobrevivido sus propios gestos, como las uñas y el pelo de los muertos continúan creciendo largo tiempo” (MU, 173).

El amor que nos narra Castán puede llevar también a realizar actos canallas, como hemos visto. La violencia de la pasión se aplica ahora al repudio, al rechazo más cruel. Un hombre atropella a una mujer para retenerla; cuando esta queda en una silla de ruedas, se hace novio de la hermana (SO, 142); no se recibe a la joven pobre con un niño deficiente (MU, 48), la exnovia desequilibrada es arrojada a un contenedor de basura donde muere triturada: “Allá se iba, calle abajo, una parte sobrante de mi pasado” (MU, 87); otra es abandonada enferma en un banco para que la recoja su único tío, quien la violó de niña. De nuevo se nos muestra la tajante oposición: cuando la persona amada se pierde para siempre, su ausencia pervivirá como dolor en el recuerdo o será ya nada más que un obstáculo del que deshacerse. “La humanidad de mi compañera de vivienda estaba haciendo desvanecerse a la suave diosa que un día quise traer a vivir conmigo” (MU, 119).

El deseo del niño de otra vida que se concretó, cuando joven, en la búsqueda absoluta del amor termina invariablemente en el fracaso. El personaje que resulta es un ser errante, cubierto de heridas, culpa y derrotas. “Uno cree que la vida va a discurrir siempre hacia adelante y de repente se encuentra como el nadador que se agota en inútiles brazadas sin avanzar un palmo” (FRI, 69). Hay una constante estética del sufrimiento configurado por callejones, precariedad, alcohol y soledad. El fraseo lírico y musical de Castán va dejando caer las imágenes de esa perdición: “Puestos a vivir querré vivir en este universo venéreo, de licor a granel… moriré… acompañado por un par de fieles indeseables” (FRI, 133); “que no se callen los violonchelos de tu desdicha ni los perros del dolor que te ha apresado, entonces tu mirada perdida y tu silencio atroz, las calles vacías de la madrugada… huellas de sonámbulo, viento de derrota” (SO, 55); “Mi vida se venía abajo… quería sentir a solas ese dolor que me pertenecía como ninguna otra cosa en el mundo… las cervezas de más, las caricias de menos, todas las palabras… rotas en la garganta, las noches sin rumbo, la tinta derramada” (SO, 102). Una situación que se resume en la palabra tristeza: “La figura solitaria de una gris acuarela. La tristeza se le atrincheraba dentro… vencido prematuro, propenso a morir” (SO, 137).

La biografía personal consiste, por tanto, en una colección de experiencias amorosas que han resultado tantas como heridas que permanecen en el recuerdo. Hay una reivindicación de la memoria doliente: “Cada miedo en el alma y el verdadero peso de las renuncias que, amontonadas unas sobre otras, fueron componiendo el esqueleto de nuestra pobre historia… Esas sombras son nuestra vida” (SO, 121); “Los peores recuerdos que me asaltaban a veces como formaciones de insectos en la oscuridad, fotogramas fugaces” (SO, 103); “No existe la manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas” (MU, 188). El olvido es la mayor tragedia, casi diría un tabú, pues con él desaparecen las personas. No puede consentirse (y los narradores se cuidan siempre de citar, antes que fechas –que ocuparían un pasado sin límites precisos–, los nombres de ciudades, calles, tabernas, librerías por donde se ha vivido). Y esto aun cuando, viviendo en el ensimismamiento de sus propios amores, haya personajes que se asombrar de haber dejado un recuerdo en otros: “Pensé en la vida que habría vivido yo dentro de su cabeza, un vida que desconozco totalmente… Me pareció increíble ser alguien o algo más allá de mi carne y de mis propios sueños” (SO, 83). “Le produjo un gélido placer ser a su vez fantasma en memoria extraña” (FRI, 106).

La memoria es a veces objeto de un extraño coleccionismo de estampas que practica el personaje y sólo mediante el cual puede asegurarse de haber tenido una existencia real, aun rica –aun cuando carezca de valor práctico: no sirve como maestra para la vida, no evita errores ni protege de desvaríos–. Por eso, la memoria tiene el poder de definir nuestra identidad: “Al fin y al cabo, soy eso, la colección de instantes que decidieron quedarse” (MU, 178). “Uno nunca sabe qué pasado le espera… quién va a tener que ser, quién ha sido, definitivamente, para el mundo y para sí mismo, ni cuál será el recuerdo que le desvele hasta el final de sus días” (SO, 47). “Nada como ellos [los recuerdos] determina tan resueltamente su manera de ser, ocupa su tiempo y condiciona sus sueños” (FRI, 99). Los recuerdos ejercen su fuerza fatal cuando dejan constancia de la derrota sucedida en el amor. Entonces ese pasado se vuelve insuperable, no se contempla un más allá ni siquiera en los años de madurez; el estancamiento es definitivo y el futuro queda clausurado; ante el fracaso y la pérdida de la relación amorosa nada puede ofrecer ya la vida. “Que vivir es un ejercicio triste es algo que he sabido desde siempre” (FRI, 81). Los libros de Castán exaltan el poder del amor que es paso del vacío de vivir a una salvación efímera que caerá en una nueva, casi inevitable y esta vez definitiva, condena. Ante ello no cabrán subterfugios, cada historia nos convoca a contemplar el pasado, del que aflora una íntima verdad que sólo cabe mirar intensamente y en la que no hay redención, sino lucidez y desconsuelo: “Hemos de reconocer que la vida va siendo el regusto que deja la vida… Instalado con resignación y calma en el horror de vivir… lamentó solo en interminables noches el fracaso de su vida, de todas las vidas” (FRI, 101).