En
algún momento, mi mujer y yo moriremos. Y dejaremos a mi hija sola.
Hago mis cálculos, claro,
a qué edad sucederá eso y qué estabilidad habrá alcanzado ella entonces.
Estimaciones absurdas que, sin embargo, me tranquilizan. No tiene hermanos y
algo así como un cielo bajo de estéril intemperie es lo que me imagino. Su
soledad. Y para ese trance a muchos años vista –confío–, quisiera prepararla.
Ese es el dolor inevitable que deberá asumir. Y aún hay más.
El regalo terrible para un niño al darle la vida es saber que se hará cargo de su consecuencia: la muerte. No dejo de pensarlo. La idea puede inmovilizar hasta el punto de la renuncia a tener hijos. Me consta, he leído textos en que algunos razonan así; más aún, llegan a acusar a quien los tienen de egoísmo, insensibilidad, injusticia... (Schopenhauer ya lo hizo).
Esa evidencia del fin, contra esa evidencia absoluta del fin,
el género humano ha seguido obcecadamente dando vida a nuevos seres. Como un
desafío. Hay algo de locura en ello. En el vacío del cosmos, en un planeta
minúsculo y aislado, una especie consciente persiste en continuarse a sí misma a sabiendas
de que esos individuos, a los que ama en cada caso, no pervivirán.
Deseo, por sobre todas las cosas, que ella también agradezca, cuando sea capaz de pensar sobre ello, este regalo que le entregamos ; de la misma manera que yo también así lo he recibido.
Mi
hija ahora mismo juega con la arena en compañía de otros niños con los que
comparte espacio y juguetes. Ajena a todo lo que yo sé.
Espero
que en ese momento ella también dirá que sí.
Yo también afirmo el
regalo de la vida, de esta vida, el don del puñado de instantes en que
estamos siendo, y la alegría de ser
en ese soplo de tiempo; aunque no creyera en nada más.
(26 febrero 2011)
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