La figura de Iósif Vissariónovich Jugashvili, más conocido como Stalin, parece provocar el mayor de los consensos. Se suele coincidir en que fue un dictador sin escrúpulos, criminal y genocida. A tales atributos políticos se les añade casi sin excepción una larga lista de cualidades personales, todas ellas negativas: psicópata, mediocre, incompetente, paranoico, sanguinario… Como es lógico, el periodo de gobierno de Stalin estaría por tanto caracterizado por rasgos similares: una época oscura, de terror, de hambre y persecución, en la que nada, o casi nada, positivo ocurrió en la Unión Soviética. El balance, por consiguiente, tanto de Stalin como de su gobierno sería no sólo tremendamente nefasto, sino más bien horrendo.
En realidad, la imagen que proyecta el dirigente soviético en el mundo de hoy no es, y nunca lo fue, por cierto, única. El tal presunto acuerdo unánime sólo parece estar firmemente asentado en la opinión de la intelectualidad y de gran parte de la sociedad de los países centrales del sistema capitalista, en cuya periferia se coloca precariamente el nuestro.
Por contra, en otros territorios del planeta la percepción que se tiene del revolucionario georgiano y de su legado no es unívoca. En la Rusia actual se encuentran por millones los que conservan una buena opinión del mandatario comunista y de su labor política, a pesar de que se supone que, según el discurso dominante en países como el nuestro, el pueblo ruso y el resto de los pueblos soviéticos no fueron más que las primeras y principales víctimas de este “demonio rojo”[i].
De igual manera, en la fecha de su fallecimiento millones de personas salían a las calles de las ciudades y pueblos de la Unión Soviética para expresar su dolor. Y no solo en la URSS se lloraba al finado sino también en buena parte del planeta. Incluso en Israel, patria de uno de los colectivos supuestamente víctima de Stalin, se sucedieron las muestras de desconsuelo.
¿Cómo es esto posible? Domenico Losurdo en su libro Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra[ii] intenta internarse en este misterio.
Losurdo, fallecido en 2018 a la edad de 76 años, ha sido uno de los pensadores más importantes de la Italia reciente. Sus inquietudes abarcaron diferentes ámbitos, aunque destacó por su acercamiento a la filosofía alemana y a la política contemporánea, particularmente la de su país. Stalin y su época también fueron materia de su estudio, como prueba el título que comentamos.
“Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra” defiende una idea que se manifiesta desde el mismo título: la figura histórica de José Stalin y el periodo que su figura presidió han sido objeto de una estrategia propagandística de descrédito permanente y persistente llevada a cabo por sus enemigos políticos. Por consiguiente, el contenido y los mensajes de esa fábula siniestra difieren de la realidad histórica total o parcialmente.
Losurdo afirma que existen tres fuentes principales de ese gran relato descalificador, todas abiertas en bando hostil. La primera de ellas, el gran rival en la lucha por el poder soviético, León Davidóvich Bronstein (Trotsky), y por extensión el movimiento que encabezó, la llamada en su momento, “oposición de izquierdas”. La segunda es la sovietología estadounidense, ampliamente controlada por los servicios de inteligencia de los EE.UU. desde el estallido de la Guerra Fría. Y la tercera, el célebre Informe Secreto, leído por Nikita Jruchof en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956 y difundido por todo el país de manera rápida y extensa. Losurdo ubica el discurso de Jruchof en el centro de las ásperas disputas por el control del partido y de la URSS que en el seno de la dirigencia soviética se inicia tras el vacío de poder que surge al fallecer Stalin en 1953. El Informe habría sido pues un eficaz instrumento de propaganda utilizado contra los hombres cercanos al círculo del dirigente desaparecido que luchaban por conservar su influencia, un arma política esgrimida contra una “nomenclatura” que se resistía a ceder y que sería utilizada, aún lo sigue siendo, fuera del ámbito soviético y postsoviético profusa y largamente por los enemigos no solo de Stalin sino de la experiencia socialista.
El libro que comentamos desgrana las principales acusaciones que contra el dirigente soviético lanzaron sus adversarios y, con el apoyo de fuentes directas y de la historiografía especializada demuestra la falsedad de algunas de ellas, como por ejemplo las referidas a la incompetencia militar de Stalin[iii], su antisemitismo, su participación en algunos célebres crímenes perpetrados contra altos dirigentes comunistas, la planificación y puesta en marcha de hambrunas exterminadoras o la supuesta paranoia sanguinaria; igualmente denuncia el carácter tergiversador de otras, como sin ir más lejos, la dilatación de las cifras de fallecidos víctimas de la represión del régimen, los supuestos genocidios o el carácter permanentemente dantesco y homicida del "gulag"[iv]. Pero quizá tan importante como ello sea el esfuerzo contextualizador de ciertos aspectos de esta leyenda negra, en la que Trotsky y los mal llamados trotskistas, no tuvieron un papel menor. Al hilo de ello, Losurdo recuerda que el mismo tipo de acusaciones que Trotsky lanzó contra Stalin en los años 30 y 40, fueron esgrimidas contra él mismo por parte de los adversarios de la revolución bolchevique en el transcurso de la década anterior.
Es necesario tener en cuenta, en definitiva, que durante la mayor parte de la época estaliniana se sigue desarrollando un proceso revolucionario aún en ebullición, cuya dirigencia, casi desde el inicio de la experiencia de gobierno, se va quebrando poco a poco cayendo en disputas internas que, tras la muerte de Lenin, desembocarán en una lucha a muerte protagonizada principalmente entre la oposición de izquierdas liderada por Trotski, con el apoyo de otros dirigentes, y el gobierno soviético, encabezado por nuestro protagonista. Losurdo habla de “guerra civil latente” en el seno del comunismo, idea que recoge del propio Bronstein, las huestes del cual en los años veinte y treinta están infiltradas en la administración, en las tropas (recordemos que el Ejército Rojo es obra de León Davidóvich), en los servicios secretos, y por supuesto en el Partido. Una guerra civil permanente que desciende a la militancia comunista e incluso a la escala de las propias clases trabajadoras. Así se va desarrollando lo que algunos han llamado, en analogía con el Terror de la Revolución Francesa, el Gran Terror soviético. La represión, muy violenta, cruel, en ocasiones utilizada para solventar querellas personales, no es ciega e indiscriminada, o producto de la mente maligna y sádica de un individuo, sino que responde a la reacción no solo del Estado contra la oposición[v], sino también y con frecuencia a la de una parte de la clase trabajadora contra los que ésta estimaba enemigos del pueblo soviético.
Mas la violencia del periodo estaliniano no solo se explica por la crisis en el seno del bloque de poder. La hostilidad internacional de la que se vio rodeada la experiencia socialista tanto desde el punto de visto político como geoestratégico, que se tradujo en una serie de agresiones bélicas de un buen puñado de países, y las conexiones de algunos cabecillas de la oposición con esas potencias enemigas explican también la respuesta furibunda contra una disidencia que impedía la consolidación no solo interna del proceso soviético, sino la estabilidad dentro de un contexto internacional extremadamente delicado.
Para poder interpretar de manera íntegra la época estaliniana Losurdo, siguiendo a algunos historiadores, acepta la conceptualización teórica que se ha venido nombrando como “Segundo periodo de desorden”, una etapa marcada por extremos enfrentamientos de furor implacable, que comienza con la Primera Guerra Mundial y que se enraíza en la década anterior con el estallido de la revolución de 1905, si no antes con las extremas crueldades del último zarismo contra las clases trabajadoras, las minorías étnicas y los pueblos conquistados en su expansión exterior. Al igual que el zar Pedro el Grande acabaría con el Primer Periodo de Desorden, Stalin, en opinión del pensador italiano, finalizaría con ese Segundo Periodo, cuya violencia primera hay que situarla en los detentadores del poder político, económico y social aristócrata-burgués, y que explicaría en parte los excesos revolucionarios posteriores, no sólo comunistas, por cierto. La violencia estaliniana fue en ese contexto una más entre otras tantas, heredera de las anteriores, instrumento inevitable del poder soviético para acabar con todas ellas, cosa que finalmente logra.
En conclusión, a pesar de haber transcurrido casi quince años desde su publicación en España, y a la vista de la inamovible y monolítica opinión que en Occidente sigue habiendo de este periodo histórico y del personaje que lo lideró, el libro de Domenico Losurdo sigue siendo muy necesario para todo aquel lector que desee escapar de la estéril influencia de la propaganda.[vi]
[i] En febrero de 2016 la BBC intentaba explicarse, y de paso explicar al mundo entero, las razones de esta buena imagen de Stalin en Rusia. Ver https://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/02/160225_stalin_rusia_resurgimiento_ac. Percepción que no ha hecho más que mejorar desde entonces. Consultar por ejemplo esta nota de Europa Press tres años posterior: https://www.europapress.es/internacional/noticia-nivel-aprobacion-stalin-rusia-niveles-maximos-20190416163702.html
[ii] Losurdo, Domenico: Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra. Barcelona, El Vejo Topo, 2008
[iii] Acerca de la manera en que Stalin trabajó con el Estado Mayor del Ejército Rojo durante la Segunda Guerra Mundial resulta interesante, si no imprescindible, consultar las memorias del mariscal Zujof. Por supuesto se encontrará el lector con una imagen del gobernante soviético alejada del tópico denigrante. Ver Zhukov, Gueorgui, Memorias y reflexiones, Moscú, Editorial Progreso, 1990.
[iv] Losurdo no niega la ignominia de ciertos campos de prisioneros y de ciertos episodios criminales que ocurrieron en algunos de ellos, e igualmente cita la muerte por hambruna de los prisioneros de los campos. Sin embargo, el filósofo italiano afirma que aquellas crueldades intolerables fueron la excepción, no la norma, que no respondieron a una política del gobierno soviético y que incluso éste, cuando tuvo conocimiento de los hechos, intentó atajarlos, castigando a los responsables. En cuanto a las muertes por inanición, tampoco fueron causadas por el régimen socialista sino por el Ejército alemán y su bloqueo sistemático de ciudades y otros territorios y recuerda que, por esa misma causa, a la vez que morían los presos de hambre, morían también cientos de miles de ciudadanos soviéticos privados de los recursos más imprescindibles para la supervivencia. Por otro lado, niega que el Gulag pueda compararse al universo concentracionario nazi, típica acusación lanzada por los intelectuales anticomunistas, y afirma que este último muestra más paralelismos con los campos de prisioneros de tipo racial o político que las potencias capitalistas montaron en sus colonias (o en las propias metrópolis) durante los siglos XVIII, XIX y XX. Cita ejemplos de EE.UU., Reino Unido, Canadá, Italia (en Libia) o Francia (en este último caso, por cierto, las víctimas fueron de origen español, tras la derrota del Ejército Republicano). No cita, pero lo hago yo, los campos que España organizó en Cuba. Javier Rodrigo, en Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947 (Ed. Crítica, Barcelona, 2005), dedica unas páginas a repasar la experiencia concentracionaria, llegando a la conclusión de que este tipo de prisiones masivas ha sido utilizado tanto por los sistemas por él llamados totalitarios como por los “democráticos” (las comillas son mías) y sitúa el primer antecedente moderno en la Guerra de Secesión estadounidense. Losurdo, en cambio, ubica los primeros campos de trabajo forzado de prisioneros en las colonias británicas del siglo XVIII.
[v] Oposición no sólo troskista. A ella hay que sumar las conspiraciones de militares en contacto con potencias extranjeras, la de los “kulaks” contrarios a la colectivización, la de los grupos anarquistas que se alejan del proceso revolucionario soviético, o incluso la de las huestes de simpatizantes del nacionalsocialismo, cuyos herederos políticos, por cierto, son hoy generosamente armados por las potencias occidentales en el conflicto ucraniano.
[vi] Para conocer algunas de las últimas aportaciones historiográficas y el rico debate entre investigadores de diferentes tendencias que José Stalin y su labor siguen suscitando remito a Sánchez Resalt, Ana María: “Debates historiográficos sobre el estalinismo en lengua inglesa” en Ayer, n.º 110, Madrid, 2.º trimestre de 2018, pp. 313-329.
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