Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945) es autora de los siguientes libros de cuentos que estudiaremos aquí: Mi hermana Elba, 1980 (MHE); Los altillos de Brumal, 1983 (AB); El ángulo del horror, 1990 (AHO); Con Agatha en Estambul, 1994 (CAE) y Parientes pobres del diablo, 2006 (PPD): recogidos en Todos los cuentos (2008) –edición por la que se citan– junto a otro relato; dos cuentos en la obrita: El vendedor de sombras. El viaje, 2009 (VV) y La habitación de Nona, 2015 (HN).

Se adscribe a nuestra autora en el género narrativo fantástico. Relatos en los que se aparece un fantasma en una reunión (AB, 143), un reloj de pared ejerce su dominio sobre la familia de la casa  (AB, 95) o se escucha la voz de Agatha Christie (CAE 341) lo justifican. Sin embargo, son mayoría los que entran de lleno en el realismo por más que puedan narrar hechos que cabe situar en lo extraño: la invención de un pueblo exótico (HN, 135), el perverso trastorno del lenguaje que provocan unos padres en su hijo (MHE, 43) o los enredos de quien finge tener un hermano gemelo (AHO, 191). Lo que caracteriza a Fernández Cubas, en todo caso, es la atmósfera misteriosa con que envuelve sus narraciones y en que se aluden posibilidades insólitas. Una muestra: “El final de Barbro” (HN, 79-117) trata el conflicto de tres hijas con la segunda mujer de su padre, pues ella lo aparta de sus vidas. Después, el padre muere, la mujer desaparece y, cuando esta también fallece, las hijas se niegan a reconocer el cadáver como venganza. El relato se adereza con motivos inquietantes: las tres han aprendido desde la infancia a mirar sin ver, la mujer se describe como enigmática y seductora, las hijas sospechan que aparta a su padre con aviesas intenciones, incluso creen encontrarlo a él redivivo cuando sólo es alguien que se le parece.

Los relatos son extensos; suelen comenzar con determinadas advertencias como reclamo de lo que ocurrirá y se coronan, a veces, con un final redondo y sorpresivo; ambas características deudoras de la estética de Edgar Allan Poe. Sin embargo, nuestra autora sustituye la particular tensión de la narrativa breve por múltiples escenas que configuran un ambiente de misterio. En algunos de ellos, la ambigüedad de lo narrado no desaparece. Así, puede que no sepamos si la historia es realista o de fantasmas (MHE, 29; HN, 13) o las identidades quedan en suspenso. Fernández Cubas se mueve con suma habilidad en esos claroscuros.

Un hermoso relato breve puede darnos la pauta de una cierta constante de su narrativa: cuando una abadesa abandona sus casi treinta años de clausura por el deseo de ver durante unos minutos su convento desde fuera, se nos dice que aquel será “uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de que tengo noticia” (VV, 27). Lo diferente, lo extraño de nuestra experiencia nos reclama y nos impele a salir a su encuentro. Precisamente, el género fantástico es aquel en que nos asomamos a “lo otro”: lo desconocido, lo impensado, lo imprevisible, lo que tiene el poder de desestabilizar esas seguridades. En él, se trata de dar la expresión más radical posible a una experiencia común: la de enfrentarse a la propia vida, que se nos va desvelando aspectos nuevos y profundidades inéditas. Si vivir es sorprenderse, el género literario fantástico fuerza sus límites mediante la imaginación para colocar esta vivencia en un primer plano.

La otredad en la cuentística de Fernández Cubas se sitúa, ante todo, en las adversidades que sus personajes experimentan enfrentados a los demás. Y la marca de esa relación suele ser la violencia y la exclusión. Las hermanas compiten con su segunda mujer por el padre. “Barbro… nos reducía a la más vejatoria invisibilidad. Como si no existiéramos” (HN, 91); una niña rivaliza con su hermana menor por el afecto de sus padres y, cuando esta muere, escribe en su diario: “HOY ES EL DÍA MÁS FELIZ DE MI VIDA” (MHE, 73); una mujer vampiriza a su admiradora; los amigos compiten por ser protagonistas en una velada; la clienta de una tienda suspende su viaje a otro país para mantener su enfrentamiento con la dueña; un hombre se divierte sometiendo a sus parejas hasta que él es finalmente dominado: “estaba experimentando, ensayando o probando… a aquel ingenuo cobaya  y que –lo que resultaba aún más grave– creía, en su ignorancia, dirigir los hilos de una insulsa marioneta” (MHE, 85). También el terrible caso de unos padres que trastornan a su hijo con un lenguaje que le impide comunicarse. El narrador nos dice que la madre “clavó en mis pupilas una mirada cruel” (MHE, 54). En varios cuentos, asistimos a la turbiedad de las relaciones paterno-filiales, como también el de una mujer que tendrá que realizar un viaje al pueblo de su infancia para librarse de la influencia materna que la asfixia. En todos estos relatos los personajes son fríos e implacables en su ferocidad cuando se acometen entre sí por el espacio, el afecto o el poder.

En esta competencia se hace presente también la lucha de los discursos. La victoria cae del lado de quien consigue imponer la narración de lo que sucede. La anciana que cuenta historias atrapa a sus oyentes: “Y entonces Olvido tomaba la palabra. Pausada, segura, sabedora de que a partir de aquel momento nos hacía suyos” (AB, 96); un editor, escritor frustrado, impone sus textos a una autora a la que enloquece; una anciana despliega su persuasión criminal sobre una joven que pretendía robarle; la joven derrotada por una amiga más fuerte comprueba su indefensión: “¿Cómo se te pudo ocurrir alguna vez que yo podía narrar historias?… Mi palabra no basta (MHE, 38-9). El poder lingüístico llega a lo demoníaco: los diablos son maestros en “Desacreditar, ridiculizar, quitarse de delante a los que les molestan. Y disparar con certera puntería el arma que mejor dominan: la palabra” (PPD, 432).

El orden social en tanto que configurador de las vidas de los individuos puede ser asimismo causa de su alienación. Lo encontramos en diferentes relatos, aun cuando la atmósfera fantástica pudiera diluir esa crítica. Así, leemos peripecias de personajes inadaptados que, habiendo conocido o intuido que hay otros mundos, se les vuelve insoportable su cotidianidad; huir es la única forma de recuperar la identidad destruida, bien por un viaje físico real de vuelta a África: “¿Creerme yo algo? Yo no era nada. O casi nada… Ellos eran todavía menos [la mujer, los hijos]. Aunque, pobres, no tuvieran la menor idea de que no eran” (PPD, 408); bien por el refugio en una imaginaria cultura ancestral, recurso que un tío transmite a su sobrina: “Tienes la llave de un mundo secreto… Disfrútalo. Y si algún día quieres compartirlo..., hazlo. Pero elige bien” (HN, 183). El caso quizás más traumático es el de una mujer que pierde absolutamente la memoria y la va recobrando a medida que reconoce la asfixia de su vida corriente. “Saber quién eres tú. // Tú eres una mujer, de eso estás segura”. “El malestar… con tu trabajo, con tu casa, contigo misma. Una insatisfacción perenne, un desasosiego absurdo con el que has estado conviviendo durante años y años” (CAE, 329. 337).

Esta dimensión fundamental de la otredad no se experimenta, sin embargo, únicamente por el roce con los demás, puede adoptar distintas formas. Fernández Cubas nos muestra en sus relatos la carga decisiva del pasado en la vida actual. Hemos mencionado el peso de la educación recibida: “¡Madre! Pero sus ojos me perseguían a lo largo y ancho de la casa, me taladraban la espalda… me conminaban a permanecer inmóvil… obediente a lejanas máximas y consejos” (MHE, 141). Igualmente lo encontramos en las cosas vividas y no resueltas, que se aparecen ahora bajo la forma de presencias fantasmales y de voces que rodean al personaje cuestionando su realidad presente: “Toda la vida se le aparece de pronto como una interminable sala de espera” (PPD, 480). La pregunta esencial que habrá de terminar formulándose el personaje, explícita o implícitamente, es la de su identidad. “¿Dónde termino yo y dónde empieza ella?” (MHE, 39). “¿Quién soy?”… no eres nadie. Sólo una proyección…” (HN, 43); este último cuento, además, compromete al lector a decidir quién es la voz que narra. Ni siquiera el acceso a la profundidad psicológica permite dar una respuesta a la pregunta por uno mismo, por cuanto ahí habitan otras instancias que nos dominan. “Todo lo que yo escribo, está escrito ya. Todo lo que yo pienso, lo ha pensado alguien por mí” (AB, 109). Salvo, acaso, el descenso a lo dionisíaco, donde se desatan las fuerzas más irracionales y que el propio sujeto tendrá dificultades en reconocer. “Supe lo que mi arte tenía de vil, rastrero, impresentable y bochornoso… Comprendí por primera vez que abyección era el término exacto… Entonces Violeta gritó, y yo, presa del terror frente a mí mismo, me uní como en un espejo a su alarido” (ADH, 178). Los personajes escuchan a menudo voces interiores, suyas y de otros, pero no hallan un criterio para distinguir la verdad de los errores y las trampas. “Era la voz. Esa voz que surgía de dentro, que era yo y no era yo, que se empeñaba en avisar, sugerir y no aportar, en definitiva, ninguna solución concreta” (CAE, 357).

Los cuentos fantásticos de Fernández Cubas revelan una y otra vez la presencia de huecos y desgarrones donde todo se nos antojaba sólido y cierto. La realidad parece de pronto un sueño, algo irreal, una locura. La otredad es la expresión de la dificultad de entender el mundo, la vida, al otro, a uno mismo. Por eso, la realidad desbordante e inasible en la que vivimos se nos presenta como un enigma que debemos resolver. Con frecuencia, a ello obedece la actitud de los narradores; el que escribe quiere saber: “La necesidad de contrastar… la urgencia de hallar una explicación lógica” (AB, 139); “sólo ahora cobraban un sentido inesperado. Y me sentía capaz de nombrar la extraña situación que estábamos viviendo” (HN 173).

El lenguaje es el recurso esencial para enfrentarse a lo no-conocido; llevar a la palabra la experiencia es el modo de comprender, de racionalizar. Por ejemplo, un joven escribe un estudio sobre los “parientes pobres del diablo”, un tipo de personas infelices, malvadas, frustradas en la vida; hasta que descubre que él mismo forma parte de esa clase y lo destruye (PPD, 415). Esta pretensión justifica que una escritura desatada de convenciones y temores pueda darnos la verdad. “Debilitar ese rincón del cerebro empecinado en escupir frases aprendidas y juiciosas, dejar que las palabras fluyeran libres de cadenas y ataduras” (AB, 140). Con todo, es interesante observar que ese recurso al lenguaje no es visto sin cierta prevención. Ante todo, porque no siempre el pensamiento racional parece capaz de embridar lo que escapa a sus límites. “Me olvido de los dictados de la razón, esa razón que se ha revelado inútil”. “Vemos las cosas como nos han enseñado a verlas… Una forma de medir, encasillar, sujetar o dominar lo que se nos escapa, lo que no comprendemos. Un ardid para tranquilizarnos, para no formularnos demasiadas preguntas…” (CAE, 294. 296). Lo fantástico es precisamente, como vemos, la puesta en cuestión de nuestras categorías ordenadoras del mundo. Y que ha de ser reprimido arbitrariamente para evitar su dominación. “Pero como no puede con el embrujo de los sueños, acude a su único medio a su alcance. Interrumpirlos” (PPD, 466).

Ahora bien, Fernández Cubas nos advierte de que la narración sin esos límites de la razón, la sola imaginación literaria comporta un peligro de mixtificación y falsedad, fuente de malentendidos. En su último libro, muestra ese difícil estatus. Por un lado, la imaginación permite entrever lo oculto (¿hay en la interpretación de un cuadro por parte de una niña la proyección de la tragedia que se da en su vida?); pero asimismo posibilita alimentar sospechas infundadas e injustas (la policía no puede hacerse cargo de esas presunciones) “La vida está repleta de espejismos… Y me asusto de mí misma o de lo que hace unos instantes me planteaba… Un acto irresponsable que no ha pasado ni pasará de ficción, de pensamiento” (HN, 75). La solución se encuentra, entonces, en dejar constancia de esa intuición en el propio relato. La escritura como testigo de impotencias.

También la muerte puede ser contemplada desde la perspectiva de la indisponible otredad. Ella es, justamente, lo inmanejable, el lugar o estado sin referencias que no podemos comprender ni habitar. Su poder se desata de diversos modos sobre nuestra existencia. La muerte puede anular el deseo de vivir: “era como si mi madre hubiera fallecido muchos años atrás… con la muerte de su esposo, parecía como si mi madre hubiera perdido automáticamente la razón de ser en este mundo” (CAE, 308). Y convierte la vida en una mera imagen, afectada de temporalidad, falsa en tanto efímera y, por tanto, horrorosa. Así ocurre en su descubrimiento atroz por unos adolescentes. “Inexplicable, inaprensible, oculta tras una apariencia de fingido descanso. Veía… lo que tiene la muerte de horror y de destrucción, de putrefacción y abismo” (ADH, 220). En este cuento, uno de los más inquietantes, la experiencia de revelación de la realidad íntima de las cosas no se produce por medio de la palabra, sino de una cierta perspectiva inmune al lenguaje. El horror se ve, y hasta se comunica; pero no se pronuncia. Con todo, en algunos relatos, la muerte se ofrece como una cierta continuidad: “Me pareció que allí dentro había vida y que, de alguna manera, era como si… nos estuvieran esperando” (CAE, 311). Eso sí, sin asomo de trascendencia, más bien como un territorio colindante al nuestro en el que proseguirán las mismas necesidades, los afectos y obsesiones de la vida. El más allá no cambia nada.  “Una lápida con mi nombre, una cruz… y un moscardón. // Porque el moscardón tiene que ser grande. No diré mayor que la cruz, pero sí grande”  (PPD, 476.477). El infierno es la mediocridad. “Entendí finalmente la razón por la que nunca, ni siquiera de pequeña, sintiera el menor asomo de temor ante la palabra «infierno»” (PPD, 448).

Por la muerte, la irreversibilidad del tiempo se vuelve elocuente. Fernández Cubas nos presenta personajes que quieren regresar a un pasado feliz con personas que han fallecido. Por momentos, ese sueño parece posible, antes de desvanecerse en una constatación irrefutable: no hay una segunda oportunidad. “El pasado seguía un guion de hierro… Dijera lo que dijera Einstein, pasado y presente eran dos espacios irreconciliables” (HN, 134). Llama la atención que, sobre todo en su último libro, nuestra autora parezca imponer la brutalidad de lo real sobre las alternativas suscitadas por la fantasía y la imaginación; como si cerrara las puertas que había dejado entreabiertas en sus relatos anteriores, y sólo fuera posible cierta tolerancia con el autoengaño de fugaces escapadas. La vida es otra cosa, siempre otra, queda sugerido. Se impone como la realidad absoluta. A menudo, los relatos advierten que es preciso despertar de ensoñaciones, porque una dureza casi física de lo que hay va a terminar rompiendo los estados de trance donde se entreveían ilusiones. “Fue tal vez una forma algo brusca de enfrentarla con la realidad, pero no cabía otra opción” (AB, 117). En definitiva, la vida es, si bien ambigua, la única certeza: “Pensando en estas cosas, en que la vida es un regalo sobre el que no deberíamos hacernos demasiadas preguntas, sino apurarlo a fondo” (CAE, 310-311). Vivir es un ir viajando conforme nuestra capacidad de decidir, de encaminarnos. Hay que elegir: “Nadie… parece darse cuenta. Ni siquiera tú misma. Tal vez sea siempre así… Deseando ser otra en otro lugar. Sin apreciar lo que tienes por lo que sueñas. Ausente, una eterna e irremediable ausente” (PPD, 339). Vivir consiste en ese tiempo limitado que se nos brinda; que es la gozosa experiencia final de la protagonista cuando, paradójicamente, cree oír la voz de Agatha Christie en Estambul: “Aventura. La vida no es más que una aventura. Asume los hechos. Asúmete. Y empieza a vivir” (CAE, 376).