Se llama el Puente de las Américas porque divide en dos el continente. El Norte y el Sur. Entonces era el único paso estable de un lado a otro. Al mismo tiempo aparecía como el majestuoso portal obligado para entrar o salir del Canal de Panamá. El Este y el Oeste. Construido por los Estados Unidos, por supuesto. Todo un gigantesco símbolo. Pero aquella mañana, la épica decidió apoderarse del icono.

Centenares de campesinos y campesinas, formando una hilera sin fin, iba ribeteando la orilla de su calzada, cruzando de lado a lado, entrando en la sacrosanta Zona del Canal para asaltar  la cabeza de la bestia que quería arrancarles la vida y el futuro.

La imagen se completaba con un pequeño aditivo: kilómetros de atasco monumental. Esa vía era paso obligado para los miles que entraban a la ciudad a trabajar. Pero nadie estaba interrumpiendo la circulación. Quien generaba el atranque era la propia curiosidad de los motorizados ante esa interminable fila india, bien provista de  pancartas, y amenizada por coros: «¡Nuestras tierras no se venden, nuestra tierras se defienden!». Pronto el colapso es recogido por los medios de comunicación y toda la ciudad sabe ya que esa mañana, la Coordinadora Campesina contra los Embalses, estaba entrando en Ciudad de Panamá. Era un momento mágico, atravesar el Canal, dentro de ese rosario de sombreros. Los pies cubiertos por las cutarras –sandalias elementales acostumbradas al lodo y a la lluvia– trataban de ignorar la pesadez del asfalto. Las miradas, solemnes, hacia el frente, sabiéndose observados por los coches, quizás  por alguna cámara. Ambos, marchantes y atascados eran conscientes de la carga simbólica del momento.

Todo había sido calculado a conciencia. Cuando amaneció, ya llevaban dos horas de camino desde el campamento de Arraiján donde la noche anterior se  agruparon los diversos sectores. Rio Indio, Coclé del Norte, Caño Sucio, Cirí Grande, Trinidad, eran los nombres de los ríos amenazados que, a su vez, bautizaban a cada uno de los comités en los que estaban organizados. Panamá es una tierra bendecida por centenares de ríos de todos los tamaños que hacen que cada pequeño desplazamiento desde las montañas sea cosa de horas. Desde que una serpiente muerde a tu hijita pequeña hasta que el cayuco, la mula y la camioneta consiguen acercarla al hospital cercano pasan las horas necesarias para que la vida se escape entre la impotencia y la desesperación. Para los citadinos todo lo que ocurre fuera de la capital es el interior. Una expresión del abandono en el que viven  miles de familias pobladoras campesinas e indígenas en el Panamá Profundo.

Así pues, viajar hasta la capital, para la mayoría de los que ahora cruzaban el Puente, significaba primero horas de lancha, luego horas de barro a pie, hasta llegar a alguna vía donde un pequeño camión cargase con ellos. Nada de pedruscos en la carretera; tampoco esos laboriosos «miguelitos» –tachuelas con pequeña base de madera que las mantiene de pie, en posición–. «¡La curiosidad  mató al gato!», sentenció semanas antes Francisco Hernández uno de los dirigentes de la organización entre carcajadas y puñetazo en la mesa incluido, durante  la reunión en la que todo se preparó, dentro del garaje de la sede de Pastoral Social–Cáritas, habilitado como sala para todo.  Efectivamente, la Policía no les podía detener en su caminata, sólo les quedaba arrear al rebaño de vehículos y habilitar los carriles de salida para la entrada, con lo cual se  generaba otro monumental atasco en el sentido contrario.

Pero el Puente de las Américas era sólo el inicio; como el prólogo para una Toma de la Bastilla. La fila se dirigía decidida al Templo, al gran castillo, a la morada del monstruo que amenazaba la vida. El edificio de la Administración del Canal, de la mera Autoridad del Canal de Panamá, la ACP. Inaugurado en 1914, unos meses antes que la propia ruta, sede del poder real de Panamá durante casi un siglo.

Su apariencia era monumental, majestuosa. Ubicado en el área de Balboa, en lo alto de una pequeña colina, para realzar su aura de dominio. Estilo renacentista italiano con columnas enormes y con su escalera central construida con mármol del mismo Tennessee. Su presencia ciento y pico años después intenta algo parecido a preservar el legado del pasado, la herencia del poder sobre las vidas y el futuro de una tierra que el Dios Canal ha exigido históricamente como sacrificio necesario e incuestionable.

Sin embargo, aquel día ese centenar de campesinos no estaba para sacrificios, ni para rendir sumisión. Entraban por los alrededores de la sacrosanta Zona del Canal como quien irrumpía en el Templo de Jerusalén. Lástima de látigo y de mercaderes, escondidos todos bajo llave dentro del edificio. Unos carros de policía seguían tímidamente la comitiva. Periodistas con sus cámaras. Los televisivos siempre más previsores ya aguardaban en la parte baja de la escalinata.

Los caminantes traían carrerilla. Cansancio de horas de carretera, de días de viaje, de años de rabia e impotencia. Carrerilla suficiente para rebañar desde dentro la energía que da saberse en la meta, en la cueva de la bestia. Enérgicamente los interminables peldaños se quedaron atrás, pancartas en mano; ya no quedaba mucho aliento para seguir gritando y subiendo gradas; silencio; y en la misma puerta central, en la barandilla donde cualquier político pagaría por vomitar su discurso, se desplegó una  tela gigante, como si se estuviera rasgando el velo del Templo: «LA ACP MIENTE».

No había guardias de seguridad, no había funcionarios esperando. Inteligentemente, todo estaba bien cerrado a cal y canto. Abajo, esperaban los canales de televisión que inmortalizaban la potente imagen, aun a sabiendas de que horas más tarde sería censurada. Pero los campesinos pudieron hablar y ser filmados allí mismo, al pie de la cueva, en las narices del monstruo.

Fue un golpe certero en la autocoronada legitimidad de la Autoridad Canalera, soberbia heredada de los colonizadores gringos. Lo sembrado aquel día tuvo que seguir regándose de sudor y esfuerzo, de coraje y lucha decidida hasta lograr emplazar al Gobierno panameño a aceptar que, si se iba a dar una faraónica ampliación del Canal, se decidiera por referéndum nacional y transparente. Y los soberbios tuvieron que ceder. Y se dieron cuenta de que no podrían ganar el plebiscito sin retirar los proyectos devastadores e inhumanos de inundación para la creación de embalses. Someterse a referéndum los obligaba a pagar el precio de la transparencia, y adoptar las propuestas de los campesinos y de la sociedad civil que les arropaban: nuevas esclusas, pero con agua dulce reutilizada. Sin nuevos embalses, sin inundaciones. David vencería a Goliat; sí, era posible. La épica  lanzó al suelo el icono sagrado. 


[La movilización protagonizada por la Coordinadora Campesina contra los Embalses se realizó en junio de 2003. Exigió un referéndum nacional transparente sobre la Ampliación del Canal, tal y como establece la constitución panameña, lo que se logró finalmente el 22 de Octubre de 2006. La ciudadanía votó a favor de la obra, pero el poder tuvo que aceptar el reciclaje del agua dulce empleada, evitándose así el desalojo de miles de familias campesinas de sus tierras.]






Paco Aperador. Tengo 61 años. Mis estudios proceden del campo educativo: Educación Especial y Educación de Adultos. Ahora trabajo en una ONG en tareas de formación. He trabajado siete años en Ecuador como voluntario en un área rural con proyectos de desarrollo comunitario. Años más tarde tuve la oportunidad también de trabajar en Panamá con organizaciones campesinas que defendían su tierra frente a la voracidad de la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) y sus proyectos de ampliación con creación de embalses.

He empezado a escribir porque siento que elaborando con cariño mis recuerdos, recupero  historias, personas, situaciones, lugares que me han dado forma como persona y que son como los créditos de este tesoro llamado vida. Me parece que si no la cuento, no la he vivido con intensidad. Eso sí, aprendiendo siempre de los maestros; porque para contar algo valioso, hay que intentar hacerlo bien.