Javier Morales nació en Plasencia en 1968 y es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, ciudad en la que vive actualmente. Tiene una amplia experiencia como profesor de escritura creativa y es autor de alrededor de una decena de libros entre ensayo, novelas y relatos. Algunos de ellos son Las letras del bosque (una colección de textos sobre naturaleza, animales y libros), El día que dejé de comer animales (un libro a mitad de camino entre la autobiografía, el reportaje periodístico y el relato literario), las novelas Trabajar cansa, Pequeñas biografías por encargo y los libros de relatos La moneda de Carver, Lisboa y La despedida.

Ha colaborado como reportero y periodista literario con los principales medios de comunicación españoles: El País, El Mundo, EFE, Leer o Quimera, entre otros, y desde hace años mantiene una columna dominical sobre libros, «Área de Descanso», en El Asombrario, una revista cultural asociada al diario Publico.es.

Su último libro es este que hoy nos reúne, Monfragüe, publicado por la editorial Tres Hermanas, que lleva en la cubierta una imagen de la pintora e ilustradora Leticia Ruifernández, una madrileña afincada en Garganta de la Olla que ya le ha acompañado en otras venturas literarias.

El argumento de esta breve, pero hermosa, valiente y comprometida novela de Javier, es relativamente simple: un escritor de viajes y de naturaleza regresa en 2018 al Parque Nacional de Monfragüe con el fin de escribir un libro sobre la biodiversidad y, particularmente, sobre el buitre leonado. Pero lo que realmente persigue en este viaje (y esto es lo que constituye el núcleo narrativo) es la reconstrucción de un pasado, el deseo de reencontrarse con el adolescente que fue entonces para poder entender y conjurar una herida que al cabo de los años sigue abierta.

Es fácil deducir, cuando leemos el libro, que ese escritor ya adulto tiene mucho del Javier Morales que conocemos por sus libros anteriores (y que, además, ya publicó en 2018 en El País un artículo espléndido sobre esta reserva de la biosfera): un hombre comprometido con el medioambiente y la vida natural que ha hecho de su escritura un arma combativa contra la sobreexplotación de nuestro planeta y el maltrato animal. Que no ha dudado, además, en llevar hasta sus últimas consecuencias personales sus postulados éticos, como recoge abiertamente en el ensayo autobiográfico: El día que dejé de comer animales.

 Este viaje de retorno a Monfragüe y a su ciudad natal, Plasencia (que aquí llama Verania, quizás porque el verano es la estación de la infancia y porque es en esa época donde el sol machadiano, con sus tardes azules, no termina nunca de ponerse) es, como digo, además, un regreso a sus orígenes y al lugar donde persisten, junto a los recuerdos de su primer amor y de las fidelidades de la amistad, un hecho accidental y lamentable irreparablemente unido a la vergüenza de un silencio incapaz de rebelarse, en su momento, contra la injusticia y la discriminación. Es por este dolor aún no cauterizado por lo que el escritor ya adulto regresa a los lugares de su infancia: para intentar comprender lo que ocurrió y llegar a perdonarse. Y esto es crucial en esta novela, como lo demuestra la cita de Marx que nos sirve de entrada al relato: «La vergüenza es un acto revolucionario». El peso que carga el narrador es el de un pasado en el que le faltó la valentía para proteger a su mejor amigo, sometido por sus compañeros, y auspiciado por sus propias omisiones, a un acoso escolar de consecuencias imprevisibles. Un pasado de hace 36 años y unos hechos dramáticos vividos, precisamente, en el curso de una excursión escolar a ese mismo parque de Monfragüe al que ahora regresa.

En una reseña reciente en El Cultural, Elena Costa hablaba de este libro como de una novela de formación. Y tiene razón, porque es en esa etapa de niño de pueblo a la que regresa, de pandillas y de juegos al aire libre, donde empieza a construirse el hombre que uno es. Y porque lo que uno llegará a ser algún día ya está siendo, de alguna manera, en esta época de indefinición, como lo pone de manifiesto el hecho de que en el joven protagonista del relato ya estén presentes la tendencia introspectiva del escritor, su pasión por la naturaleza y la confianza en el poder sanador de las palabras. Un amor por los libros que, por cierto, mucho le debe a su madre analfabeta, que siempre se preocupó de que no lo le faltasen ni la formación ni la lectura.

 No quiero desmenuzar el argumento de esta novela que, en su brevedad, nos habla de muchas cosas: de la amistad, del acoso escolar, de la complicidad con la violencia o de la reparación por la memoria; pero también del entusiasmo por el medio ambiente y de la confianza en el poder de la palabra como paliativo contra la vergüenza de los propios errores y como instrumento para reconstruir el verdadero relato de lo que somos. Lo que sí quiero destacar es que esta hermosa y emotiva novela, escrita con la minuciosidad, la contención y la exactitud del que se ha acostumbrado durante años al trato respetuoso con las palabras, consigue añadir una pieza más a esa enorme y personal edificación que, con indiferencia de los géneros que utilice, está empeñado en levantar para todos nosotros el escritor Javier Morales.

 En el fondo de cualquiera de los libros que me gustan hay siempre una celebración callada de la vida. Y uno mismo busca al escribirlos, parafraseando al poeta Francisco Javier Irazoki, que cuando alguien acabe de leerlos, solo sienta el deseo de plantar un árbol. Pues bien, Monfragüe, de Javier Morales, es sin duda uno de ellos. Un libro que, por otra parte, como ocurre con todos los suyos, está lleno de otros muchos autores que iluminan con sus palabras y con su compañía la voz del narrador.

 Yo estoy con él en que la idea de sociedad humanizada en la que creemos solo puede desarrollarse en plenitud en un medio en el que la belleza, el silencio y la soledad empujen al individuo hacia sí mismo, hacia lo que de verdadero hay en él, y, a partir de ahí, porque consigue encontrar la raíz esencial que nos hermana a todos, hacia los demás. La ironía y el escepticismo —tan íntimamente ligados a los modos de vida de nuestras sociedades industrializadas—invaden, con mucha más frecuencia de la deseada, nuestra literatura actual, como nos recuerda el poeta ucraniano Adam Zagajewski, pero lo que necesitamos por encima de todo es fervor.

 Estoy convencido, y Javier estará de acuerdo conmigo, que nadie nace cosmopolita. En origen, porque la patria de la infancia es esencialmente aldeana, todos somos provincianos. Desear seguir siéndolo para permanecer cerca de lo que importa, es solo una de las opciones por las que podemos decidirnos, pero que define una forma particular de ser y de escribir.

 Quizá ninguno de nosotros sepamos muy bien qué es la felicidad, pero el sentido armónico de la vida —que tanto se parece al concepto que yo tengo de ella—, el equilibrio con lo que nos rodea, es probable que se pueda conseguir con muchas menos cosas y más simples, algo que todavía está a nuestro alcance en otras formas de vida más sencillas que perviven en lo que para muchos es la periferia de las ciudades y que representa el mundo rural. El descreimiento autosuficiente sobre el que basamos nuestras relaciones humanas y con el que nos movemos diariamente por nuestras ciudades, por este parque recreativo digital en que se ha convertido nuestro universo, se cura —y esto Javier lo tiene perfectamente asimilado— con un simple paseo solitario por el campo, por ese territorio aún anclado en la infancia, en el origen del mundo, que es Monfragüe. Todos tenemos la obligación de desarrollar los valores más elevados de lo que somos, y esto, donde mejor podemos conseguirlo es en medio del silencio, la lentitud y la belleza que nos proporciona, todavía, nuestro medio natural. Ahí es donde Thoreau encontraba la alegría, que es, sin duda, la condición de la vida.

Dice el poeta antillano Derek Walcott que los mejores escritores vienen siempre de lo concreto, de lo preciso, de lo específico; que alcanzar una voz universal deriva de la descripción de los orígenes de cada uno, de sus raíces íntimas y geográficas. Hay muchas maneras de ser y de escribir, de habitar en el mundo, pero de lo que estoy convencido es de que renunciar al espacio al que uno pertenece —algo que no ha hecho Javier, a pesar vivir en Madrid, como se pone de manifiesto en este libro— conduce a las palabras a la simulación, la ingratitud y el fraude.

Comparto el planteamiento de Manuel Vilas de que, aun en medio de una pandemia o de una guerra y cuando nuestro planeta se destruye por nuestro descuido e inoperancia, la afirmación incondicional de la vida y una apuesta moral definitiva por la belleza y la bondad constituyen la única manera objetiva de enfocar con inteligencia nuestro breve paso por el mundo. Por eso hay que apelar a los danzantes, a toda esa gente que, como Javier, baila enamorada sobre un mundo que se mantiene, a pesar de nuestro sufrimiento y desconsuelo, con toda su belleza imperturbable.

 Jorge Riechmann —al que me consta que él ha leído con cercanía— escribe en un poema: «Vivimos en el infierno, mas no todo es infierno en el infierno, e importa distinguir eso que no lo es para cuidarlo, y hacerlo durar, y darle espacio». Y cita más adelante al poeta sueco Gunnar Ekelöf con estas palabras: «Los únicos escritores que me interesan son los que llevan cuidadosamente, con manos nerviosas, un cuenco lleno de sangre en el que ha caído una gota de leche o un cuenco lleno de leche en el que ha caído una gota de sangre». La crudeza de alguno de los momentos este libro no es más que esa gota de sangre necesaria que el autor ha hecho cae sobre el cuenco de leche que silenciosamente transporta entre sus manos.

Monfragüe es un libro sobre el dolor y la restitución, es verdad, pero también sobre el asombro. Y el asombro, como nos recuerda Adolfo García Ortega, es la experiencia fascinada de lo maravilloso. No está en contradicción con los conflictos y problemas de la vida, los trances dolorosos, el infortunio. Tampoco es un estado de candidez o alienación, y menos aún de ingenuidad. El asombro es la llama encendida del estar en el mundo en que se vive. Asombrarse de ser parte de la naturaleza, de la vida, del tiempo, es aceptar ser parte de la llama del todo. Reconocer por completo el mundo como es, con todo lo material e inmaterial que contiene, y dar cabida a ese contenido en uno mismo.

Decía el poeta y médico portugués Miguel Torga que solo hay un acto que el hombre puede repetir eternamente y con originalidad: el de mirar a la naturaleza. Y esto es, precisamente, lo que no ha dejado de hacer y trasladar hasta sus libros, sea cual sea el género que haya utilizado y a través de una escritura contenida, cordial y transparente, nuestro querido amigo Javier Morales.

                                                                                                         

 

`[El texto fue leído por el autor durante la presentación de la novela Monfragüe, en la Puerta de Tannhäuser de Cáceres el pasado 10 de noviembre.]






Basilio Sánchez (Cáceres, 1958). Con su primer libro, A este lado del alba (1984), consiguió un accésit del premio Adonáis de Poesía. El resto de su obra poética está compuesta por los siguientes títulos: Los bosques interiores (Alcazaba, 1993), La mirada apacible (Pre-Textos, 1996), Al final de la tarde (Calambur, 1998), El cielo de las cosas (EREx2000), Para guardar el sueño (Visor, 2003), Entre una sombra y otra (Visor, 2006), Las estaciones lentas (Visor, 2008), Cristalizaciones (Hiperión, 2013), Esperando las noticas del agua (Pre-Textos, 2018) y He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes (Visor, 2019), Premio Internacional Fundación Loewe,elegido por El Cultural como el mejor libro de poesía de 2019 y merecedordel Premio Nacional de Poesía Meléndez Valdés 2022 al más relevante de los publicados en España en el trienio 2019-2021. También es autor deun libro de narrativa que recorre el territorio de la memoria: La creación del sentido (Pre-Textos, 2015). Gran parte de su obra poética está recogida en el volumen Los bosques de la mirada. Poesía reunida 1984-2009 (Calambur, 2010).

Ha recibido, además,los premios internacionales de poesía Unicaja, Tiflos y Ricardo Molina-Ciudad de Córdoba. En 2007 fue reconocido con el Premio Extremadura a la Creación.Es licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Extremadura y especialista en Medicina Intensiva, actividad que ejerce desde 1983 en la UCI del Hospital Universitario de su ciudad natal.