Mi amiga Virtudes Olvera ha publicado su primer libro de relatos, Pájaros mojados en un cable de luz (Esdrújula, 2022). Lo leí hace pocos meses, recién lanzado a los cuatro vientos, al aire promisorio donde revolotean los libros que ya no pertenecen a sus autores, y me causó asombro la facilidad con que aquellas historias creaban interés, tocaban fibras íntimas, seducían a la vez que hacían pensar. Los cuentos de Virtudes tenían una fuerte personalidad. Parecían haberse escapado de un mundo bizarro e intenso, lleno de emociones de dureza campesina y ambigüedad urbana. Ahora lo he vuelto a leer, lápiz en mano, para escribir esta nota de lectura, y compruebo que el libro mantiene intacta su capacidad de fascinación.

Un ricachón soltero pone vigorosamente en práctica sus fantasías sexuales; un hombre corriente y moliente resucita justo cuando están a punto de enterrarlo; un adolescente se masturba, entre olores de fruta podrida, en la rebotica de la tienda de comestibles familiar; un antiguo enamorado aparece cuarenta años después ante la casa donde vive la amada y comprueba que el tiempo pasado es irrecuperable; los vecinos de un pueblo se disputan una cabra, modesto símbolo de los estragos y las derrotas de la guerra civil; un ama de casa se autoengaña chejovianamente sobre su vida desdichada; una uña larga y rebelde, la uña de la individualidad, sucumbe ante la implacable gestión contemporánea de la vejez; en la piel de una anciana comienza a brotar musgo, líquenes, un manto vegetal silencioso que casi nadie es capaz de descubrir; una pareja de inocentes airean su alegría y su libertad sexual en medio del abrazo protector de los vecinos; una joven expatriada se exilia al norte gélido a llorar el duelo de una pérdida inconsolable.

Realistas o líricas, las historias de Virtudes Olvera traen consigo una humanidad alucinada, un aire trágico y vitalista, un bullicio febril, una especie de atrevimiento que solo puede provenir de alguien que rebosa de mundo propio. Pues todos estos cuentos, hasta el más imperfecto, tienen indudablemente “algo”: tienen “pellizco”, "ángel", "duende", llámenlo como quieran. Tienen mirada. Decía Auden en La mano del teñidor, como si pensara en Virtudes, que muchos autores confunden la autenticidad, que siempre han de buscar, con la originalidad, que jamás debe preocuparlos, y que la originalidad que a él le interesaba era la que surgía como efecto natural de la autenticidad. Esa es la energía que desprenden los cuentos de Virtudes Olvera, originales de puro auténticos: una frescura de vieja contadora de historias.

¡Como si fuera tan fácil!

Y no es que su cabeza esté llena de pájaros, al contrario: anida en ella la voluntad de transformación de su abigarrado mundo interior en material literario. De ahí el catálogo de criaturas heridas que pueblan el libro, esa bandada de aves oscuras que se ha posado sobre el cable urbano ante la indiferencia general, y que solo la mirada de la narradora es capaz de detectar. Por eso el libro arranca precisamente, a modo de declaración de intenciones, con el hermoso cuento llamado “Pájaros”, simbolización de las fuerzas de la imaginación o la culpa que parecería inspirada en una de las entradas del Diccionario de símbolos de Juan-Eduardo Cirlot si no surgiera de la pura intuición narrativa y poética de su autora.

Vuelvo entonces a pensar, igual que en mi primera lectura, en Flannery O’Connor. Desde polos ideológicos opuestos, Virtudes y Flannery conectan en una misma capacidad de percibir la belleza de lo impuro. En Misterio y maneras la maestra norteamericana del cuento expone su poética, donde se encuentran algunas claves que creo que podrían explicar algunos de los procedimientos narrativos de Virtudes Olvera. Veamos: un personaje deforme pero vivo es aceptable, dice Flannery, mientras que uno perfecto pero inerte no lo es. O: es mejor tener malos modos que carecer de ellos por completo. O: la prueba de fuego del narrador está en el ojo, y el ojo es un órgano que involucra al final al conjunto de la personalidad. O de nuevo la defensa de la autenticidad: la mejor manera de que un cuento produzca un shock en los lectores es que antes lo haya producido en quien lo escribe. 

“Las manos de esos padres, que eran albañiles o carpinteros o trabajaban en el campo y nunca en una oficina –leo en “La uña del padre”, uno de los cuentos más emocionantes de la colección–, eran grandes, siempre con heridas pequeñas, abiertas y rosas, y algunas cicatrices secas. Manos con palmas de madera y dedos planos y gordos. Bajo todas esas células muertas y endurecidas, mucha vida: grasa del motor del Seat, la pintura de minio de la verja, astillas diminutas”. O: "Paco cuidaba del jardincillo de la entrada de la iglesia y, mientras amontonaba los deshechos vegetales, maldecía entre dientes –se dice en "Dos puestas"–. Tenía mal carácter y su cabeza parecía el lomo de un jabalí: oscura y coronada por desordenados mechones crespos. Los sábados bebía vino en el bar y masticaba garbanzos secos con unos dientes de vaca que mostraba al reír".

Memorables estos pájaros mojados que tiemblan y se agitan en las historias de Virtudes Olvera. No dudo que habrá más. Ya los estoy esperando.