Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1919-2020) ha publicado los libros de cuentos Largo noviembre de Madrid, 1980 (LN), La tierra será un paraíso, 1989 (TP) y Capital de la gloria, 2003 (CG) que, con dos relatos añadidos y anteponiendo el tercer libro al segundo, fueron reunidos como La trilogía de la guerra civil, 2011 (edición por la que los cito); Misterios de las noches y los días, 1992 (MND); Flores de plomo, 1999 (FP); Brillan monedas olvidadas, 2010 (BMO) y Fábulas irónicas, 2018 (FI).

         Juan Eduardo Zúñiga publica su primer libro de relatos a los 61 años y el último a los 99, la mayoría de los cuales sitúa en un lejano pasado, algo que no me parece que sea un hecho circunstancial, sino que identifica a un autor que construye sus cuentos a partir de la memoria. Más aún, que la problematiza. Predomina en ellos la convicción de que todo lo vivido acaba perdiéndose, los hechos de la vida personal y de la historia colectiva, los intensos como los traumáticos: “–Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, nos parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos” (LN, 11). “Recuerdos: lastimeros o rutilantes, todos irán rindiendo al tiempo su fragmentado tributo hasta quedar en nada” (TP, 377). Esto lleva al autor a plantear la pertinencia de consignar los hechos en la escritura o dejarlos ir. En su último libro se interroga: “¿Para qué acumular un archivo infinito de sufrimientos que nos sujeta a un pasado merecedor del olvido? Pero ¿no es también la memoria parte de nuestra existencia?” (FI, 14). Si la historia es una acumulación de dolor y trivialidad, “alegrémonos de olvidar”, el olvido nos libera del pasado. Además, los recuerdos se trascordan (se vuelven imprecisos) y, en todo caso, habríamos de evaluar si sirven para nuestra vida de hoy. Los personajes se debaten entre el deseo de desprenderse de acontecimientos dolorosos –como por ejemplo, la derrota en la guerra– y el esfuerzo por retenerlos, y de manera muy especial, movido por la lealtad a los que vivieron y lucharon, tal el caso del heroísmo de la fotógrafa Gerda Taro. “En secreto conservaría la memoria de cuanto le fortaleció y le hizo madurar. No debía hundir en otro olvido… lo que denunciaban las fotografías que se hicieron, lo que se leería tiempo después, en un periódico de envejecido papel, lo que reaparecería en obsesivos sueños de madrugada” (CG, 284). Contra el escepticismo, el desánimo o la incertidumbre sobre su utilidad, cada relato de nuestro autor es un desmentido al silencio por una ética del testimonio, un acto de justicia hacia uno mismo y hacia la historia colectiva.

Zúñiga, en su Trilogía, reconstruye el Madrid bajo el asedio de la guerra civil y la inmediata posguerra. Las historias, que suelen suceder en noches frías, registran perfectamente la topografía de la ciudad: sus barrios, calles, plazas, comercios, cines; los personajes son casi siempre civiles que sufren y que, a menudo, han de emprender travesías nocturnas peligrosas en que se decidirá su suerte a través del paisaje desolador de la destrucción. “Atravesaba entre montones de tierra, balcones desprendidos, marcos de ventana, crujientes cristales rotos, ladrillos, tejas, restos de un bombardeo reciente” (LN, 109). Durante la contienda asistimos a la angustia por las bombas, la vida en los refugios, la escasez, el racionamiento. Vemos como las relaciones personales se envilecen: se lucha por la comida, se espía, se engaña, se roba, se utiliza el chantaje del sexo, se rompen los lazos familiares. Pero con el fin de la contienda no asistimos a un renacimiento; por el contrario, en los cuentos de posguerra, el ambiente se caracteriza como sometimiento, asfixia, imposición de ideas, terror y resignación: “Lo que estaba ocurriendo en el país: la persecución de toda idea de libertad y progreso, la destrucción sistemática de la fe en ideales renovadores… Una especie de letargo que sentíamos… igual a un peso físico… que nos retuviera las iniciativas, los proyectos, sujetos a un rechazo doloroso… excepto el sexo y la sed que reclamaban satisfacción” (TP, 294-5). 

Los dos bandos enfrentados se identifican sumariamente. Los republicanos son los trabajadores, humildes y sometidos, también rebeldes, idealistas que luchan por el socialismo, que se enfrentarán luego a los nazis y recibirán el auxilio internacional de otros hombres solidarios. Tras su derrota temen al enemigo que ha triunfado, se interrogan por el sentido de su lucha y dudan si callar o seguir resistiendo. “¿Qué hago yo aquí comprometido…? Nadie podría agradecerlo porque durante muchos años será un secreto terrible que habrá que llevarse bien guardado igual que se oculta un vergonzoso error: mejor que el viento del olvido lo arrastre lejos y lo pierda para siempre” (TP, 383). Enfrente, el bando enemigo, la facción que representa el orden, el fanatismo, el dinero y la autoridad, los que ven el país como tierra conquistada, los poderosos de siempre: “El pasado… se conservaba intacto en los ámbitos del poder, subsistían las razones del lucro y de la especulación” (TP, 320).

Más aún, nuestra guerra es la enésima muestra de la lucha inmemorial entre el poseedor y el desposeído; pues es el dinero el causante de todos los males. “El fundamental motivo de las guerras es la codicia de algunos” (LN, 53). “Como hombres de negocios, cruzaban su mirada desafiante… desde los hábitos que implantó en el país la Regencia con el triunfo de los ricos y sus especulaciones, la fría decisión del lucro pese a todo” (LN, 15). El dinero y su imaginario de la buena vida los mueve: “la cuenta corriente, el mando a lo que tenía derecho por su clase social: los viajes, las aventuras con mujeres extranjeras, los lances de fortuna en el Casino de San Sebastián, las noches de carnaval en Niza, el golf en Puerta de Hierro, las cenas en Lhardy…” (Ibíd.). De ahí que el conflicto hunda sus raíces en un pasado casi mítico: “Este rencor no nace en mí, me viene de mis abuelos, que pasaron sus años recogiendo basura, o sopla de más atrás, de gente encadenada y azotada, de hambres y profundas heridas y humillaciones” (TP, 384). El dinero reaparece en todos sus libros como causante de desgracias y violencia, como promesa engañosa de felicidad y objeto de un ansia nunca satisfecha. Una mujer acabará literalmente sepultada bajo las riquezas que ambiciona: “De pronto, la corona osciló. Debajo de ella la señora había desaparecido bruscamente… como cuando se rompe una pompa de jabón, había dejado de ser” (BMO, 32).

Para referirse a la construcción desde la memoria de la experiencia de sus personajes, Zúñiga adopta en su Trilogía un estilo abigarrado, a veces solo puntuado con comas, que rompe la narración para remontarse a recuerdos que convocan otros recuerdos, incluso compartidos, formando una amalgama. Este ejercicio de rememoraciones que se entrelazan sirve como denuncia de algunos de los muchos abusos del poder dados en la Historia, una forma de victoria de los sojuzgados contra sus opresores. Así, por ejemplo, critica los excesos de una zarina; rescata el coraje del romano Aulio Cordo, el primero del que se tiene constancia que hizo una huelga de hambre; o reivindica a los súbditos de un emperador asirio al que, cuando este destruyó el papel y las tablillas de barro, tienen el coraje de acusarlo por medio de los ladrillos mismos de sus casas: “Espiaba los muros en los que él sabía se ocultaba un enemigo terrible al que no reduciría con prisiones: un poder mucho mayor que el suyo: la palabra escrita; los textos que durante siglos conservarían la denuncia de su brutalidad” (FI, 48). Más cercano, dedicará un libro por entero a Mariano José de Larra, ejemplo por un lado de la destrucción personal debida a la pasión no correspondida, y modelo de escritor comprometido contra las arbitrariedades del poder. Uno de los personajes se rebela contra el suicidio del gran escritor y acusa a sus enemigos: “–Seguramente han sido los absolutistas, la reacción. // Él sabía quién era el culpable: los mismos que fusilaron a Torrijos, los que ahorcaron al general Riego, y ahora también habían hecho callar al que criticó las costumbres atrasadas y fanáticas, el absolutismo, las injusticias” (FP, 119). Su libro, Flores de plomo, quiere evitar que ese heroísmo cívico desaparezca de la memoria. “Se olvidarán sus artículos satíricos, se olvidarán sus amores, su mordacidad, su final lamentable” (FP, 91).

            “El destino humano es una enredada cadena de expiaciones, de correspondencias, de causas y sus fatales efectos” (FI, 92). Aquí se da otra clave interpretativa fundamental de los cuentos de Zúñiga. En ellos se muestra que la vida humana es un compendio de acciones preñadas de consecuencias de las que uno es responsable. Muchos de sus personajes se encuentran en la tesitura de tener que hacer memoria de lo vivido. “Quiso recordar algo que allí había ocurrido y se concentró e hizo esfuerzos para recuperar una sensación” (BMO, 157). Nuevamente el dilema entre recordar u olvidar los hechos. Sólo que, en el caso de la memoria individual, esta suele venir desencadenada casi a la fuerza por una instancia exterior: un lugar al que se regresa, un objeto que obsesiona, una presencia fantasmal o un fenómeno paranormal irresistible (voces, repeticiones, objetos que cobran vida). Por todas estas vías se provoca en los personajes el “retorno de lo reprimido”, que los obliga a enfrentarse a su pasado donde se oculta un crimen, una promesa incumplida, un perdón no otorgado, una culpa que redimir, una traición, un frustrado amor. Cuando parecía que quedarían sin resolver, surgen presencias que, trascendiendo la muerte, se aparecen a los vivos para recordarles lo que está pendiente. “Y esa sombra que vosotros veis, estará aquí, en nuestra casa, y entrará en las habitaciones vacías y subirá tras de mí… y cuando duerma, estará conmigo, y sabré que de ahora en adelante será mi compañía” (MND, 109); “su memoria había recordado el mensaje que él le hizo llegar y comprendió que, como un castigo, le imponía de nuevo su presencia turbadora” (MND, 155). La presión del pasado puede hacerse insoportable y, aunque los personajes traten de librarse de los recuerdos o decidan callar, no lo logran: “reconociendo en lo más hondo que se negaba a recordar y deseaba ardientemente que un fuego carbonizase en su alma todos los días idos… la memoria malévola. Insistiendo en reconstruir lo ya vivido” (TP, 374). Solo en algunos casos, el reencuentro termina en la paz y la reconciliación, en el cumplimiento de un deseo malogrado.

            Los relatos insisten en que el pasado es irreversible: “Todos… estamos ciegos, como si anduviésemos con la cabeza vuelta hacia atrás de manera que no podemos sino manejar recuerdos ya inalterables para trazar cálculos y quimeras” (LN, 80). De ahí, la importancia de decidir con cuidado. Son continuas las referencias en los relatos a presagios, supersticiones y avisos del destino. “Querían prever lo que se produciría en el día venidero y qué sobrevendría fatalmente” (FP, 133). Naturalmente, esos augurios nunca son del todo claros, no saben interpretarse y no eliminan la incertidumbre, palabra recurrente, del vivir. “Nadie sabe nada, nadie ha encontrado nunca el imperceptible hilo que mueve a la vez dos sucesos lejanos y, al parecer, sin conexión… ni lo saben ni lo aceptarían si se les dijese, ni lo reconocerían, sobrecogidos de esa probabilidad estremecedora” (LN, 135). El ser humano camina ciego, la fatalidad se cierne sobre él, ajena a sus deseos e intenciones. “El destino sorprende siempre y se forja a espaldas nuestras y cuando lo encontramos cara a cara ya es ineludible y sólo queda aceptarlo” (TP, 322-3). Sin embargo, a veces parece posible eludir la fatalidad amenazadora: huir a París para librarse de la guerra o del franquismo; traicionar al que nos sojuzga; ser sustituido por otro –el marido por un amante: “estrechó la mano de él y de ella… y despacio, con una alegría que desbordaba su pecho, salió a la calle… Y el alma de Marbec echó a correr, jubilosa” (BMO, 44)–. El mundo gitano aparece en varios relatos como una otredad que abre la posibilidad de una vida alternativa, con otros valores, reglas y vínculos: “habrá de acostumbrarse a nuestra vida, a nuestra lengua, a la pobreza y a la libertad de nuestro caminar… Nadie le pedirá nada y nada nos puede pedir” (BMO, 89); sólo que con frecuencia quien trata de incorporarse a él acaba sucumbiendo a su intensidad.

            En la doble tensión que señala la vida humana: el destino inexorable y la libertad que nos encadena a sus consecuencias, un valor se postula como absoluto: la pasión amorosa y el sexo. Únicamente ahí se encuentra la felicidad, incluso en circunstancias como la guerra o la represión en que parece imposible: “Yo pensé que todo pasaría menos el amor vehemente, el que embriaga con sus caricias y se salva del fatal desgaste” (CG, 191). “–¡Cómo me gustaría ahora sentirme abrazada!... – Pero, hija, ¿qué dices? –Sí, ser abrazada por un hombre joven, y reírme y no tener miedo… –Señorita, no puede decir esas cosas aquí, donde hay personas respetables” (BMO, 18).

            El amor comparece en los relatos de Zúñiga a menudo idealizado de forma un tanto naif, y adoleciendo de expresiones y descripciones algo torpes cuando se narran escenas eróticas. “La tensión, casi desesperada, del amor. Porque esta tensión se pone virtualmente en marcha  en el momento en que entra en la conciencia la posibilidad de darle satisfacción, y un primer paso de su logro real es saber que habrá, esperando a la pareja, un lugar apartado, solitario, tibio, acogedor donde encuentre refugio y seguridad para aquellos minutos de mutuo abandono y distensión” (LN, 40). Una ingenuidad que recala con cierta frecuencia en declaraciones explícitas y enunciados morales. “Así, una estatua de resistente piedra proclamaría en aquel parque la irreductible persistencia del amor” (MND, 36). El amor es la felicidad, la conquista mayor de la vida humana, la necesidad más perentoria. Proclamarlo en los textos literarios parece de justicia, frente a los pudores hipócritas; en este sentido, son reveladoras las palabras dirigidas a Felipe Trigo por su mujer: “Los críticos, que acusan tus novelas de inmorales, lo que atacan es tu defensa del amor, de la pasión, de los sentimientos verdaderos” (FP, 139).

El cambio de estilo en MND, más sencillo, transparente y de historias intemporales en que personajes y lugares carecen de nombre obedece a una intención casi didáctica para mostrar la centralidad del amor. Los relatos siguen muy de cerca los postulados románticos de las Leyendas de Bécquer: el absoluto de la pasión, los vínculos entre la vida y el más allá, los fantasmas, los hechos inexplicables, los objetos maravillosos... En ocasiones, muestran el desgarro de amores imposibles: “Se quebró el fugaz proyecto de amor: ella sintió que terminaba su vida y estuvo a punto de hundirse en la tierra al comprender que no había sido mirada” (MND, 44). Pero su triunfo es la eclosión de un sentimiento que desafía a la muerte. “Como el último lazo con la vida, el húsar evocó a aquel ser amado y la intensidad de las horas que pasaron juntos revivió y en un instante se sintió arrebatado por el recuerdo de la pasión fervorosa” (MND, 57). “Era la inextinguible pasión de aquel hombre que pervivía inmaterial, pero con total vigor, invisible pero animada por el ímpetu del placer y el gozo experimentados; las cartas habían desaparecido en el fuego pero su indomable fuerza amorosa se había traspasado a otras materias y desde ellas se expresaba” (MND, 125). “Admirada de que el amor no tuviera los límites de la vida” (MND, 170).

Juan Eduardo Zúñiga hace aparecer en determinados pasajes el desengaño como horizonte inevitable de la vida. “Para mí fue duro que cada ser humano crea sus fantasías que hacen vivir e ir adelante: para unos era cumplir con los deberes de conciencia, para otros, la ilusión de los amoríos; después, a unos y a otros sólo quedaría el vacío de la desilusión” (CG, 194). Sin embargo, y en una consideración general de sus textos, parece afirmarse en ellos que, contra esa desolación, se yergue la memoria, acaso lo más preciado de la vida; una misma íntima facultad que nos condena a causa del remordimiento, el fracaso, las cuentas pendientes; o nos salva, casi exclusivamente por el amor que se ha vivido, por el compromiso con la verdad y por la actitud ética frente a los males de la Historia.