Seguro que se interpreta mal, así que seré rudo al enunciarlo y luego daré las explicaciones que, tal vez, tampoco sirvan de mucho.

A veces, pongo la mano sobre el muslo de mi hija, o juego con los dedos de sus manos, o la abrazo, y siento que su cuerpo me pertenece. Su cuerpo es mío, es una posesión mía.

Porque ese cuerpo yo lo alimento, yo lo arropo, yo lo cuido, yo lo amo hasta la angustia. Porque mi hija tiene ese cuerpo porque yo se lo he dado. Mi mujer y yo se lo estamos proporcionando, y su salud, y su bienestar. Incluso su alma es nuestra; porque le estamos poniendo cuidadosamente el mimbre con el que ella hará por tejerla. Ella recibe un regalo, ella es un regalo que le entregamos a ella misma. Y que disfrutará cuando pueda, cuando le llegue el momento. Pero ahora ese cuerpo que mi hija vive en su conciencia naciente y ampliada con cada minuto es también, al mismo tiempo, un objeto nuestro.

Adorable, mágica, corpórea concreción ganada. Objeto de nuestra mayor alegría. Gloria.

 

 

 

(3 febrero 2011)