Los cables pasan por encima

         Tomó la palabra un campesino pequeño,  llevaba  flequillo  y  se paraba con los pies muy juntos, como estatua; mientras hablaba, unía y separaba sus manazas al ritmo de su mensaje; era de los más jóvenes que estaban en el salón del Convento Parroquial;  habría unas 30 personas sentadas en círculo; esas manos huesudas, romas, toscas, labradas por la dureza del campo; entendía las pinturas de Guayasamín. Era una reunión extraordinaria de la Corporación de Organizaciones Campesinas «Proyecto Norte»; cada cual representaba a una de las veinte y pico comunidades o aldeas que integraban la organización. Ese día habían llegado los del Ministerio a hacer un diagnóstico de la zona, les acompañaba un gringuito español flaco y narizón. Estaban en el momento de la puesta en común de una dinámica en la que habían dibujado en un papel grande cómo veían ellos su comunidad.

«Este es el riachuelo que pasa por nuestra comunidad. Aquí están las mujeres lavando la ropa, pero acá más arriba están otros haciendo sus necesidades en el río porque no tenemos letrinas».

            El campesino pequeño iba señalando las diversas partes de ese dibujo primitivo, infantil, con el que retrataban la vida de su pequeña aldea en la montaña, a menos de una hora, camino arriba del centro cantonal de Santa Isabel.

«Esta es una de nuestras casitas de adobe y esto que hay dentro es una guagua envueltita dentro de su cuna. Las mujeres, mientras salen a trabajar a la chacra, tienen que dejar a sus bebitas pequeñas bien liadas  para que no se hagan daño hasta que  ellas regresan».

      Rubén Ochoa era el dirigente; su desparpajo y soltura ante los del Ministerio de Quito iba poniendo el dedo en la llaga, una herida hecha de abandono secular que escocía en silencio a miles de familias regadas por los cerros y montañas del sur del Azuay.

«Estas líneas son los cables de la luz que pasan por encima de nuestras cabezas. Traen la luz a Santa Isabel, pero nosotros estamos a oscuras todos los días. Los niños estudian con velas, luego de traer leña para la lumbre. Los cables no se detienen con nosotros porque  parece que no existimos, no contamos para nadie».

            El «Proyecto Norte», como era conocido, consiguió la electrificación; y en los años siguientes otras muchas «conquistas» y experiencias de autogestión. Pero sobre todo, llegó a ser el símbolo de que con unión y lucha organizada, era posible dejar de ser los olvidados  y ninguneados.

Don Alberto Benalcázar  había salido esa mañana de su casa de adobe y paja, arriba en la montaña de San Alfonso, cuando todavía ni clareaba el cielo. Atravesó la quebrada y caminando cerro arriba llegó hasta la carretera de tierra donde esperó que bajara el carro. Se sentó en la piedra de costumbre y mientras llegaba el ruido lejano del motor, abrió los nudos de su tonguita y apuró un poquito de mote con quesillo para poner algo en el estómago.

Día de mercado en el centro cantonal y era difícil hacerse un hueco en la paila del carro. Medio  adormilados  o murmurando un medio saludo, bajaban compañeros de Sarama Loma y Sarama Alto que llevaban ya  una hora  de viaje.

Ahora, en la reunión, los ojos de Don Alberto no aguantaban, mucho hablar, el calorcito del grupo humano..., pero conseguir la luz era un sueño y hoy estaba la gente del ministerio, los de Quito, no se podía flaquear.

Unos venían  abrigados, con la cara entre colorada y granate del viento frío de los cerros; otros, en mangas de camisa, habían subido desde el clima cálido del valle;  en la sala se podía apreciar la diversidad de los lugares y las gentes que habían logrado articularse. Sectores con raíces mucho más cercanas a lo indígena: Cañaribamba,  Chalcalo; pobladores regados por las frías montañas y páramos como Huasipamba, acostumbrados a una economía casi de subsistencia. Los del valle de Yunguilla: Sulupali Chico, Sulupali Grande; gente cuyos padres y abuelos todavía habían sido semiesclavos en haciendas del Valle, al servicio de la caña de azúcar. Los últimos en emanciparse se habían bautizado con un nombre que explicaba todo: «San Salvador de Cuba Libre».

Era la liturgia de los primeros miércoles de cada mes, día de la reunión, nadie faltaba. Hacía tiempo que se habían cansado de llegar al Municipio cada cual por su cuenta a presentar sus necesidades, como pidiendo limosnas, halagando, rogando a algún concejal amigo o incluso al alcalde. Ahora se reunían allá en la Iglesia, aupados por el padre José Luis. Ahora se reunían todos a hablar de lo común. Con esfuerzo y  tenacidad, conseguirían la electrificación  en las comunidades, lucharían por la atención médica del seguro campesino, se podrían en marcha pequeños proyectos productivos, una tienda comunitaria en el mercado cantonal para comercializar sus productos,… Pero también muy pronto eso de ver a los campesinos unirse y hablar con una sola voz despertaría recelos, miedos entre las autoridades locales y entre la gente del poder local. Estos no se quedarían quietos; nunca se quedan quietos, menos si una panda de longos se atreve a hablar con dignidad y la barbilla levantada. 

Pero ese miércoles, el «gringo» narizón que acompañaba al del Ministerio de Quito, quedó «enganchado» de la vitalidad de esos campesinos, de ese sentido de unión, de esfuerzo común, que se respiraba  en aquel salón. Aunque ahora tenía que regresarse a la capital, algo le decía que regresaría  y que tendría el privilegio de compartir con esa gente muchas alegrías y muchas luchas.

 

 

 Salir por pistones

Mucha gente en la carretera. Esa vía que bajaba desde Santa Isabel hacia La Unión, en donde a un lado tenías la pared del corte a la ladera del monte y por el otro seguía el barranco hacia el valle. Varias decenas de campesinos, hombres, mujeres, jóvenes y mayorcitos, de todo había. Pero todos ellos con esa percepción de vapor en la cabeza que daban varios días de paro; una mezcla de cansancio acumulado y un punto de agilidad mental, euforia que asomaba a la embriaguez.

Rocas grandes y medianas en medio de la vía; sensación de que no era su sitio, claramente. A la mirada, ese asfalto es incompatible con tales pedruscos, era un sinsentido visual. Y al otro lado de las rocas una fila mustia de carros. También de todo tipo: grandes, pequeños, viejos, jóvenes. Todos ellos cargados de rabia, enfado contenido. Sólo los grandes buses de línea, envalentonados por su alto contenido en almas detenidas, dejaban salir sus gritos, insultos y cabreos.

Habían pasado suficientes horas como para que se  hubiera activado ya la autodefensa natural de la desesperación y una hilera continua de hormiguitas transitaba cabizbaja  desde el fondo de la fila, de algún bus recién llegado, camina que camina, cargados con bultos, equipajes y niños, atravesaban las rocas y se encaminaban a llegar al otro punto del corte, a varios kilómetros pasado el Ramal. Silenciosamente celebraban el cruzarse con otras hormiguitas también cabizbajas y silenciosas que llegaban en dirección contraria, más contentas estas últimas al llegar por fin al otro lado del corte y confiando en que hubiera algún bus que diera la vuelta y regresara dirección Cuenca.

Había tensión, presión porque cada poco tiempo no faltaba algún chofer lugareño que preguntaba «¿quién es el dirigente aquí?», o sea,  ¿a quién se puede pedir por favor que den paso sólo a él porque era importante por alguna importante razón personal? Sólo media docena de compañeros o compañeras, líderes con coraje, hacían frente directamente y respondían que no y que no hay paso. La mayor parte de las veces, los alzados intentaban disimular, o desviar la presión del airado propietario detenido. Normal, probablemente, mañana, pasado se lo encontrarían en el mercado o en la cantina del centro. Era mejor decir que «el Manuel», o «el Paco». Así que uno intentaba prever esos encuentros y esquivar. No siempre se conseguía porque era necesario estar en primera fila con Manuel y los compas que daban la cara. Así que la carretera era un hervidero de gente, de corrillos y de tensión.

Por cierto, el Gobierno quería privatizar el Seguro Campesino, la atención sanitaria que tenían los campesinos del país a cambio de una pequeña cuota mensual. Una prestación social muy importante que salvaba vidas cada día.

En esas «¡que llegan los milicos!». Varios carros  militares se hacen paso con agilidad entre la fila de vehículos detenidos. Y se detienen a distancia. Desde allá se acercan despacio, como sin ganas. Se puede distinguir a un mando, sin rifle, con pistola al cinto, que con un efecto imán, atrae a su vera a choferes cabreados que le preguntan o, mejor, le animan a que abra ya paso, que quite a esos longos alzados de en medio. No eran furtivas, sino intencionadas, aquel par de miradas que me clavaron disimuladamente a distancia. No les di importancia. Era normal, un colorado siempre llamaba la atención donde fuera. Afortunadamente, para quien no conociera el escenario y sus habitantes, no era fácil distinguir a los damnificados de los damnificadores. Gracias a eso, Bety, una compañera que por su estatura pasaba desapercibida, se mezcló entre alguno de los corrillos que rodearon al mando militar. La perdía de vista ocupado y distraído por tantas cosas y comentarios de los compas.

Pasados unos minutos, Manuel me toca la espalda y me giro. Me rodea con su brazo y me dice: «Paquito, dese prisa, van por usted. Suba a esta moto, que el compa le saca de aquí». Efectivamente, detrás de mí estaba un joven como tantos compas del valle con su moto vieja, en posición. «Dice la Bety que ha oído decir al capitán que cojan al gringo»«Vamos, Paquito, ¡ándese ya!». Giré mi cabeza y como un chispazo coincidí con la mirada a lo lejos del capitán que estaba rodeado de tres o cuatro de los suyos. Ni pregunté más a Manuel, ni dudé un momento en seguir su indicación que, por primera vez en años, me sonaba como la orden del comandante en jefe. «No vaya a casa ni al convento»«A la Escuela Especial», se me ocurrió. Allá no buscarán. Y el de la moto arrancó, y yo no volví a mirar al capitán por si las moscas. Y salimos por piernas o por pistones.


  [De la serie «Contarla para vivirla»]




Paco Aperador. Tengo 61 años. Mis estudios proceden del campo educativo: Educación Especial y Educación de Adultos. Ahora trabajo en una ONG en tareas de formación. He trabajado siete años en Ecuador como voluntario en un área rural con proyectos de desarrollo comunitario. Años más tarde tuve la oportunidad también de trabajar en Panamá con organizaciones campesinas que defendían su tierra frente a la voracidad de la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) y sus proyectos de ampliación con creación de embalses.

He empezado a escribir porque siento que elaborando con cariño mis recuerdos, recupero  historias, personas, situaciones, lugares que me han dado forma como persona y que son como los créditos de este tesoro llamado vida. Me parece que si no la cuento, no la he vivido con intensidad. Eso sí, aprendiendo siempre de los maestros; porque para contar algo valioso, hay que intentar hacerlo bien.