Clara Obligado (Buenos Aires) ha publicado los libros de cuentos Una mujer en la cama y otros cuentos 1990 (M); Las otras vidas, 2005 (OV) en que recoge dos relatos del libro anterior; El libro de los viajes equivocados, 2011 (VE); La muerte juega a los dados, 2015 (MD) y La biblioteca de agua, 2019 (BA).

            Si, como se dice de algunos poetas (Claudio Rodríguez, Valente), toda su obra está ya contenida en su poema inicial, algo así podemos afirmar de Clara Obligado. En su primer cuento leemos: “Pero ahora yo también me quedaré sola. ¿Agradablemente sola? Eso nunca se sabe. La soledad es un camino que no podemos describir antes de haberlo recorrido… No es como el amor, que se percibe a veces de golpe, en un solo instante” (M, 21-22). La mujer, la soledad, la libertad como camino impredecible y el amor, a los que añadiría el sexo, son las claves de una escritura cuentística que ha ido ganando en complejidad en cada obra, en la medida en que las ha sabido vincular a la Historia con mayúsculas, a la herencia y las relaciones en el interior de la familia, a los lugares en que se vive, a la experiencia del exilio y del viaje. Su obra, aun cuando parece partir de posiciones tomadas, es en realidad una búsqueda que se arriesga a examinar a fondo todas las posibilidades, aun contradictorias, de nuestra existencia. La mujer está dominada por el hombre, pero también al contrario; el varón enferma de sexo, es dominante y brutal, pero cae siempre seducido por la mujer que los intercambia; la pasividad se dice esencial a la condición femenina, pero toda mujer esconde un secreto y aspira a su libertad; el matrimonio es paralizador aburrimiento y en ocasiones un paraíso; los amantes son la respuesta a la insatisfacción, o nuevas prisiones; el exilio es extranjería pero despierta un deseo de pertenencia; los muertos no pueden ser invocados, aunque no dejan de estar presentes; la libertad se afirma contra todo entorno hostil, pero la identidad no puede construirse si esa referencia adversa; la Historia puede someternos, pero a todo individuo se le da la opción de distinguirse y escapar al destino que nos quiere imponer; el azar y la herencia se disputan el yo; nuestra vida, finalmente, no es sino zozobra e incertidumbre; la escritura es el esfuerzo por dejar constancia de ella, pero también es divertimento, humorada, una expresión del goce de vivir. Estas indagaciones de Obligado no aspiran a la construcción de una tesis (es curioso su anti-intelectualismo), sino la constatación de que la vida es, al mismo tiempo, lo más rico y lo más inasible, siempre más allá de cualquier texto, de todo arte: “Piensa que la vida no tiene nada que ver con los óleos hieráticos de los flamencos. Todo está sucio en su memoria. Sangre y barro, caminos que se bifurcan, libros perdidos, páginas al viento.” (BA, 91)

            Apenas hay relatos protagonizados por hombres. Los cuentos abordan el arduo proceso de construcción de la identidad de una mujer. Para empezar, esta ha de enfrentarse a un ambiente familiar y social que le resulta hostil porque pretende ejercer sobre ella un poder que coarta su libertad; la tradición, la moral, la educación, el qué dirán, y el sometimiento al marido son sus ministros. Apenas habrá libertad en la infancia y la vejez (MD, 165; MD, 161). En muchos de sus cuentos, la asfixia es tal que finalmente se impone y la mujer perece (a menudo se suicida), o se rinde y abandona a una existencia amargada, o el cuento nos propone como única salida su metamorfosis fantástica de sabor cortazariano. “Lo que no quieren los hombres es que no tengas ningún tipo de vuelo personal. Porque también con las alas me tenía como loca… Con que me recortara un poco las plumas timoneras, al menos… Como las uñas, que me son indispensables cuando trepo” (M, 42).

            Nuestra autora nos muestra una y otra vez un modelo de mujer: destinada al matrimonio y sin profesión ni trabajo. Una mujer marcada por una actitud fundamental de pasividad, cuya identidad viene siempre determinada desde fuera de ella misma. En cierta medida, se diría que se trata de un modelo femenino inactual o acaso Obligado pretende descubrirlo allí donde aún sigue agazapado; porque esta condición sometida permanece prácticamente invariable en casi todos sus relatos, incluso cuando las mujeres protagonistas inician su emancipación. La pareja es siempre su expectativa, la que le confiere un estatus a cambio del acatamiento al esposo. “Ahora ya estoy acostumbrada, y elijo las cosas que a él le entusiasman casi sin darme cuenta. Como programada” (M, 37). “Allí le prometió que la mandaría llamar, y ella le dijo que sería su esposa” (VE, 22). “El amor no tiene nada que ver con el matrimonio, querida, deja ya de leer novelas. Y no pienses en la noche de bodas, siempre resulta decepcionante”. (BA, 134). La cuestión es siempre el hombre que se elige; como en su relectura de Los puentes de Madison que imagina la reacción contraria de la protagonista: “A veces se pregunta si ha acertado al bajarse del coche en aquella mañana lluviosa” (VE, 47). El matrimonio se reduce, entonces, a un acuerdo en que ganan las dos partes, en una operación financiera fríamente realizada. “Uno no se casa porque le haga falta, uno se casa porque sí. No hay cosa más irracional que casarse…. Yo le pedía poco, tan sólo que me fuera fiel… Él, en cambio, sólo quería que lo dejara ir de caza” (OV, 85). “Una boda conveniente. ¿Conveniente para quien?... Esta hija buena para vender. Se asombra ante la crudeza de su pensamiento.” (BA, 127). “Se había casado con él porque era riquísimo… disfrutar de todo aquello a lo que había accedido con un simple «sí, quiero»”  (MD, 155).

            La razón última de esta inexorabilidad de la pareja estriba en el deseo sexual. Clara Obligado en sus relatos encara el sexo de todas las formas posibles. El varón es arrastrado irremisiblemente por el cuerpo de la mujer y lo hace provocando en él, con frecuencia, respuestas brutales. “Entraba por la noche, a cualquier hora y, casi sin despegarse del sueño, ella lo dejaba hacer… Poco a poco había comprendido que todas las mujeres casadas pasan por lo mismo” (MD, 55). “Estudia a Kristina con deseo, a veces la mira como si fuera a arrancarle la ropa, otras la trata como alguien que se puede vender o arrojar por la borda”. (VE, 131). Una criada es objeto sexual de los varoncitos de la casa; un padre viola a su hija; el proxeneta abusa de sus prostitutas; el hombre rico las domina. En clave de humor, un pescadero exhibe a una sirena y los conquistadores españoles son seducidos por las indígenas: “Nosotros estamos débiles… también por el menear de caderas que nos tiene distraídos en cosas que el pudor me impide narrar, y con ello se nos va la fuerza, y el alma se nos fuera cada vez que ellas repiten “sssalsssa”” (OV, 108). Esta locura sexual del hombre los hace, por eso mismo, vulnerables. Y es entonces la mujer la que nos maneja. “Pienso que cada tanto conviene cambiar de pareja para… airear la biografía como si fuera un estreno” (OV, 32). “Desde el punto de vista económico, yo era para Anke un buen partido, así lo calibró, sin esconder su entusiasmo por mi dinero.” (OV, 46). “Las mujeres… son capaces de seducir al macho y de convencerlo de que desea lo que no desea, de que es el dueño de los anhelos que ellas esconden” (OV, 59). La mujer puede vivir de ellos.   

La pareja, el matrimonio especialmente, en tanto que el lugar inexorable en el que recala la mujer se convierte en un mero arreglo falto de magia, de verdadero deseo, incluso en una transacción comercial: “¿Que todo era dinero? ¿Eso era lo que los mantenía juntos?... habría que atenerse a las consecuencias. Pronto empezaría a relacionarse con su marido de esa manera tan típica que siempre es cortés, pero que esconde, en la manera de pronunciar “buenos días”, algo que suena “te odio” (MD, 62).  La cuestión se reduce a la habilidad de no equivocarse al elegir al compañero: “Hombres, si te equivocás con ellos, tu vida puede convertirse en un infierno” (OV, 87); pues “los hombres no son la solución, sino el principio de los problemas” (MD, 222). La consecuencia inevitable es el aburrimiento y la alienación, tiempo de ocio sin sentido, regularidad rutinaria del deseo y del sexo, el final de toda expectativa; una situación, a la larga, insoportable. Y esto, unido a que los personajes femeninos de Clara Obligado, a diferencia de los masculinos, no tienen empleos, su proyecto profesional simplemente no existe: son mantenidas por su pareja o viven de ahorros; resultando así que el hombre ocupa el papel del que suministra, sostiene, establece los límites sociales y aparentes de la mujer. “Yo no tenía necesidad de trabajar cuando estaba él… Creo que ahora sería bueno que buscara algo, para distraerme, ¿sabes?”  (OV, 83).

La mujer vive ociosa, pasea, piensa, deambula, espera, se aburre, imagina. Su búsqueda de identidad pasa por el ensimismamiento y la introspección. “Es casi mediodía, pronto tendrá que regresar a su casa [tras una mañana de paseo y ensoñaciones] y preparar el almuerzo para su hijo. Luego pasará la tarde leyendo… acostará al chico, esperará la llegada de su esposo. Será la hora de cenar, lo harán casi en silencio. A la mujer le gusta esta vida en la que todo encaja” (OV, 114). Verdaderamente vive una existencia oculta del que el hombre no tiene la menor conciencia, en gran medida por su actitud dominante  que les impide entender (M, 41), su torpeza con los sentimientos (MD, 142) y su falta de atención: “eres un bruto, un bárbaro… no supo quererla ni escucharla… Ay,… la dureza pétrea de su corazón” (BA, 121). Ese ocultamiento es clave en la identidad de la mujer, forzada a esconder sus verdaderos sentimientos, que escribe a escondidas para desahogarse, que sólo en la proximidad de la muerte quiere explicarse. En un cuento terrible del que Obligado nos da dos versiones, una mujer grita su verdad que nadie oye, por el ruido ensordecedor de una catarata en un caso, y del tráfico de Madrid en el otro. “No sé qué me pasó… estaba allí, gritándotelo, lo he guardado dentro tanto tiempo” (OV, 34). Pero la testigo declara: “Yo supe en el acto que nunca me atrevería a confesarle que no la había escuchado” (OV, 35). 

Ese silencio no elegido de la mujer bajo el dominio del patriarcado tendrá, como veremos después, una proyección enorme; se convertirá en una clave para la supervivencia del individuo en el devenir más dramático de la Historia y alcanzará a formular un nuevo principio organizador del Cosmos (y un anti-Génesis) a partir de lo femenino.

            Esa mujer que vive en un entorno hostil o que ha llegado al matrimonio para cumplir con su papel social no tarda en comprender que esa no es la verdadera vida o, en otros términos, que no es esa su identidad. La búsqueda de sí misma se convierte entonces en su objetivo primordial. “¿A qué pertenecía yo? ¿Cuál era mi sonido en el pentagrama matutino, nuevo y viejo, pautado hasta el infinito?” (M, 16) “Regresa la angustia, por un instante se disuelve toda esa vida deformada y torcida que no le pertenece, se pierde en un espejo cóncavo donde ella no es ella” (VE, 133). Se trata de huir, “llegó hasta Chile, pues no encontraba en su imaginación un lugar más remoto en donde esconderse de su familia, de su destino”. (OV, 28). Los relatos de Clara Obligado presentan en diversas ocasiones el debate íntimo del personaje entre su conciencia de un destino frente a las aventuras del azar. Un símbolo sirve para expresar esta alternativa: el empuje del viento. Leemos: “No era una pluma llevada por el viento sino la querida de un hombre rico” (MD, 114) “A la mujer le gusta esa vida en la que todo encaja. Pero también la arrastra este viento que sopla desde el país vecino” (OV, 114). “Ahora era un ser sin raíces, sin memoria compartida, llevado por el viento” (MD, 189). Surgen entonces las dudas e indecisiones, el vértigo de “otras vidas posibles”. “Piensa en las infinitas posibilidades de una vida” (VE, 47). Estas pueden ser solo imaginadas, y en esa medida consolar, o verdaderamente proyectadas a través de determinadas decisiones. Es preciso elegir, pues sólo así la vida cambia. Decisiones que se toman en un arranque casi inconsciente o, al contrario, tras una larga deliberación íntima. “Desde hace días sabe que ha sido un error casarse, no tienen nada en común… Sin pensarlo, Kristina recoge su equipaje, lo lanza, salta al vacío, antes de que el tren desaparezca, antes de que su marido se dé cuenta de su ausencia, saca un billete en un regional…” (VE, 108).

            ¿Cómo eludir ese destino de esposa sometida a todas las convenciones? La primera opción, repetida en los relatos de nuestra autora, es la infidelidad. El amante, la nueva pareja es la forma más rápida de una nueva vida. “Se imagina también entre otros brazos, los que la acarician en sueños mientras duerme con su esposo” (OV, 114). Incluso planeado con toda frialdad: “Si se retracta de la boda, tendrá el amor, pero vivirá en la penuria… Todo es compatible, el alma en paz. Se casará con el coronel… Pero el día anterior a la boda, se entregará a su amante. Si hay consecuencias, el niño nacerá dentro del matrimonio” (BA, 138). Pero me parece claro que no se trata solo de una satisfacción sexual, aunque también, ni siquiera del cumplimiento de un deseo; es algo más profundo aún, se trata de la necesidad de realización de la propia vida que exige la creación de una nueva identidad. Sin embargo, se estrena la libertad y esta se encuentra, precisamente con el vacío: no hay tal identidad lograda, no puede establecerse un contenido concreto. Por un lado, el nuevo amante carece siempre de solidez, lleva aparejada la contingencia y la fugacidad; por otro, no hay algo así como un sentido dado por el trabajo o la profesión. Esa libertad no se encarna en nada concreto una vez que se ha optado por ella y por la ruptura con la vida dada. Creo que este es el drama profundo de estos personajes. El amor, rara vez se encuentra, los hijos son siempre objeto de emociones ambivalentes: deseo, rechazo, competencia, insatisfacción… El personaje que busca la libertad se topa con la paradoja de que no sabe a dónde dirigirse y, en consecuencia, que cuanto ocurre parece más bien producto del azar. La huida del destino lleva a caer en el capricho de la fortuna. “¿Por eso se había ido? ¿Por eso había abandonado a Fabián? ¿Había sido por causas que nada tenían que ver con él? ¿Pura casualidad?” (VE, 86) “He estado leyendo esas novelitas tuyas… Es un buen truco, pero en la vida no sucede así. La vida es puro azar, querido mío, y la muerte juega a los dados” (MD, 125). Por eso, al evaluar la propia vida, solo cabe constatar lo decidido y las borrosas opciones que no han resultado. “Jugamos a imaginar qué hubiera sucedido de habernos casado entonces, en esa otra vida posible que nunca sucedió” (OV, 99): una frase esclarecedora que Obligado añade en la segunda versión de un relato.

            Los personajes de Clara Obligado, entre los vaivenes del destino y el azar, si es que finalmente no son lo mismo, se encuentran además determinados por dos instancias inapelables: la familia y la Historia. Toda clase de relaciones familiares se citan (padres, hijos, abuelos, tíos, sobrinos, segundos esposos…) como en una red en la que unos personajes iluminan o confunden a otros, donde se emulan o rivalizan, se aman o engañan. Nadie sale indemne de ese tejido. “Cuando alguien iba a su consulta, en su diván se sentaban tres generaciones” (MD, 219). Por otro lado, los grandes hechos de la Historia aparecen asimismo como fuerzas que irrumpen en la vida de los personajes y los arrastran en su torbellino. En particular, los hechos históricos de Argentina (el triunfo del Peronismo, la represión de la Dictadura militar y el exilio) y Europa (la Segunda Guerra Mundial, la Guerra civil española, y, más cercana, la Transición a la democracia). “Del campo de refugiados… Ambas sobrevivieron sirviendo. Paquita no tuvo tiempo de aprender a escribir. Carmen no tuvo tiempo de casarse” (BA, 114).

            El exilio, acaso por razones biográficas, es testimoniado continuamente por nuestra autora como la condición que puede anular al sujeto. Es dolor: “Se siente muy sola. Se emborracha… Tienen un sexo furtivo y triste”  (BA, 91); es el doble deseo frustrado del regreso y la asimilación: “mi único futuro posible era la idea de volver” (OV, 120), “ha comprendido que nunca a poder incorporarse a este país tan distinto” (BA, 91); es la nueva identidad paradójica: “Argeñola” (OV, 33) que permitirá integrarse en algún momento “estoy incorporada. Aunque no puedo resolver de dónde soy” (OV, 129) y cabe hasta bromear con el idioma (OV, 105). Pero, en toda circunstancia, lo innegociable es la reivindicación de la propia identidad, de la dignidad. “Pero yo siempre he sido igual, hago sólo lo que quiero, no acepto presiones ni en las peores circunstancias y preferiría pasar hambre antes que trabajar con ese tipo” (OV, 125): “se promete que, aunque se muera de hambre, no volverá a trabajar en algo que no le guste” (BA, 89). Porque el exilio, más allá de la experiencia de destierro, es la cruz del encuentro de una persona consigo misma, la encrucijada en que se decide si se yergue como individuo o es arrastrado al anonimato.

            Creo que una de las claves definitivas de la obra de Obligado es mostrarnos que, bajo la apariencia de estabilidad de toda institución, de todo orden, la vida verdadera no es sino incertidumbre, inseguridad. Sugiere que la extranjería no es solo la condición esencial del que vive en otra tierra, en especial si su arribo no es deseado, sino que la condición misma de todo ser humano es la de extraño a su propia vida, a la Historia con mayúsculas que no puede controlar y a la realidad total del Universo. Que somos, si cabe expresarse así, extranjeros en nuestra propia existencia. La metáfora de las aguas bajo la ciudad de Madrid en su último libro (BA) no es sólo una curiosidad urbanística, sino la expresión de ese fondo in-firme que se mueve bajo nuestros pies.

            Resulta interesante examinar cómo este esfuerzo de Obligado por recoger esta doble instancia familiar e histórica en la peripecia de los personajes implica una serie de problemas de construcción del propio volumen de relatos y de los relatos mismos. Los últimos tres libros de nuestra autora, que ella concibe como un “experimento narrativo… que expresara el mundo roto que quería representar” (BA, 13) serían, desde mi punto de vista, el esfuerzo por dejar constancia de esa doble determinación; no tanto de lo que está roto, sino de lo que trata de recomponerse. En VE asistimos a vínculos entre cuentos debidos a las decisiones que toman los personajes, que van influyendo en las vida de otros. MD realiza la misma operación, aún más compleja, en el seno de una única familia. “Te va a divertir reconocer la historia de nuestra familia convertida en cuentos” (MD, 214). También en BA, a lo que se suma el espacio compartido y construido entre muchos (la ciudad de Madrid) y la memoria autobiográfica. Los libros se componen ahora de cuentos en los que las historias se interrumpen y son continuadas más adelante, en la que casi nada puede ser narrado hasta el final o que, cuando parece acabado, aún la acción de otro personaje lo desvía. Un ejemplo: Un hombre descubre los textos íntimos de una monja que los ha escondido en un pozo y “susurrando los versos que había memorizado, comenzó a arrojar los poemas de la monja a las llamas” (BA, 150). El relato siguiente nos desvela quién fue esa mujer que en el siglo XVII tuvo que ocultarlos para escapar a la censura eclesiástica. Las historias no empiezan y acaban en la vida de un personaje, ninguna vida se cierra sobre sí misma, deja un efecto en otros. Un ejemplo más: el viejo seductor recibe la piedad de una joven que fue violada a raíz de una fotografía que hizo ese mismo hombre y de esta manera se redime ella también (VE, 67, que remite a 37 y 43). Esta construcción narrativa tiene un efecto inmediato y en buena medida desestabilizador sobre la lectura. Ya no podemos leer el cuento como un todo; leer no es ya una línea tensa como señala la teoría canónica; leer es ahora recordar; hacerse consciente de otros relatos que se han infiltrado en este que tenemos ante los ojos. Se nos exige por tanto un esfuerzo considerable, puesto que las claves no residen en un texto cerrado, sino en el conjunto; se nos invita a una nueva consideración del personaje más próxima a nuestra experiencia de la relación humana. Una persona no es solo lo que hace sino su pasado, sus experiencias, su origen, los condiciones históricas que la determinan. Y no ser capaz de tener eso en cuenta en el momento mismo del conocimiento de su presencia es no comprender su identidad. En este sentido, es muy ilustrativa la técnica empleada por Obligado en varios cuentos en que narra hacia atrás, rastreando el por qué de las acciones de los personajes, tratando de entenderlos: “Estaban por volver… Cuatro horas antes… Esa misma mañana… Ocho años antes…” (MD, 13-16)

Obviamente, esta operación narrativa sería imposible sin una aguda concepción del tiempo. La trayectoria vital tiene un comienzo y un final, “Esto es crecer, pensó. Esto. Un viaje sin retorno… Sintió un estremecimiento de rebeldía” (MD, 175); la muerte es lo irremediable, lo que frustra definitivamente nuestros planes: “Esa es la vida de los muertos, el instante en que todo se va” (BA, 108); lo que impele: “Se trata de vivir hoy, de disfrutar el presente” (VE, 98); porque nuestra huella por el mundo, esa que queda en los demás durante un tiempo, se perderá también como una marca en la arena. “Poco más tarde, con la pleamar, el dibujo y su misterio se habrán borrado” (VE, 140). No faltan en algunos relatos de Obligado referencias al Misterio de lo Real, del Tiempo, del Devenir encarnadas en las imágenes de las estrellas, aunque con una enorme sobriedad que no resulte consoladora, y que termina en su último libro con una visión de un Universo formado desde una categoría absolutamente distinta, silenciosa, discreta, femenina. “Algunas tradiciones sugieren que la diosa cabalgó… y se marchó a organizar otras galaxias. De su obra colosal no se habla porque del silencio de las diosas se nutren las cosmogonías” (BA, 176).

Es palmaria la actitud antiintelectual de los relatos de Clara Obligado. Por un lado, los estudiosos y eruditos, siempre hombres, son aburridos, enfermizos, obtusos, miedosos de perder sus esquemas: “Aquellos intelectuales parsimoniosos y acartonados” (M, 53). “Todo lo cataloga con el terror de los intelectuales a que se les derrumbe el mundo” (MD, 141). “Tú, como buen científico, eres concentrado, obsesivo, quieres que las ideas se desarrollen hasta el final, y te gusta poner el broche de oro” (BA, 50). La cultura es represora de lo instintivo y vital, Obligado se complace en desestimar la cita culta “Kant decía algo sobre el tema, pero no recuerda qué” (BA, 82) o degrada las preguntas filosóficas para preocuparse por lo cotidiano “Lo fundamental no es la solución de los grandes enigmas, sino la vida de todos los días” (MD, 125) o por lo más trivial en apariencia: “La gente escruta el cielo, pero no para admirar las nubes ni se preguntan dónde está Dios, es por esa mierda de aviones” (BA, 108).

        La razón última estriba en que hay la desconfianza en que la razón pueda asumir la vida sin desvirtuarla, sin destruirla: “desconfío de las ideas abstractas, de la lógica cartesiana” (OV, 32). Estas reservas no pueden dejar de implicar, por otro lado, al propio ejercicio de escritura. Y, así, los relatos declaran la necesidad de la literatura y, al mismo tiempo, su insuficiencia; necesaria porque sólo así es posible la comprensión; pero llamada al fracaso en la medida en que nunca da con el hueso último de lo real. Tras cita de Proust, se pregunta un personaje que escribe: “¿Escribimos para atrapar el tiempo? ¿Sobre la vida que pudo ser y no fue?... No tengo ni idea, pero la ficción siempre consuela… Todavía me pesan todas esas historias sin solucionar… Todo lo que cuento es cierto, menos la mayoría de los hechos… Dicho de otro modo, los hechos no son exactos, las consecuencias, sí… ¿Cómo adivinar qué vacíos deja la imaginación?” (MD, 209. 212. 217. 219) Y, además, porque finalmente ese esfuerzo es baldío y acaba perdido, en la medida en que todo texto es un objeto y todo objeto, en tanto que materia, está llamado a desaparecer. La situación a la que nos conducen es verdaderamente paradójica: los relatos se suman unos a otros, recorren vidas y nos exponen el entramado infinito de que forman parte y, al la vez, la vida es eso que siempre se escapa una y otra vez, más allá de ellos. La asombrosa conclusión del personaje recae en ese desdén por el pensamiento, la letra, la posibilidad de hallar la verdad de una vida, de una saga familiar: “debería dejar la escritura para dedicarme a las plantas. ¿No es, en el fondo, lo mismo?” (217); el relato concluye con el irenismo tras una noche de amor: “«Nada de lo que recordamos es verdad. Nada de lo que imaginamos es mentira»… satisfecha como una gata, en paz con el mundo… repito esa frase misteriosa y trémula: así es la vida” (MD, 225).

No hay más sabiduría que buscar la felicidad. “Mi propia oración laica: «Bienaventurados los felices, porque de ellos será la sabiduría»” (MD, 214). Felicidad que se busca en la libertad, en el amor que, ay, es tan difícil de encontrar, en esos arreglos de verdad y mentira de la convivencia conyugal y las otras parejas, en las segundas oportunidades, en la imaginación a falta de posibilidades reales y, sobre todo y ante todo, en el sexo. Muchas páginas de Clara Obligado son homenajes a la pasión, al goce, a la realización del deseo con toda su carga instintiva, inconsciente, casi biológica. “Se me despertaba el instinto… Al fin y al cabo, era natural” (OV, 20); sobre todo en la juventud: “terminábamos desnudos, felices, corriendo contra las olas como cachorros” (BA, 70), aunque “a ninguna edad se está al margen de la pasión” (OV, 72). Algunos relatos son puros divertimentos, humoradas, incluso separados por una sola página de otros cuentos crueles o terribles. Nuestra autora todo lo mezcla, como en la vida, encontramos esa alternancia de dolor y embriaguez. Una confusión de emociones, sentimientos, imaginaciones y barruntos. Cada ser humano, y en particular la mujer, protagonista de estas historias trata de mantenerse en pie, de sobrevivir, aunque no siempre lo logre, contando casi exclusivamente consigo misma, con su cuerpo, bajo un cielo estrellado cuyo enigma se quiere abolido pero que resurge cada vez, arrastrada por antepasados y relaciones que no pueden controlarse, y por el viento de la Historia que nos vuelve víctimas. Esa épica, a pesar de todo, será borrada de la faz de la tierra. Y, sin embargo, incluso en el momento de la desesperación, hay la constancia de un gesto heroico; hay el momento de la rebeldía moral, aunque sea inútil; el instante de amor por la vida. En uno de sus relatos, una madre al borde de la muerte, en los tiempos más oscuros de la Prehistoria, siente el deseo de devorar a su criatura recién nacida para salvarse; pero no lo hace. “La hembra, cansada, siente que en algún lugar de su cuerpo despierta una emoción desconocida… Cierra las mandíbulas, aprieta los dientes, se contiene…. Y cuelga el talismán en el cuello de su hija” (VE, 19).