Mi hija, que ha cumplido veinte meses, se mira en una filmación que le hicimos cuando tenía ocho; no se reconoce.

Ve a su madre, me ve a mí. Pero en lugar de aceptar a la niña con la que estamos en la pantalla, señala su propio cuerpo de ahora, reivindicándose.

En algún momento tiene un arranque de pánico y se nos abraza como si presintiera un peligro en esa figura extraña que sólo emite unos sonidos, que no sabe andar y sonríe de frente.

Yo también me pongo a mirar a la cría de la película. Está claro que reconozco su imagen pasada, aunque la había olvidado en buena medida. De pronto me doy cuenta de lo distintas que son. No únicamente porque sus habilidades han cambiado tanto, mi hija ahora tiene una expresión ganada que ya no se corresponde con la experiencia de entonces. Y comprendo que no se reconozca en esa imagen y piense que es otra persona la que ve.

Mi hija no quiere que digamos que es ella. Presiente un temor en que nosotros podamos amar a la niña que ya no es en absoluto, esa apariencia de la forma que no sabe ni puede asumir o integrar.

Un adulto, fácilmente tratará de contarnos lo que hizo, lo que le ocurrió, los buenos tiempos duros del principio de su juventud y de sus trabajos, qué hábil fue en sus reacciones, presumirá del camino que lo ha llevado a los resultados de hoy, quizá a su cima, al bienestar. Nos ocultará lo que ha perdido, las contradicciones que se ha tragado, la derrota en otros campos o las renuncias irrenunciables. El adulto salvará de su pasado lo que le conviene para guardar el retrato que procura. 

            El adulto miente; no le queda más remedio, porque sabe de la continuidad, porque sabe que la vida es una biografía. Más lamentable aún cuando pretende borrar su trayectoria confundiéndola con la memoria colectiva y sus nostalgias, o con azares reivindicados en la estrategia de lo casual. Tarea inútil ante nosotros si ya sabemos a quién amó, qué puesto procuró, qué excusa empleó… es decir: qué le ha dolido, qué le arrancó una verdadera sonrisa, qué herida quiso restañar.

Una niña de veinte meses ya no es una de ocho, no se parecen en nada. Sin duda que pronto se dará cuenta de esa continuidad que las dos imágenes comparadas ahora la hacen increíble. Pero ella puede reivindicar su verdad propia de hoy sin el menor asomo de mentira. Ni degradación. En su caso, su inocencia es auténtica.

La cuestión es si nosotros podemos recuperar, aun parcialmente, ese momento de origen. Cómo liberarnos del peso de nuestros errores y maldades, de nuestra dureza recibida de la costumbre social y nuestro deseo de prestigio. Cómo sentirnos, en verdad, diferentes, no ya de lo que éramos cuando teníamos pelo, menos peso, la piel tersa, etcétera (eso sobre lo que bromeamos); sino cómo salir de lo que somos hoy que nos encadena, cómo abrazar bien lo que nos felicita. 

            Mi hija de veinte meses se señala el pecho en nuestra presencia. Nos mira mientras con su mano abierta se señala el lugar del corazón.

                                                                                                                        


                                                                                                                                        (9 diciembre 2010)