Quim Monzó (Barcelona, 1952) ha publicado los libros de relatos Ochenta y seis cuentos, 2001, por donde se citan las obras reunidas: Uf, dijo él, 1978 (UF), Olivetti, Moulinex, Chafffoteau y Maury, 1980 (OLI) -ambos en catalán, muchos de cuyos cuentos fueron recogidos en Melocotón de manzana, 1981, en castellano-, La isla de Maians, 1987 (ISL), El porqué de las cosas, 1994 (EPQ) y Guadalajara, 1997 (GU). Además, ha publicado El mejor de los mundos, 2002 (EMM); Tres navidades, 2003 (TN) –incluye dos inéditos y uno anterior–; la antología Splassshf, 2004 y Mil cretinos, 2008 (MC). Las fechas corresponden a las traducciones.

            La mayoría de los cuentos de Quim Monzó no ocupa en sus libros una posición significativa; algunos son divertimentos que incluso pueden dar la apariencia de frívolos y rechazar una voluntad asertiva: “Escribes para no hablar. Te crees que estás por encima de las circunstancias y no eres más que un mamoncete, como todos los demás” (OLI, 150-151); “no consigue centrar la historia, tal vez porque de hecho –hace tiempo que lo sospecha– no tiene nada que decir” (MC, 126). Sin embargo, creo que para la obra de todo escritor es posible, e interesante, ensayar una interpretación que descubra en ella un pensamiento. En el caso de Monzó, además, este intento vendría justificado por la tersura y precisión de su estilo, la fidelidad a sus temas (el sexo, la pareja, el amor, la insatisfacción, el conflicto individuo-sociedad) y su atenta observación del paradójico comportamiento humano.

En su primer relato, un personaje lamenta las intromisiones que durante años lo han frustrado: “Ah, si pudiésemos acabar este coito que empezamos hace ya tanto tiempo… y, erróneamente, preveíamos que, como mucho, en una hora habríamos acabado” (UF, 15). Como en este cuento, el placer sexual es casi el único motivo de acción de los narradores, casi siempre varones, de sus libros iniciales. No se busca el amor o la pareja, se desea un encuentro rápido y sin consecuencias. En estas historias brilla el estilo fresco, directo, incluso crudo de Monzó: “Ella sabe que… ese hombre… no se anda por las ramas, que hablar es lo que menos le interesa en el mundo, y que si la ha invitado a cenar en su casa es, sin la menor duda, para empalarla a los pocos minutos” (EPQ, 266). “Me gusta entrar en una casa cualquiera… desabrocharle la bragueta, sacársela fuera, mamársela, bajarme las bragas y follar sobre los escalones” (ISL, 187). El deseo no ceja con la edad, como quien en el geriátrico habla de las enfermeras: “He tenido que decirles que no me duchen, porque se me ponía el rabo como una vara” (MC, 16). Esa ansia de goce ocasiona infidelidades, situaciones de enredo, traiciones cometidas con absoluta frialdad. No importa de quién se trate, la pulsión se impone sin que medien consideraciones de ningún tipo. ”Ella acogió con una sonrisa el cambio de asiento de Z… bien pronto ya no se decían nada: se besaban, se abrazaban, buscándose bajo las faldas y los pantalones” (ISL, 186). En realidad, vale todo con tal de satisfacerla: “Mientras se abrazaban… Muy sinceramente, lamentaba (de una manera que no identificaba del todo con la culpabilidad) no haberse interesado por lo que pasaba por la cabeza de la mujer, ni por lo que hacía en la vida… y reconoció que, en efecto, en los últimos tiempos la gente le daba lo mismo” (ISL, 158). “Lascivia”, “lujuria”, son expresiones que emplea Monzó para caracterizar ese comportamiento; el placer es el objetivo por más que se enmascare; no alcanzarlo, un fracaso: “Todos, indefectiblemente y por mucho que lo adornen, en el fondo ligan con ella llevados por la lubricidad. Lubricidad a la cual ella cede… porque… desde muy pequeña ha sido de naturaleza enamoradiza” (EPQ, 290). No se oculta que esta obsesión puede llevar a convertir al otro en mero objeto: “No haces otra cosa que hablarme de la polla. – De tu polla. – Nunca me dices si yo te gusto… – Te has vuelto loco” (EPQ, 300); o a perseguir una imagen de sí mismo a través de infinidad de operaciones de estética por las que, paradójicamente, acaba volviéndose irreconocible. Sin embargo, el goce sexual proporciona una forma de salvación, como en el relato final en que el amado se convierte en un ave que vive en el interior del cuerpo de su amada (UF, 58-59). Un texto con voluntad de expresión generacional expone con crudeza la opción por el deseo a cualquier precio: “He hablado de mi vocación por la depravación… aprendimos a hacernos cínicos y aprovechados… Nos negábamos los sentimientos (y éramos sentimentales como pocos), y sólo nos conmovían objetivos de los que pudiésemos sacar algún beneficio”. “Agenciarse una novia era seducirla, cautivarla, tirársela y abandonarla al cabo de tres cuartos de hora” (ISL, 140.142). La amoralidad es su consecuencia evidente –y habrá algún relato donde el atraco o el asesinato sean presentados de ese modo–. Pero, más allá incluso, se debe a la perspectiva de que el Mundo entero consiste en una multiplicidad de deseos imposible de armonizar ni dotar de sentido; así se afirma en el relato “La creación”: “un señor vestido de gris pide el juego del parchís, y un señor chapucero pide el salero, y un tranviario desconocido pide una cabeza de burro con cocido, y una puta con bigote rubio pide pan con tomate en el Vesubio…” (UF, 47).

Leemos como el fracaso amoroso conduce a los jóvenes a un deambular patético por las noches de la ciudad, desorientados, sin proyecto: “Quedamos solos y en silencio, perdidos como nunca. Nadie se atrevió a decir ni pío… y todo el mundo fue huyendo hacia las residencias cotidianas” (UF, 36). Monzó emplea unos tonos melancólicos que ya no observamos después en su obra.

            El ser humano busca sexo y amor. La pareja, el matrimonio son las instituciones sociales que deben encauzar ambos deseos de una manera ordenada. Los relatos encaran ahora las consecuencias de esa vida en común. Pero casi sin excepciones el resultado es deplorable. Él y ella caen en el aburrimiento, no se comunican, no se entienden: “a Víctor le parecía una actitud pija y despectiva. Víctor no ha sabido nunca que Berta lo hacía también por nerviosismo” (EMM, 49-50). Además, la pulsión sexual no queda satisfecha y son infieles el uno al otro, se engañan, se mienten; en realidad, decir la verdad es contraproducente. La pareja como lugar de dicha y estabilidad fracasa. “Oigo cómo cierra la puerta, pienso en el montón de veces que se la había oído cerrar y recuerdo lo horrible que es la vida en pareja” (MC, 29). Con el matrimonio se tiene la certeza de que acabará el amor: el marido engañado le dice al amante de su mujer, que ya está harto de ella: “–¿De veras quiere quitársela de encima?... Nada más fácil. Haga como yo. Deje de rehuirla, no se esconda, sea amable, tierno, considerado. Hágale más caso que ella a usted. Llámela, dígale que la quiere como no ha querido nunca. Prométale que le dedicará la vida entera. Cásense” (EPQ, 297-8). Incluso en la vida sexual, y especialmente ahí, se producen continuos desencuentros, como en el tristísimo relato: “Vida matrimonial” en que ambos se masturban por separado: “Zgdt… llora contra la almohada… Y cuando oye que Bst ahoga el gemido final contra el pulpejo de la mano, grita con un grito que es el grito que ella se muerde” (EPQ, 273). Un grado mayor de degradación vendrá con la convicción de que el cónyuge y la vida a su lado son perfectamente intercambiables. Un personaje confunde su casa con otra y se queda a vivir en ella con otra mujer (ISL, 163). El príncipe, tras besar a la princesa dormida en el bosque y con la que habrá de casarse, descubre que hay otro claro con otra igualmente dormida esperándolo. En estos cuentos breves, el estilo de Monzó se hace notarial, escueto, aunque no esquemático; prescindiendo de los nombres y la caracterización de los personajes, de descripciones y detalles, incluso de explicaciones psicológicas, quedan más al desnudo los comportamientos. “En las últimas semanas apenas se han visto tres veces, y los encuentros no han sido alegres. Sin habérselo dicho, los dos saben que el encuentro de hoy es para despedirse irremisiblemente” (EPQ, 291).

            En definitiva, el amor es imposible o se ha perdido por el camino de la relación. Y, si no, se balancea entre momentos de felicidad y amarga convivencia: “Se habían acabado las partidas de póquer, los pies sobre la mesa… Claro que volvían… la mermelada de los domingos por la mañana, las dos entradas escondidas bajo el sombrero. Pero también los pelos en el lavabo… los consejos fuera de tono…” (OLI, 101). Amar es factible sólo en algunos casos contados; pero a quién y por cuánto tiempo, y cómo estar seguro de él, imposible saberlo. Con todo, la aspiración al amor se muestra irrenunciable: salva de la soledad, vale más que el poder y el sexo, aunque duela. “En la franqueza de sus ojos azules lee el veneno que la hará sufrir una vez más… Pero ¿acaso no lo daría todo por sentir una vez más ese veneno…?” (ISL, 206). Y posee una fuerza vital, como en la paradójica historia de un joven que se casa con una enferma terminal, por lástima y no puede separarse cuando ella, debido al amor, se cura.

            Otros personajes desarrollan deseos extravagantes que los distinguen de los demás: comer letras, caminar en dirección contraria, seguir una vida metódica… Frente a ellos, el orden social ejerce un poder que reprime esa diferencia y trata de imponer sus tradiciones. Tal conflicto adquiere formas absurdas: una familia acostumbra cortar un dedo a los niños, una masa de gente lincha a un conductor, unos jóvenes se adueñan de un bar donde gente mayor descansaba tranquilamente, un niño con una hemorragia es recriminado porque el suelo no se mancha; todo el mundo en una casa tiene la misma estatura o unos albañiles se obcecan: “Lo quiero a un metro. Es que no se ponen a un metro, siempre se ponen a ochenta y cinco… lo explicito: lo quiero a un metro. Lo normal es ponerlos a ochenta y cinco, dice el albañil” (EMM, 137). En este sentido, varios relatos someten a una revisión crítica y desmitificadora textos que han configurado saberes y modelos de comportamiento colectivos: la sociedad hipócrita en “La cerillera”; la Bella Durmiente despertada tras la cópula, no por un beso; Ulises esperando sin fin dentro del caballo de Troya; el rechazo de la Virgen María en la Anunciación a ser madre; la mujer disfrazada de Rey Mago que hace llorar al niño cuando este “observa a escasos centímetros el soberbio pezón que se marca en la blusa real” (TN, 57). La mayor parte de las veces no hay más solución que no resistirse e integrarse en esa masa. “Tarde o temprano tendría que enfrentarme a ellos, si no iba yo, vendrían ellos. Empecé a desandar el camino hacia el cine. Pensé: llegaré y me estarán esperando todos” (OLI, 138). El linchado se une a los linchadores contra otro: “le pego cuatro hostias y un rodillazo… acciones que la muchedumbre acoge con gritos de aprobación; algunos me felicitan y me dan golpecitos en la espalda” (EMM, 237). Robin Hood comprende que no puede cambiar la sociedad cuando, debido a los robos y las reparticiones que ha hecho “los ricos viven en la miseria y los pobres andan en la abundancia y el despilfarro” (GU, 415).  

Hemos visto a lo largo de sus libros a jóvenes moverse con la certeza del deseo y a personajes más maduros debatirse en su vida conyugal. Según avanzamos en ellos, advertimos nuevas cuestiones: la necesidad de hacer balance y dar un sentido a la propia vida; y la insatisfacción. Los cuentos constatan un malestar que no cesa ni aun cuando lo que se pretendió en un momento se ha logrado. La felicidad estable es socavada por un deseo sin nombre, percibido no con un perfil concreto e identificable, sino como una ausencia que no se colma de ningún modo. “En casa se está bien, está bien tener la cabeza de Julia sobre la barriga, está bien oír cómo los niños juegan y ríen… Pero ¿y si fuera a dar una vuelta?” “También yo siento la desidia de la placidez. La desidia de que todo esté en su lugar, confortable. No es que ahora quiera la incomodidad, la desgracia, la tristeza, en absoluto. Quiero que la vida sea fluida y sin tropiezos, pero a veces me angustia de tan tranquila como es” (EMM, 86.87). Un hombre casado, con estabilidad, tras dejar a sus hijos en el colegio “se cubre la cara con las dos manos y, con todas las fuerzas de que es capaz, intenta llorar; pero nunca lo consigue” (EPQ, 309). “Me siento en la terraza de un bar y paso un par de horas… dudando si sería mejor hacer esto o aquello… Pero… también me harto de dudar si hacer esto o aquello” (EMM, 94). En realidad, no se sabe qué se quiere. “Soy el gnomo de la suerte… Formula un deseo y te lo concederé… Han empezado a pasar los cinco nuevos minutos para decidir qué quiere. Sabe que si no le alcanzan le queda la posibilidad de pedir un nuevo gnomo igual a este, pero eso no lo libra de la angustia” (EPQ, 347).

Al principio, la vida parecía de una riqueza imposible de inventariar, y Monzó se entretiene en catalogar y enumerar esa diversidad: los objetos, los tipos de personas que habitan un edificio, las alternativas de hablar o no, las casas…; pero además se acaba por reconocer que es misteriosa: los otros no son fáciles de conocer, el exterior de uno mismo ha de ser descifrado pues sólo nos llegan señales equívocas de él. “Fue descubriendo el tejido de odios, rencores, amores y malentendidos que había entre la gente que le rodeaba” (ISL, 241): nada es lo que parece. “Todo el mundo menos él comprendía tácitamente que una cosa es lo que se decía que se tenía que hacer y otra diferente lo que de verdad se hacía” (EMM, 180). La incertidumbre lleva a los personajes a interminables debates íntimos, a menudo humorísticos, que esconden una gran tensión. “Z pensó, también, que ella debía de pensar que él pensaba que ella pensaba que él pensaba que ella pensaba lo mismo que él” (ISL, 182).  Finalmente es preciso decidir: escoger y desechar, lo que lleva a que la vida ejerza sobre el individuo una constricción insoportable: “El inicio de un amor, la primera mirada, el primer beso, ¿no son más ricos que lo que viene después, que inevitablemente lo convierte todo en fracaso? Las cosas tendrían que empezar siempre y no continuar nunca” (GU, 497). En un relato una mujer para destruir el pasado desmonta todos y cada uno de los objetos de su casa hasta las propias baldosas y acaba arrancándose la piel.

A este panorama de confusión, posibilidades inseguras y frustraciones, se suma la constatación de que existen límites infranqueables, la vejez, la enfermedad y la muerte. La conciencia de la degeneración física y el fin se hace patente en los relatos por más que pretendan ocultarse. Una familia convive con un hermano muerto, una mujer mantiene su bebé fallecido en su vientre. La enfermedad nos asedia, descubre nuestra vulnerabilidad y nos vence: “El padre… hace un montón de años que vive pegado a una máquina de oxígeno. Antes se levantaba y se sentaba en una silla, pero ahora ya no tiene ganas”. “No los puede enterrar porque todavía están vivos” (MC, 91.114). Tratar de engañarse en esto es tan inútil como pretender enseñar a hablar a una piedra (EPQ, 360). No hay salida, incluso vemos a un anciano quejarse de que no puede acabar con su vida por falta de fuerzas para subirse a la ventana.

Los cuentos de Monzó han trazado un arco: del sexo como urgente necesidad al tiempo en que el deseo se realiza; del qué de nuestras múltiples y a veces extrañas conductas a su porqué, y de ahí a la deriva de la existencia por la incertidumbre, como ocurre en muchos de sus relatos, cuyo final a veces barrunta la repetición y, no obstante, queda abierto. La vida es adentrarse en un laberinto, un viaje; como el caso de un personaje que circunnavega el mundo sin obtener una experiencia que llene su vacío. Acaso sea preciso aceptarla como es, pues en ello consiste ese sabor particular de existir. “Cuando llegue el mañana que he preparado al milímetro con el fin de que nada falle, añorar aquello que no saboreé… En consecuencia, vuelvo a perderme todo cuanto tiene de bueno, porque dedico todo el día a prever al milímetro los peligros del nuevo día siguiente que se acerca, amenazador” (MC).