Con 21 años, era su primer destino. Una aldeíta cercana a la frontera con Portugal. La maestra iba sentada en el viejo autobús de línea que la sacaba de allí, primera etapa en el viaje hasta su casa de Ourense. Empezaban las vacaciones de Navidad y en la cabeza todavía revoloteaban los niños despidiéndose de ella mientras se sorbían los mocos, las felicitaciones de las mamás, el camino de lodo con los zuecos hasta llegar a la plaza... Y entre curva y curva, aparecían también las imágenes llegando al calorcito de su cocina, abrazando a sus padres, ese café bien negro como a ella le gustaba. Eran sus primeras temporadas fuera de casa, ejerciendo la profesión de sus sueños.

        Apenas llevaban media hora de camino, cuando saliendo de una cuesta, aparecen los carabineros para dar el alto. Frenazo y griterío asustado del pasaje. El chófer escupe una blasfemia que corona masticando a viva voz: «¡Con  trol!». Años cincuenta y pico en España. En los pueblos de las montañas la gente pasaba hambre y el contrabando era una forma de supervivencia. Al lado de la maestra va sentada una mujer no muy mayor, con su pañuelo en la cabeza y su vestido negro de luto, mal abrigada para el invierno que empezaba. Sus manos empiezan a temblar y con ellas las rodillas que sostenían una cesta cuadrada con tapa de madera.  

– ¡Ay, Virgen!, señora maestra, ¡ayúdeme por Dios Bendito! Levo dúas velas e seis bobinas de fío. Tamén algo de café. Van quitármelas e van levarme con eles. ¡Ay, miños fillos!, ¡¡doña Olga, ayúdeme!! –La tapa de la cesta castañeaba con el temblequeo de la mujer.

La maestra agarró la cesta, la trajo para su regazo y la tapó con su gabardina. A cambio, le dio a la mujer el bolso que llevaba.

– ¿Hay algo que declarar? –gritó el carabinero que se subió al bus con un tono de amenaza rutinaria condescendiente, sabedora de todo lo que se cocía en esa comarca fronteriza.

– ¡Síii! –gritó la maestra mientras levantaba la mano como una flecha, igual que sus parvulitos hacían en los pupitres viejos de madera de su escuelita. La mujer sentada a su lado, que ya estaba pálida desde que el bus se había detenido, dejó de temblar, como si se hubiese convertido en estatua de sal. Se dio cuenta que había pedido ayuda a esa maestra jovencita que apenas la conocía en realidad. Y ese pensamiento la petrificó.

– ¿Qué tiene que declarar la maestra?

– ¡Pues que tengo que llegar a Celanova a tiempo para coger el autobús para Orense y que si usted nos entretiene mucho lo perderé y no podré regresar a mi casa!

– ¡Tiene usted razón, señora maestra! –dijo el carabinero abandonando su pose inquisidora y adoptando un tono galante, eso sí, sin dejar su superioridad burlona.

– ¡Chófer, arranque ya y buenos días a todos!

Sólo pasada la siguiente curva la mujer de negro volvió a respirar y también la maestra resoplando aliviada, sonriendo de reojo a su compañera de asiento. Para sí iba pensando: «pues no pasan ya suficiente hambre como para que además les hagan sufrir más».

Iba creciendo una maestra de raza, como le dirían en el homenaje que recibió el día de su jubilación. Toda una maestra de aldea, que entregaría 44 años de su vida a su profesión de parvularia, escuchando lloros de madres, consolando abuelas que criaban solas a sus nietos cuyos sus padres estaban en Alemania o Suiza; piedra en el zapato  para algún que otro alcalde, inspector de educación o párroco. Corazón que hacía cálida esa madera de la escuelita de aldea, el pequeño hogar para tanto rapaciño; abogada, consejera, catequista y madre suplente: toda una maestra de aldea.   



                                                                    [De la serie «Contarla para vivirla»]





Paco Aperador. Tengo 61 años. Mis estudios proceden del campo educativo: Educación Especial y Educación de Adultos. Ahora trabajo en una ONG en tareas de formación. He trabajado siete años en Ecuador como voluntario en un área rural con proyectos de desarrollo comunitario. Años más tarde tuve la oportunidad también de trabajar en Panamá con organizaciones campesinas que defendían su tierra frente a la voracidad de la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) y sus proyectos de ampliación con creación de embalses.

He empezado a escribir porque siento que elaborando con cariño mis recuerdos, recupero  historias, personas, situaciones, lugares que me han dado forma como persona y que son como los créditos de este tesoro llamado vida. Me parece que si no la cuento, no la he vivido con intensidad. Eso sí, aprendiendo siempre de los maestros; porque para contar algo valioso, hay que intentar hacerlo bien.