Seré honesto. Esta noche tendré un encontronazo con la poli. Nada grave. Las calles estarán frías, vacías, mal iluminadas. Será más de medianoche y yo estaré realmente cansado. Regresaré a casa después de tomarme unos tragos con las hembras del taller de escritura (no habrá suerte), conduciré el biplaza a toda pastilla y echaré un vistazo rápido a unas cuantas mujeres que corren semidesnudas calle abajo. A cien metros del garaje, en la avenida, doblaré a la izquierda sin preocuparme de la línea continua que prohíbe el giro. Tras la maniobra, veré un coche patrulla aparecer al fondo de la calle. A pesar de la negrura, adivinaré el grupo de luces fijado al techo del vehículo, y estaré seguro de que los polis, a su vez, me habrán visto cometer la infracción. Pisaré a fondo el acelerador sin atreverme a mirar hacia atrás y rodearé un par de manzanas para perderles de vista. Será el último tramo hasta alcanzar la madriguera.

 Rodeo la primera manzana. Los polis rodean la primera manzana. Doy un bandazo a la derecha, otro a la izquierda. Enseguida, otro más a la izquierda. Los polis dan un bandazo a la izquierda, otro más a la derecha. Enseguida, uno más a la izquierda. A un tiro de piedra pulso el botón del mando a distancia al tiempo que cruzo el convertible, que deja un rastro gomoso en el asfalto, y lo detengo frente a la boca del garaje. Pero el portón de hierro es demasiado pesado. Apenas ha comenzado a quejarse cuando el coche patrulla ha enfilado la calle y ve asomar el culo del Roadster, con pintura metalizada White Silver, entre los demás vehículos estacionados. Se detiene detrás del biplaza, con lo que desbarata cualquier intento de evasión por mi parte.

 Nada grave.

 Los polis me han dado caza justo en el acceso a la madriguera. Apuesto una comida a que van a reventar la noche haciendo sonar la sirena. «¡Uuhha!». «¡Uuhha!». «¡Uuhha!». Pero ningún aullido sonoro detona la noche, y todo se mantiene en calma. Es como si una paz extraña flotase en el aire. Ráfagas de luz azul, con matices púrpura, prenden los muros de los edificios y dan forma al escaso mobiliario urbano. A esa hora la mayoría de personas descansan en sus viviendas. Puede que el resplandor azulpúrpura haya llamado la atención de alguno que se ha acercado a la ventana para ver entre las cortinas lo que sucede al otro lado del cristal, aunque lo más seguro es que estén todos acostados cara al techo, apareándose en amplias camas llenas de enormes animales de peluche. Los humanos somos incapaces de pensar en otra cosa.

Mientras tanto, en el callejón, continúa la calma. El portón a medio alzar, tanto que puedo apreciar la hondura húmeda y lóbrega del aparcamiento. El tiempo se hace eterno mientras el portón desciende lentamente debido al abandono de su sistema hidráulico, quejumbroso como los amortiguadores de un viejo camión. Finalmente, el agujero queda convertido en jaula y yo detengo el motor del descapotable. Los polis detienen el motor del coche patrulla. Un poli sale del coche patrulla. Con pasos mecánicos, dando saltitos, se acerca a husmear el Roadster, con pintura metalizada White Silver. Patea suavemente el pavimento con sus tarsos finos como alambres mientras yo bajo la ventanilla. Tiene el pico picudo, la cara ovalada, la mano lista y apoyada en la funda del revólver. Se pasa la otra mano por una especie de penacho gris azulado. Me aborda. Buenas noches, dice. ¿Ha bebido? No. La verdad es que no, digo yo. Lo juro. De acuerdo. Tranquilo, dice él. No va a pasarle nada. Gracias, digo yo. Sin problema, dice él. ¿Se ha divertido esta noche?, pregunta él. Vengo de trabajar, le explico yo. Déjeme ver su documentación y la del vehículo, dice él.

 Resulta cómico, pero a nadie le gustan los polis. Y menos si pertenecen a algún tipo de gorrión común. Pueden llegar a intimidarnos, de modo que asiento con la cabeza mientras palpo a tientas entre pañuelos, gafas y manuales, en busca de la documentación en la guantera. Pero el carné de conducir descansa en un pequeño compartimento en el reposabrazos. Saco la mano por el hueco de la ventilla, le alcanzo los papeles al poli. Un lado del carné está regado de crema lubricante. El otro parece limpio. El carné es azul bajo la luz azul del vehículo de la pasma. El poli me devuelve el carné, se frota las plumas primarias en la tela del pantalón y dice: Está sucio. El carné está sucio. Yo me encojo de hombros, pero sé muy bien de qué está manchado. Límpielo, dice. No sé qué decirle al poli. El carné está sucio y yo me siento un cerdo. Incluso percibo su mirada atenta mientras él nota mi nerviosismo. En el hueco abierto en la puerta, junto al bote con crema lubricante, encuentro un trapo con restos de pintalabios. No recuerdo quién ensució el trapo, pero froto el carné en él y se lo ofrezco nuevamente al poli, que chasquea las plumas primarias para comprobar que el carné está limpio. Observa el carné mientras yo observo su plumaje. Acaricia el plástico, lo junta a los papeles del vehículo y se lo acerca a un segundo poli, que ha salido del costado derecho del coche patrulla y se ha colocado al lado de su compañero. Está claro que no es un segundón, simplemente es más joven que el primer poli. Da un salto hacia delante y se aferra a la manivela cromada de la puerta con las plumas primarias. Es un gorrión que luce un penacho soberbio, de tipo argentino, desgarbado y algo feo que ha hinchado el pecho al saludarme. Creo que ha pisado el acelerador a fondo, dice fijando su pupila azul en la mía. Ha planeado como un hidroavión, caballero, nos ha costado seguirle. Dice: Le ha dado cera al motor. Puedo olerlo. Gasóleo, dice él. Gasolina, digo yo. Gasóleo, dice él.

 El caso es que huele a humo de combustible. Y no me extraña: he acelerado como un loco para intentar darles esquinazo a los polis. Pero permanezco en silencio en mi coche detenido, y dispongo de tiempo para pensar en los humanos como seres propensos a acabar enloqueciendo. No sé si las aves sufren ese mismo problema, aunque supongo que no. Los agentes agitan su perfil de pájaro después de haberles preguntado: ¿Estáis seguros? Sí, mierda, dice el segundo poli sin dejar de remover su penacho soberbio. Estoy completamente seguro. El primer poli le dice al segundo poli que se acerque al coche patrulla para comprobar la documentación. Se la entrega, y este regresa dando saltitos al coche patrulla y se mete en el vehículo para confirmar mis datos y los del biplaza. Quedo a la espera. Mientras tanto observo el habitáculo del coche patrulla falto de iluminación. Varios fogonazos azules seguidos de otros púrpura seguidos de otros azules seguidos de otros azulpúrpura.

 Con los brazos en el regazo, espero.

 Lo único que sucede en ese tiempo es que el coche patrulla continúa arrojando su luz azulpúrpura contra las fachadas de los edificios circundantes, una y otra vez. Y se escucha un llanto proveniente de una de las viviendas y entonces yo siento frío en los brazos. Y en la espalda. Pero eso no evita que alcance a escuchar el crepitar de la radio del coche patrulla cuando el primer policía clava sus pupilas en las mías y yergue el pescuezo, sin dejar de mirarme. Como el pavo que se sabe decapitado el mismo día de Acción de Gracias. Mientras espero el regreso del segundo poli, sigo recreándome en la mirada azulada y redonda del primer poli. Está claro que no se siente a gusto a mi lado, aunque soy yo quien debería decir que, de ningún modo, me siento a gusto dado que aguardo la confirmación de mi castigo.

 ¿Sabe que ha cometido una infracción?, me pregunta el primer poli parpadeando por primera vez en los pocos minutos que hemos estado cerca el uno del otro. Lo sé, respondo yo sin alcanzar a saber lo que va a venir a continuación. Pero, como acabo de admitir mi culpabilidad, continúo: Es un giro no permitido que debería ser permitido. Lo cierto, agente, es que he girado donde no debería hacerlo. ¿De dónde viene?, quiere saber él. Le repito que regreso directamente del trabajo. Parpadea. ¿Me permite el seguro del vehículo? Abro de nuevo la guantera, rebusco entre pañuelos, gafas, manuales. Lo siento, agente, le digo, lo más probable es que esté en algún cajón en mi apartamento. Comprendo, dice él cuando el segundo poli, dando brinquitos, regresa con la documentación y se la entrega en mano. Me temo lo peor. Se miran. Cuchichean. Los miro. Ellos miran cómo los miro. Incluso puedo sentir una especie de revoloteo dentro del uniforme del segundo poli, que parpadea antes de retroceder tres o cuatro pasos. Es decir, se planta detrás del biplaza, donde se acuclilla para arrodillarse en el asfalto y se dobla hacia delante mientras yo me asomo por el hueco de la ventanilla listo para echar un vistazo. Tal vez pretende comprobar el estado del tubo de escape, pues ha apoyado las plumas cobertoras en el asfalto y se dedica a olfatear el tubo cromado. Puedo olerlo, caballero. Puedo olerlo, dice. Huele a que ha pisado a fondo el acelerador. Gasóleo, dice. Gasolina, digo yo. Gasóleo, dice él.

 Mientras el segundo poli continúa con el penacho bajo el descapotable, el primer poli me devuelve la documentación. Meto la documentación en la guantera y el carné de conducir lo deposito en el compartimento del reposabrazos. Supongo que en la siguiente curva el tarro derramará crema lubricante sobre el carné, pero ya tendré tiempo para comprobarlo cuando eso suceda.

 El primer poli se frota insistentemente las plumas primarias y yo observo cómo se frota las plumas primarias. No voy a sancionarle, dice. No pienso hacerlo: está limpio y ha dicho la verdad. Pero la próxima vez vaya con más cuidado. Pienso en darle las gracias al primer poli por evitarme la sanción, pero hacerlo no estaría bien. Entonces exclamo lo siguiente: ¡Dios mío! Y me apoyo en el hueco de la ventana con los brazos en aspa y asomo la cabeza y le grito a la noche: ¡No puedo creerlo! ¡Sencillamente no puedo creerlo! He girado en prohibido, en consecuencia, he cometido una infracción. Su obligación, señor agente, es sancionarme. El primer poli da un saltito hacia atrás, sin dejar de parpadear. Como haría el padre de familia que no quiere problemas. Y se queda mirándome como si yo ya no le importase una mierda y estuviese interesado en otra cosa. Dice: Ya me ha oído, caballero. No voy a sancionarle.

Es una lata. Realmente la vida es una lata. He cometido una infracción y no doy crédito a su actitud.

 En fin, soy de los que piensan que un buen poli tiene la obligación de sancionar todo aquello que sea delito, aunque este sea menor. Conque se me escapa la risa y entonces me viene a la memoria las peleas a puñetazos en el suburbio en donde vivo. Las ocasiones en las que he llamado por teléfono a la pasma para que se acerquen a liquidar las refriegas que tienen pinta de acabar muy mal. Sobre todo, pienso en las noches de verano, cuando un puñado de gusanos abandonan sus viviendas. Gentes de mal vivir reunidas en el patio para beber y vociferar bajo la luna mientras avanzan como a cámara lenta y la música inunda el patio central de palmas y acordes de guitarra. Grupos de sombras zapateando alrededor de un fuego que solo existe en la imaginación. Cada noche, tumbado en la cama, me quedo pensando en mujeres listas para el apareamiento o hago largos cálculos mentales sin apartar la mirada de la cruz de la ventana, hasta que la música se apaga y poco a poco los gusanos van regresando a sus viviendas. Entonces, ya es tan pronto que la noche ha comenzado a clarear. Entonces, solo entonces, puedo asegurarles, muy señores míos, que cada amanecer lucho por no volverme loco.

Por este motivo intento caminar siempre un paso adelante de la locura. Por este motivo, en varias ocasiones he llamado por teléfono a la pasma. Pero esos pajarracos, inexplicablemente, han rechazado el alimento que les brindo cada día, al caer sobre nosotros la oscuridad.

 Pero no quiero aburrirles con las pequeñas tragedias que han de angustiarme más allá de la medianoche. Suelo ser un hombre calmo. Un hombre que no va a dormir a gusto si dejo que los polis se larguen sin sancionarme, de modo que al primer poli le echo en cara su falta de responsabilidad cuando le digo: La mayoría de polis sois empleaduchos de clase media baja, aves comunes con los mismos problemas que las demás. Le digo lo siguiente: Vuestra vida se pierde en la inautenticidad. Nada diferencia a un ave de otra, le digo, excepto su rigor en el trabajo. El primer poli se encoge de hombros. Parpadea y se come la reprimenda cubriéndose los oídos con las puntas de las plumas primarías, el pico torvo, indicativo de que va a retroceder un paso hacia atrás, tal vez aterrorizado, sin dejar de mirarme. El segundo poli también ha escuchado el sermón al completo. Batiendo los brazos se posa junto a la ventana del convertible. Da un paso hacia mí y se mete algo vivo y flojo en la boca mientras yo espero la confrontación.

 Déjale marchar, le dice el primer poli cuando ha recuperado la compostura. Sujeta del álula al segundo poli y dice lo siguiente: Mantén la calma. Piensa en el deshielo y en la primavera. Dale amor a tu nido, a tu mujer, a los polluelos. El segundo poli parece alterado. ¡DIOS ES AMOR, AQUÍ EN LA TIERRA!, grita el primer poli tirando de él. A través del hueco de la ventanilla observo al segundo poli, que ha comenzado a tartamudear y retrocede dando saltitos camino del coche patrulla. Aunque quizá es el primer poli quien tartamudea de regreso al vehículo. El caso es que, antes de colarse en el coche patrulla, el segundo poli ha volteado su rostro picudo para mirarme con su ojo de ave de cetrería. Guiña el ojo azul y dice: Puedo olerlo. Gasóleo, dice. Gasolina, digo yo. Gasóleo, dice él.







Jose Francisco Iriarte Rego nació en Madrid un 17 de noviembre. Estu­dió Diseño Gráfico en Montserrat College of art (Beverly, Massachusetts) y se licenció en el CENP de Madrid. Ha vivido en Madrid, Boston y Quito. Es redactor publicitario por la Escuela Superior de Publicidad y ha trabajado en agencias como Tau Diseño, Young &Rubicam y Carpe Diem Massana Rivera, entre otras. Actualmente trabaja como director creativo en una agencia de Madrid y reside en Arenas de San Juan, un pequeño pueblo de la provincia de Ciudad Real. Es una persona creativa, amante de la lectura, la fotografía y el arte en general. En los últimos años ha asistido a distintos talleres de escritura en Fuentetaja, Escuela de escritores y Hotel Kafka. Ojo azul es su primer libro de relatos.