Sophie Hyde ha dirigido una película, Buena suerte, Leo Grande (2022), que está cosechando el elogio casi unánime de la crítica. Protagonizada por Emma Thompson, nos cuenta la historia de una maestra viuda y jubilada que contrata los servicios de un gigoló, Leo Grande, para satisfacer fantasías sexuales que no pudo realizar en sus treinta y un años de matrimonio sexualmente insatisfactorio, dado que su marido consideraba humillante y vergonzoso cualquier exploración sexual que no fuera estrictamente la práctica de la postura del misionero; ella nunca consiguió experimentar un orgasmo.
La película se adentra en el tema con delicadeza y se convierte en una larga conversación donde, progresivamente, la profesionalidad del gigoló consigue despertar la sensualidad de la mujer, produciendo también una apertura íntima de ambos personajes. Pero, no lo olvidemos, en el contexto de un contrato de compra venta de servicios sexuales que comienzan, se pautan y terminan cuando la parte contratante así lo decide, por más que el tema esté tramposamente idealizado y el buen hacer de Hyde introduzca al principio de la historia las reservas que la mujer mantiene respecto a lo que está permitiéndose hacer, su pudor y su vergüenza, de manera que el espectador la acompaña en la “comprensión” de lo que sucede y en el triunfo de su desinhibición. Esta treta contribuye a que rebajemos las defensas éticas y estéticas durante la hora y media que dura el experimento, y la suspensión de la incredulidad que toda obra de ficción comporta le concede a la historia unos visos de verosimilitud que se hacen añicos apenas apagamos el ordenador y se desvela la burbuja en la que la habilidosa Sophie Hyde nos ha introducido. Para conseguirlo, el chico confiesa que se prostituye voluntariamente, casi por placer, y ambos acaban llamándose por su nombre de pila, mostrando así la “humanización” del contrato.
¿Tiene esta mujer sexualmente frustrada derecho a pagar para explorar un aspecto desconocido de sí misma, un deseo íntimo y sentido? En el sistema capitalista por supuesto que lo tiene, y lo ejerce. Y la cinta se desliza paulatinamente hacia la naturalización y la defensa de la prostitución masculina, dado que la maestra, por fin satisfecha, difunde el nombre de Leo Grande entre sus amigas más íntimas, aquellas que como ella decidan también contratar sus servicios: la prostitución masculina como respuesta a la represión y frustración sexual de las mujeres, en la mejor tradición reguladora higienista. Bravo por la directora.
Que recordemos, hay otra película que aborda, si bien mucho más tangencialmente, el tema de las mujeres maduras y la prostitución masculina. Se trata de Doña Clara, una excelente película dirigida por Kleber Mendonça Filho en 2016, protagonizada por Sonia Braga. Centrada en las tretas inmobiliarias y especulativas en Brasil, la protagonista utiliza también los servicios de un gigoló, que acaba compartiendo con sus amigas, admiradas todas de sus habilidades.
Por último, y en términos mucho menos amables, más crudos y realistas, eliminada el aura estética que la haga más inofensiva, recordemos la magnífica y corrosiva Paraíso: Amor, dirigida por Ulrich Seidl en 2012. La película narra la realidad del turismo sexual en Kenia, país frecuentado por austríacas maduras que sueñan, no solo con mantener relaciones sexuales satisfactorias con los jóvenes keniatas, sino con la ternura y el afecto que a duras penas se prestan a fingir los hombres que contratan, convertidos en pésimos actores obligados a interpretar el rol de enamorado. Con diferencia, la perspectiva que adopta Seidl es sin duda la más crítica, ya que presenta la similitud entre el comportamiento de las mujeres que retrata con el clásico turismo sexual de los hombres. Quien tiene el poder de comprar, parece querer decirnos Seidl, cae sin remedio en la instrumentalización del otro, juguete de sus fantasías, sea el comprador hombre o mujer.
Y es aquí donde queremos detenernos, en la facilidad con la que nuestra sociedad neoliberal acepta la compraventa de servicios sexuales, y en la peligrosa pendiente en la que nos introducen películas como la de Sophie Hyde, en la que se ha aplaudido sobre todo el desnudo integral de Emma Thompson como un acto de empoderamiento feminista, que lo es, pero envuelto en un contexto prostitucional idealizado y naïf que no nos parece aceptable.
Sostener que los servicios sexuales son un trabajo como otro cualquiera es despojar la sexualidad de su carácter de encuentro íntimo entre iguales, en el que los seres humanos buscan no solo placer sino reconocimiento, ternura, cierta fusión momentánea con el otro.
El patriarcado ha banalizado desde su origen la sexualidad, convertida en instrumento del poder, y ha socializado a los hombres en el derecho a cosificar y utilizar el cuerpo de las mujeres para satisfacción propia, separando sexo y afecto, como sucede en el sistema prostitucional. A los hombres patriarcales el reconocimiento no se lo proporcionan las mujeres, seres subsidiarios que no consideran interlocutores dignos, sino otros hombres, respetados como iguales, en lo que se ha llamado homosocialidad. La progresiva pornificación de nuestras sociedades ha contribuido también a despojarla de su carácter íntimo para convertirla en una acrobacia vacía y, copiando el modelo de la pornografía mainstream, a menudo violenta. Convertir la sexualidad en mercancía supone secuestrar los aspectos afectivos del encuentro y reducirlo a un intercambio de fluidos y de dinero que exigen la disociación de una parte importante de nuestro sí mismo.
Desde hace décadas, el feminismo reivindicado un modelo de sexualidad que no cosifique al otro; una poderosa corriente del pensamiento feminista actual insiste en el retorno a una sensualidad-sexualidad que no separe el afecto del sexo, que recupere un cuerpo integrado y no fragmentado, que humanice y no deshumanice al semejante, considerado siempre como igual.
Sin embargo, si comenzamos a implantar prácticas prostitucionales en el imaginario de las mujeres, si banalizamos el uso del cuerpo como mero servicio sexual, disociado del afecto –hay estudios sobre los efectos nocivos para la salud mental que produce esta disociación continuada- y las mujeres consideran una liberación, un inofensivo empoderamiento contratar los servicios de quienes Hyde llama en su película, en una clara y pronta declaración de intenciones, “trabajadores sexuales”, el patriarcado habrá logrado un nuevo triunfo.
No nos malinterpreten, ¿tienen derecho creadores como Hyde, Kleber Mendonça Filho o Seidl, a representar esas situaciones? Por supuesto que sí, pues se trata del ejercicio de su libertad de expresión creativa, pero también tiene derecho la sociedad a interrogar críticamente sus propuesta. Abramos el debate.
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