Hipólito G. Navarro (Huelva, 1961) ha publicado los libros de cuentos El cielo está López, 1990 (CL), Manías y melomanías mismamente, 1992 (MM); una selección revisada de estos junto a algunos inéditos conformaron El aburrimiento, Lester (1996) y Los tigres albinos (2000), recogidos después íntegramente, además de otras narraciones en Los últimos percances, 2005 (UP). Por último, en La vuelta al día, 2016 (VD) añade a los nuevos, cinco cuentos de los libros iniciales. En total, es autor de más de cien relatos. De su obra me he ocupado en el Prólogo a su antología El pez volador (2008), el presente estudio trata de recoger otros aspectos que incluyen también su último libro.

            La imagen de un pez volador que salta por sorpresa desde el fondo cenagoso de una bañera y brilla en el aire el instante previo a hundirse -escena prodigiosa de su memorable “Sucedáneo: pez volador (relato en varios tiempos e higienes)”- es la metáfora perfecta de su cuentística y, creo, del género mismo. El cuento es algo maravilloso e inexplicable, surgido de lo oscuro del inconsciente personal, que seduce, provoca la admiración y las preguntas (antes que afirmaciones) y se pierde dejándonos algo pendiente. Hipólito Navarro alude en varios de sus relatos al oficio de escribirlos y su dificultad. De entre las imágenes empleadas rescato la del artista cuyas heridas acreditan el valor de su trabajo: “El buen artífice de la madera… suele ostentar también como trofeo de la profesión… alguna que otra extremidad más o menos incompleta” (VD, 121). La relación cuerpo-obra queda así establecida por la mediación del dolor. En ese viaje de ida y vuelta cabe entender que el sufrimiento de la vida se transfiere a los textos y que estos la expresan. Él mismo lo confiesa en su último cuento donde la literatura salva en tanto ayuda a conjurar una infancia terrible vivida bajo el imperio de un padre alcohólico y es, al mismo tiempo, maldición al convertirse por eso mismo en imprescindible para toda su existencia. “¿Por qué libró a mi hermano de esta pesadilla de los libros, por qué quiso castigar tan solo a su primogénito animándolo de manera tan inconsciente a la borrachera eterna del veneno de lo impreso”? (VD, 249).

            En algunas solapas y contracubiertas de sus libros, nuestro autor se declara “Biólogo interruptus” dado que no concluyó dicha carrera. Esta estupenda broma, además de avalar sus conocimientos de fauna y botánica de que hace gala en su escritura, nos muestra también dos de sus cualidades: la presencia en su obra de múltiples formas vivas, casi siempre tratadas con afecto, y una cierta actitud inquisitiva, diríase que científica -a veces burlona por su pretensión de conocimiento absoluto-, ante la realidad. Así, muchos de sus relatos adoptan la forma de un enigma que es preciso descifrar. Más aún, su atención por “la fuerza de lo vivo” puede entenderse como una clave interpretativa de sus textos. En cada cuento hallamos casi sin excepciones el desarrollo de un argumento, una historia; y en él, ni el narrador ni los personajes teorizan o reflexionan más allá de la circunstancia concreta en que se ven envueltos; diríamos que sus relatos nos ponen en contacto inmediato con la vida, entendida esta ante todo bajo señas de fuerza, pasión, urgencia, que recaban sus aspectos más intensos y extremos. Vemos como los personajes viajan, se enfrentan unos a otros, odian, aman con ansia, experimentan el rencor, se vengan, desean, se excitan, luchan, son derrotados, temen, las cosas les salen mal, ríen, esperan, se impacientan, se ilusionan, curiosean, sospechan, envidian, y alguna vez hallan consuelo… Hay una vitalidad desaforada en sus cuentos; nos ofrecen un muestrario amplísimo de actitudes y respuestas humanas a toda clase de situaciones. La vida es la verdadera protagonista, incluso en sus formas aparentemente más insignificantes. “De entre las piedrecillas que patea… llama su atención una más redonda y oscura que no llega tan lejos como las demás. Al poco de quedarse quieta comienza a rebullir, a extraer de su materia unas patitas, a caminar con una torpeza coleóptera… El animalillo sigue andando como si nada hubiera pasado, como si esa mediana violencia no se hubiese ensañado con él” (VD, 149). 

La vida y su lucha por no sucumbir a sus inevitables asechanzas es el tema central si no único de la escritura de Navarro, cada cuento es una muestra de ello. Quizás a eso se debe que no muestre interés por la estructura de sus libros, sino que los conciba como reuniones indistintas de relatos y, si ha de ordenarlos, recurra simplemente al tamaño (como cuando califica a uno de ellos como “libro menguante” (UP, 285), por ir disminuyendo estos de líneas). Tampoco encontraremos en ellos asuntos políticos, sociales, de costumbres, religiosos, éticos, filosóficos o históricos. La mayoría resultan atemporales; en realidad, íntimas expresiones de vivencias convertidas en argumentos. Creo que ahí reside en gran medida la fascinación de este autor; en su franqueza a la hora de recoger la experiencia humana, aun en lo más bajo y miserable, lo que ya en sí mismo, creo, supone una actitud absolutamente contraria a toda forma de solemnidad y grandilocuencia; y también su capacidad de mostrarla con el poder de la empatía, el humor y la jovialidad que nos permiten reconocernos. 

Tres manifestaciones de ese deseo vital podemos reconocer, significativas por su reiteración, en la cuentística de Navarro: el sexo, la violencia y el juego.

            Los personajes protagonistas de sus cuentos, siempre masculinos, aparecen dominados por una constante pulsión sexual; voyeuristas pendientes de los cuerpos de las mujeres, y en continua e irreprimible tensión erótica. Así, ellas son destino de miradas furtivas: “horas enteras detrás de los visillos espiando a la vecina de enfrente medio desnuda” (UP, 71) para lo que comprará incluso unos prismáticos; o de planes de conquista quimérica: “con ese gusanillo dándome bocados en los sesos” (UP, 187); deseos asociados unas veces a expresiones violentas: “O se me resistió el nudo de la corbata, o duró más que de costumbre el sobeo con la asistenta” (UP, 101) o cómicas: “– Hombre, eso de follar me interesa. – Ya, eso se lo dirás a todas.” (UP, 57); y que, en la soledad, desembocan en el onanismo: “Sólo las fotos de ellas, tan ligeras de ropa, las piernas tan abiertas, esos lugares tan tan… (pornografía, qué palabra tan fea para estas formas tan hermosas, maravigrafía, masturgrafía). // Uy, uy, uy, vamos otra vez al cuarto de baño” (UP, 144). Es particularmente interesante la combinación de sexo y creación literaria, la cual resulta imposible si se interpone la distracción del deseo, o se emplea como recurso, casi siempre fallido, para alcanzar los favores que se piden.

El deseo sexual aparece como expresión de una juventud pletórica a la que arrastra y que, cuando tras penosas dificultades, encuentra a su compañera, alcanza a tocar el cielo (UP, 258; VD, 187): “Mi amor innombrado se arrojó en sobre mí… entregándome al fin sus labios para que me los comiera enteritos, con todas mis ansias acumuladas durante un mes de locura y dulce desesperación” (VD, 54). Una pulsión que no siempre ceja con la edad y cuya falta es signo de decadencia. “– Podríamos hacerlo –me dice Julia–. Intentarlo al menos –dice, cuando ya amanece” (VD, 246).

Cuando nuestro autor ha de seleccionar once cuentos para su tercer libro, seis relatan crímenes (uno de ellos horrendo: un hombre mata a hachazos a su mujer y a su hijo, UP, 62) y muchos, agresiones: se amenaza con una navaja, se dinamita una casa, un monstruo surge de un bargueño. Relatos de ese tenor menudean a lo largo de su obra. Pienso aquí a Hipólito Navarro en la tradición expresionista-tremendista que representaría C. J. Cela, aunque con un tratamiento intencionadamente intrascendente. Es palmario: sus personajes cometen homicidios por envidia del que escribe o hace música (UP, 99;  302), por locura (UP, 114), por venganza contra un profesor años después (UP, 146), porque la acción de otro, aun bienintencionada, rompe las ilusiones propias (UP, 248), contra un marido violento (UP, 276), contra el abuso infantil (UP, 280), por desavenencias con la esposa (UP, 304; 306; 335); se quema la casa de vecinos ruidosos (MM, 83). En otras ocasiones, tales acciones se quedan sólo en proyectos: para vengar infidelidades  (UP, 191), para no compartir regalos con el hermano gemelo (UP, 196), contra un jefe (UP, 335)... Incluso leemos como unas moscas se regodean ante la muerte inminente de otra (UP, 291). La violencia no es gratuita sino reactiva y, a menudo, desproporcionada. No se razona sobre ella; el narrador nunca la juzga, se limita a constatarla; es llamativa la ausencia de toda reflexión ética al respecto: el comportamiento de los personajes es amoral, su agresividad, un acto de afirmación propia o un desahogo de la presión insoportable (imaginada o real) en que viven. “No creo que te resulte difícil imaginarme con la furgoneta en la gasolinera… y después que derramase allí [en un edificio] tantos litros de gasolina… Yo voy a darme una ducha, a ver si se me quita de encima este olor a música quemada” (MM, 87-88).

            El deseo no admite frustraciones, es el dueño absoluto de las vidas; dos pasiones particularmente poderosas, la envidia y la venganza, motivan el acto violento. Sin embargo, a veces este se detiene, casi a punto de descargarse. Dos hermanos gemelos planean cada uno la muerte del otro para aliviar su pobreza: “¡Qué manera diabólica de eliminar la división por dos que anidaba en mis ansias de juguetes!” (UP, 201). Pero al ir a empujarse mutuamente al vacío, habiendo sabido que ocurriría “por esa comunicación extraña y telepática de los gemelos”, acaban abrazándose. Asimismo cabe que el ansia de venganza ceda a una forma de piedad por el rival al que se odia: “lamenta incluso que los familiares de su enemigo se hayan desentendido tanto como para no acompañarlo a este viaje, que alguien haya contratado el lote más barato de los servicios funerarios, que aun incinerado su enemigo nadie haya querido hacerse cargo de la mediana caja de cenizas resultante” (UP, 334).

El deseo de vivir es, en sus cuentos, el de realizar impulsivamente lo que se apetece. Ahora bien, ese deseo choca continuamente con obstáculos que lo impiden, más aún, con un cierto orden de cosas que constituye la realidad y forma una especie de viscosidad ambiente que termina por frustrarlo. Varios amigos o parejas tienden trampas al ser querido, un pueblo entero engaña a los turistas, una niña no entiende el abandono que sufre, los planes fracasan, la aspiración la satisface el rival… El mundo conspira como un organismo vivo contra el personaje y sus anhelos. “Esto no tiene vuelta de hoja; las cosas parece que ya estuviesen dictadas por una voz muy superior a uno mismo y cualquier intento que se haga por escapar de ese designio establecido en las líneas de la mano es poco menos que hacer el gilipollas” (UP, 115). El mundo, en definitiva, es hostil, no permite la estabilidad y amenaza continuamente con desbaratar todo plan que se pretenda conseguir. Hay una sobredeterminación que derrota al deseo. Y, con todo, hay algunos momentos, como en su último libro, en que parece posible una visión más reconciliada con el mundo, una actitud más curiosa y menos tensa, donde cabe el afecto de los demás, la alegría del grupo (VD, 37; 29) o la aceptación del paso del tiempo (VD, 241).

No es posible entender el mundo, dominarlo mediante el conocimiento; solo cabe constatar su plasticidad, su incomprensibilidad. Una cosa puede ser otra, nada permanece quieto, todo se mezcla: apariencia y realidad, sueño y vigilia, imaginación y saber, deseo y razón, ley y excepción… Por ello, cada objeto puede ser visto de múltiples maneras: “miro el paraguas boca abajo, cáscara de nuez negra... arco iris sustitutorio... esa especie de coleóptero pataleando al aire, escarabajo, antena parabólica, casco de melocotón en almíbar negro pinchado por un bastón... y otras más sin título, no hay que condicionar al expectador (con equis (x) de expectación)” (UP, 138). La realidad es proteica: “otra vez los peldaños revueltos en esta confusión de espumas de cebada y Freud y Jung y coñacs, y carajo, vaya escalera fláccida... para después tirarlo escaleras abajo... y la dulce caricia de otro peldaño con la muñeca derecha que sonó como una armónica de cristal, los dientes en la pared, enorme, como un piano de viaje... toda la mandíbula desencajada interpretando un concierto de mil ochocientos con pianos tangenciales...” (CL, 170). Su indeterminación se vuelve angustiosa cuando afecta al propio personaje que no logra entenderse y cae en un infinito preguntarse: “¿soy yo un río de proyectos que se ahogan?... ¿soy un hijo?, ¿soy?... ¿yo estoy vivo aún?... ¿soy una carga?... ¿Soy yo una metáfora?, ¿esta mi historia es una metáfora que no soy capaz de descifrar?” (UP, 171).

La consecuencia, que no cabe hacer enunciados firmes, como ya indiqué. No hay sino narraciones que dan cuenta de los diferentes trastornos que nos depara la vida.

Queda, por último, y en profunda relación con lo visto, una última actitud para la vida: el juego. Una estrategia que vincula a Navarro con el surrealismo y con Cortázar, reconocibles en su libertad para encarar los temas y el lenguaje mismo de sus relatos. Dado que no hay un modo unívoco para designar una realidad orgánica o plástica, el lenguaje de la imaginación hace valer sus derechos y desencadena su poder para construir lo real de otra manera. Navarro supera así el estrecho margen del cuento convencional y su adscripción al mundo de lo consabido y esperable; y se lanza, en cambio, a narraciones disparatadas, inverosímiles, o puros divertimentos (algunas son la espléndida escritura de un chiste, como el del niño esquimal que se pregunta qué es un rincón (UP, 308) o en “La mar se yesa” (UP, 389) respuesta al juego de adivinar el título de una película en que un chico estropea con un baño de mar su escayola). Es llamativo el desparpajo con que rechaza de plano una escritura “artística”, “correcta”, “culturalmente intachable”; nuestro autor funde la referencia culta y la oralidad coloquial con toda su riqueza, el vocablo científico con la palabra tabú, reúne a Coltrane, los eructos y los brachichitones, y hasta inventa su propio gíglico. Juguemos, parece indicarnos, en este mundo de locos. Imaginemos lo más bello, más allá de nuestras limitaciones presentes: “Cuando llega el fin de la tarde, con los whiskies y el colofón de la puesta de sol sobre los árboles frutales, todavía una bonita e intensa ensoñación los embarga a todos, en ella intervienen canales, palacios y góndolas en diferentes proporciones” (UP, 438). “Mis alegrías nocturnas con los libros y la imaginación, felices irresponsabilidades” (UP, 228). “nunca pasa nada en realidad, todo se forma y se transforma en la cabeza” (CL, 172).

Pues bien, esa actitud lúdica es la que permite que el cuento pueda abordar con el salvavidas del humor las situaciones menos agradables, los traumas e insatisfacciones que viven los personajes. No precisamente para frivolizar, pues no oculta la gravedad de los sufrimientos, sino para, siendo conscientes de ello, sobreponerse. Porque también la negatividad puede verse desde el punto de vista de la sorpresa, la ironía y la postura más fuerte de la comicidad. Los relatos nos hacen reír aunque esté narrando las diabluras que padecen sus protagonistas, sus desengaños, sus tropiezos, sus maldades frustradas... Pero, además, la actitud lúdica la hallamos en la posibilidad de renombrar lo real: de ahí la explosión de inventiva literaria de Hipólito Navarro, su barroquismo. Así, por ejemplo, sus metáforas: De los movimientos de las moscas: “excelente sobeo de los ojos y la cabeza entera en un intento de suicidio interminable” (UP, 365); “Arriba, junto a los bafles de la música, dos rezagadas mariposas nocturnas revolotean construyendo otros signos en el pentagrama indescifrable de los augurios” (MM, 149); “a las tres de la mañana en este maldito ascensor, oyendo los tosidos del silencio” (CL, 174); referido a un cojo: “el pie ladeado como un perro muerto que arrastrara con la soga más bien delgada que es su pierna” (UP, 191); “la plaza de mi desgana” (UP, 115). Geniales hipálages: los músicos temen ser abucheados: “Esperando los tomates para la ensalada de nuestro atrevimiento” (MM, 93); “las cáscaras del aburrimiento de pipas de girasol de las parejas” (UP, 196); “los quejidos de las paredes y las camas recién dormidas después del amor” (CL, 172); “verticalidad hija de puta de mis juguetes” (VP, 200) –pues la lucha por ellos lleva a querer tirar al hermano al vacío–; “el onanismo soltero” (UP, 219); “monólogos etílicos”: “conversaciones unilaterales con el frutero” (UP, 78); “coreografía económica” (UP, 368), porque las moscas con una moneda pegada encima parecen bailar. Greguerías: “camarones, esos mariscos de los pobres” (UP, 14); “cuando nieva en el mar los barcos llenan sus redes de copos” (UP, 174); bragueta: bufanda con botones (UP, 259); ochos de carreteras: “la fritanga de los churros de la civilización” (UP, 272); el arpista del barrio rasguea los barrotes (UP, 408). O neologismos: “peripleando” (UP, 260); “vibrolecturas” (UP, 352): hechas en el autobús; la monotonía: “día quisquillosamente repetido” (CL, 121)… Los ejemplos son incontables. En ellos brilla el talento magistral de nuestro autor, su oído, su percepción del ritmo, su capacidad de asociación y el cuidado con que deja acabada cada frase.

            Los cuentos de Poli Navarro, sus construcciones redondas y sorpresa final como en el relato clásico, plenos de hallazgos lingüísticos, irreverentes, originalísimos, valientes en sus mezclas… son una celebración de la vida: invitan a escribir, amar, luchar, levantarse tras la caída, reconciliarnos con el tiempo, imaginar… son otros tantos ejemplos de la libertad que él reivindica frente a toda imposición, costumbre, norma e hipocresía, narraciones maravillosas que contagian a sus lectores y permiten que la fiesta continúe.