La
imagen de un pez volador que salta por sorpresa desde el fondo cenagoso de una
bañera y brilla en el aire el instante previo a hundirse -escena prodigiosa de
su memorable “Sucedáneo: pez volador (relato en varios tiempos e higienes)”- es
la metáfora perfecta de su cuentística y, creo, del género mismo. El cuento es
algo maravilloso e inexplicable, surgido de lo oscuro del inconsciente
personal, que seduce, provoca la admiración y las preguntas (antes que
afirmaciones) y se pierde dejándonos algo pendiente.
En
algunas solapas y contracubiertas de sus libros, nuestro autor se declara
“Biólogo interruptus” dado que no concluyó dicha carrera. Esta estupenda broma,
además de avalar sus conocimientos de fauna y botánica de que hace gala en su escritura,
nos muestra también dos de sus cualidades: la presencia en su obra de múltiples
formas vivas, casi siempre tratadas con afecto, y una cierta actitud
inquisitiva, diríase que científica -a veces burlona por su pretensión de conocimiento
absoluto-, ante la realidad. Así, muchos de sus relatos adoptan la forma de un
enigma que es preciso descifrar. Más aún, su atención por “la fuerza de lo
vivo” puede entenderse como una clave interpretativa de sus textos. En cada cuento
hallamos casi sin excepciones el desarrollo de un argumento, una historia; y en
él, ni el narrador ni los personajes teorizan o reflexionan más allá de la
circunstancia concreta en que se ven envueltos; diríamos que sus relatos nos
ponen en contacto inmediato con la
vida, entendida esta ante todo bajo señas de fuerza, pasión, urgencia, que recaban
sus aspectos más intensos y extremos. Vemos como los personajes viajan, se
enfrentan unos a otros, odian, aman con ansia, experimentan el rencor, se
vengan, desean, se excitan, luchan, son derrotados, temen, las cosas les salen
mal, ríen, esperan, se impacientan, se ilusionan, curiosean, sospechan,
envidian, y alguna vez hallan consuelo… Hay una vitalidad desaforada en sus
cuentos; nos ofrecen un muestrario amplísimo de actitudes y respuestas hum
La vida y su
lucha por no sucumbir a sus inevitables asechanzas es el tema central si no único
de la escritura de Navarro, cada cuento es una muestra de ello. Quizás a eso se
debe que no muestre interés por la estructura de sus libros, sino que los
conciba como reuniones indistintas de relatos y, si ha de ordenarlos, recurra
simplemente al tamaño (como cuando califica a uno de ellos como “libro
menguante” (UP, 285), por ir disminuyendo estos de líneas). Tampoco
encontraremos en ellos asuntos políticos, sociales, de costumbres, religiosos, éticos,
filosóficos o históricos. La mayoría resultan atemporales; en realidad, íntimas
expresiones de vivencias convertidas en argumentos. Creo que ahí reside en gran
medida la fascinación de este autor; en su franqueza a la hora de recoger la
experiencia hum
Tres manifestaciones de ese deseo vital podemos reconocer, significativas por su reiteración, en la cuentística de Navarro: el sexo, la violencia y el juego.
Los personajes protagonistas de sus cuentos, siempre masculinos, aparecen dominados por una constante pulsión sexual; voyeuristas pendientes de los cuerpos de las mujeres, y en continua e irreprimible tensión erótica. Así, ellas son destino de miradas furtivas: “horas enteras detrás de los visillos espiando a la vecina de enfrente medio desnuda” (UP, 71) para lo que comprará incluso unos prismáticos; o de planes de conquista quimérica: “con ese gusanillo dándome bocados en los sesos” (UP, 187); deseos asociados unas veces a expresiones violentas: “O se me resistió el nudo de la corbata, o duró más que de costumbre el sobeo con la asistenta” (UP, 101) o cómicas: “– Hombre, eso de follar me interesa. – Ya, eso se lo dirás a todas.” (UP, 57); y que, en la soledad, desembocan en el onanismo: “Sólo las fotos de ellas, tan ligeras de ropa, las piernas tan abiertas, esos lugares tan tan… (pornografía, qué palabra tan fea para estas formas tan hermosas, maravigrafía, masturgrafía). // Uy, uy, uy, vamos otra vez al cuarto de baño” (UP, 144). Es particularmente interesante la combinación de sexo y creación literaria, la cual resulta imposible si se interpone la distracción del deseo, o se emplea como recurso, casi siempre fallido, para alcanzar los favores que se piden.
El deseo sexual aparece como expresión de una juventud pletórica a la que arrastra y que, cuando tras penosas dificultades, encuentra a su compañera, alcanza a tocar el cielo (UP, 258; VD, 187): “Mi amor innombrado se arrojó en sobre mí… entregándome al fin sus labios para que me los comiera enteritos, con todas mis ansias acumuladas durante un mes de locura y dulce desesperación” (VD, 54). Una pulsión que no siempre ceja con la edad y cuya falta es signo de decadencia. “– Podríamos hacerlo –me dice Julia–. Intentarlo al menos –dice, cuando ya amanece” (VD, 246).
Cuando nuestro autor ha de seleccionar once cuentos para su tercer libro, seis relatan crímenes (uno de ellos horrendo: un hombre mata a hachazos a su mujer y a su hijo, UP, 62) y muchos, agresiones: se amenaza con una navaja, se dinamita una casa, un monstruo surge de un bargueño. Relatos de ese tenor menudean a lo largo de su obra. Pienso aquí a Hipólito Navarro en la tradición expresionista-tremendista que representaría C. J. Cela, aunque con un tratamiento intencionadamente intrascendente. Es palmario: sus personajes cometen homicidios por envidia del que escribe o hace música (UP, 99; 302), por locura (UP, 114), por venganza contra un profesor años después (UP, 146), porque la acción de otro, aun bienintencionada, rompe las ilusiones propias (UP, 248), contra un marido violento (UP, 276), contra el abuso infantil (UP, 280), por desavenencias con la esposa (UP, 304; 306; 335); se quema la casa de vecinos ruidosos (MM, 83). En otras ocasiones, tales acciones se quedan sólo en proyectos: para vengar infidelidades (UP, 191), para no compartir regalos con el hermano gemelo (UP, 196), contra un jefe (UP, 335)... Incluso leemos como unas moscas se regodean ante la muerte inminente de otra (UP, 291). La violencia no es gratuita sino reactiva y, a menudo, desproporcionada. No se razona sobre ella; el narrador nunca la juzga, se limita a constatarla; es llamativa la ausencia de toda reflexión ética al respecto: el comportamiento de los personajes es amoral, su agresividad, un acto de afirmación propia o un desahogo de la presión insoportable (imaginada o real) en que viven. “No creo que te resulte difícil imaginarme con la furgoneta en la gasolinera… y después que derramase allí [en un edificio] tantos litros de gasolina… Yo voy a darme una ducha, a ver si se me quita de encima este olor a música quemada” (MM, 87-88).
El
deseo no admite frustraciones, es el dueño absoluto de las vidas; dos pasiones particularmente
poderosas, la envidia y la venganza, motivan el acto violento. Sin embargo, a
veces este se detiene, casi a punto de descargarse. Dos hermanos gemelos
planean cada uno la muerte del otro para aliviar su pobreza: “¡Qué manera
diabólica de eliminar la división por dos que anidaba en mis ansias de
juguetes!” (UP, 201). Pero al ir a empujarse mutuamente al vacío, habiendo
sabido que ocurriría “por esa comunicación extraña y telepática de los gemelos”,
acaban abrazándose. Asimismo cabe que el ansia de venganza ceda a una forma de
piedad por el rival al que se odia: “lamenta incluso que los familiares de su
enemigo se hayan desentendido tanto como para no acompañarlo a este viaje, que
alguien haya contratado el lote más barato de los servicios funerarios, que aun
incinerado su enemigo nadie haya querido hacerse cargo de la medi
El deseo de vivir es, en sus cuentos, el de realizar impulsivamente lo que se apetece. Ahora bien, ese deseo choca continuamente con obstáculos que lo impiden, más aún, con un cierto orden de cosas que constituye la realidad y forma una especie de viscosidad ambiente que termina por frustrarlo. Varios amigos o parejas tienden trampas al ser querido, un pueblo entero engaña a los turistas, una niña no entiende el abandono que sufre, los planes fracasan, la aspiración la satisface el rival… El mundo conspira como un organismo vivo contra el personaje y sus anhelos. “Esto no tiene vuelta de hoja; las cosas parece que ya estuviesen dictadas por una voz muy superior a uno mismo y cualquier intento que se haga por escapar de ese designio establecido en las líneas de la mano es poco menos que hacer el gilipollas” (UP, 115). El mundo, en definitiva, es hostil, no permite la estabilidad y amenaza continuamente con desbaratar todo plan que se pretenda conseguir. Hay una sobredeterminación que derrota al deseo. Y, con todo, hay algunos momentos, como en su último libro, en que parece posible una visión más reconciliada con el mundo, una actitud más curiosa y menos tensa, donde cabe el afecto de los demás, la alegría del grupo (VD, 37; 29) o la aceptación del paso del tiempo (VD, 241).
No es posible
entender el mundo, dominarlo mediante el conocimiento; solo cabe constatar su
plasticidad, su incomprensibilidad. Una cosa puede ser otra, nada permanece
quieto, todo se mezcla: apariencia y realidad, sueño y vigilia, imaginación y
saber, deseo y razón, ley y excepción… Por ello, cada objeto puede ser visto de
múltiples maneras: “miro el paraguas boca abajo, cáscara de nuez negra... arco
iris sustitutorio... esa especie de coleóptero pataleando al aire, escarabajo,
antena parabólica, casco de melocotón en almíbar negro pinchado por un
bastón... y otras más sin título, no hay que condicionar al expectador (con
equis (x) de expectación)” (UP, 138). La realidad es proteica: “otra vez los
peldaños revueltos en esta confusión de espumas de cebada y Freud y Jung y
coñacs, y carajo, vaya escalera fláccida... para después tirarlo escaleras
abajo... y la dulce caricia de otro peldaño con la muñeca derecha que sonó como
una armónica de cristal, los dientes en la pared, enorme, como un piano de
viaje... toda la mandíbula desencajada interpretando un concierto de mil ochocientos
con pianos tangenciales...” (CL, 170). Su indeterminación se vuelve angustiosa
cuando afecta al propio personaje que no logra entenderse y cae en un infinito
preguntarse: “¿soy yo un río de proyectos que se ahogan?... ¿soy un hijo?,
¿soy?... ¿yo estoy vivo aún?... ¿soy una carga?... ¿Soy yo una metáfora?, ¿esta
mi historia es una metáfora que no soy capaz de descifrar?” (UP, 171).
La consecuencia, que no cabe hacer enunciados firmes, como ya indiqué. No hay sino narraciones que dan cuenta de los diferentes trastornos que nos depara la vida.
Queda,
por último, y en profunda relación con lo visto, una última actitud para la
vida: el juego. Una estrategia que vincula a Navarro con el surrealismo y con Cortázar,
reconocibles en su libertad para encarar los temas y el lenguaje mismo de sus
relatos. Dado que no hay un modo unívoco para designar una realidad orgánica o
plástica, el lenguaje de la imaginación hace valer sus derechos y desencadena
su poder para construir lo real de otra manera. Navarro supera así el estrecho
margen del cuento convencional y su adscripción al mundo de lo consabido y
esperable; y se lanza, en cambio, a narraciones disparatadas, inverosímiles, o
puros divertimentos (algunas son la espléndida escritura de un chiste, como el
del niño esquimal que se pregunta qué es un rincón (UP, 308) o en “La mar se
yesa” (UP, 389) respuesta al juego de adivinar el título de una película en que
un chico estropea con un baño de mar su escayola). Es llamativo el desparpajo
con que rechaza de plano una escritura “artística”, “correcta”, “culturalmente
intachable”; nuestro autor funde la referencia culta y la oralidad coloquial
con toda su riqueza, el vocablo científico con la palabra tabú, reúne a
Coltrane, los eructos y los brachichitones, y hasta inventa su propio gíglico. Juguemos,
parece indicarnos, en este mundo de locos. Imaginemos lo más bello, más allá de
nuestras limitaciones presentes: “Cuando llega el fin de la tarde, con los
whiskies y el colofón de la puesta de sol sobre los árboles frutales, todavía
una bonita e intensa ensoñación los embarga a todos, en ella intervienen c
Pues bien, esa
actitud lúdica es la que permite que el cuento pueda abordar con el salvavidas
del humor las situaciones menos agradables, los traumas e insatisfacciones que viven
los personajes. No precisamente para frivolizar, pues no oculta la gravedad de
los sufrimientos, sino para, siendo conscientes de ello, sobreponerse. Porque también
la negatividad puede verse desde el punto de vista de la sorpresa, la ironía y
la postura más fuerte de la comicidad. Los relatos nos hacen reír aunque esté
narrando las diabluras que padecen sus protagonistas, sus desengaños, sus
tropiezos, sus maldades frustradas... Pero, además, la actitud lúdica la
hallamos en la posibilidad de renombrar lo real: de ahí la explosión de
inventiva literaria de
Los cuentos de Poli Navarro, sus construcciones redondas y sorpresa final como en el relato clásico, plenos de hallazgos lingüísticos, irreverentes, originalísimos, valientes en sus mezclas… son una celebración de la vida: invitan a escribir, amar, luchar, levantarse tras la caída, reconciliarnos con el tiempo, imaginar… son otros tantos ejemplos de la libertad que él reivindica frente a toda imposición, costumbre, norma e hipocresía, narraciones maravillosas que contagian a sus lectores y permiten que la fiesta continúe.
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