Eloy Tizón (Madrid, 1964) ha publicado tres libros de cuentos: Velocidad de los jardines, 1992, reeditado con correcciones en 2017 (VJ); Parpadeos, 2006 (P) y Técnicas de iluminación, 2013 (TI).

            Su obra se despliega con un rigor absolutamente notable, fiel a un conjunto de temas que se entrecruzan y sobre los que vuelve repetidamente: la juventud, la madurez; el paso del tiempo; la presencia amenazadora de la muerte; la búsqueda de la salvación mediante la estética, la memoria, la distinción personal; la opción entre la huida o el afrontamiento de la existencia; el amor y sus conflictos; la pregunta por el sentido y el misterio. “Sigues sin saber para qué vives, nadie lo sabe. Todos tenemos dudas, todos tenemos miedo, todos estamos muy solos” (TI, 113). La trayectoria cuentística de Eloy Tizón está regida por la conciencia aguda de la muerte y la indagación en las diversas actitudes que pueden adoptarse ante ella. Además, su proyecto se organiza de un modo sorprendente: cada libro se inicia con un ensayo de respuesta a esas cuestiones; sin embargo, hacia la mitad, esa posición entra en crisis, como si el libro se desdijera, se atacase a sí mismo. El título siguiente toma como punto de partida la posición final del anterior, y en él se vuelve a desmontar lo construido. Resulta así una obra que avanza dialécticamente en un enfrentamiento continuo de tesis siempre insatisfactorias que relanzan otra vez la búsqueda.

Los dos primeros libros de Tizón están marcados por la presencia obsesiva de la muerte como experiencia de pérdida absoluta: “Cuando uno se muere, uno ya no puede ver más a los otros” (VJ, 45); así leemos el patetismo del fantasma de un padre que vaga por las habitaciones sin que pueda localizar a su hija que tiene fiebre; o el de una madre y su hijo que “se alejaban arrastrados en direcciones opuestas” (VJ, 80). Esa conciencia de que habrá un final señala, además, el término de la adolescencia y el comienzo de las preguntas fundamentales.

En Velocidad de los jardines, la muerte es conjurada por el recurso a dos instancias: la estética y la memoria. En el cuento priemro, homenaje a Nabokov, se dice: “El cazamariposas atroz de la muerte nunca alcanzará a la pequeña, frágil crisálida que se aloja en el cerebro que se acuerda”. “Tu linterna mágica, la biblioteca de Ada, la ardiente transparencia de Ardis Hall, desmienten que haya muerte” (VJ, 38). La experiencia estética puede salvar. Como para mostrarlo, el estilo de Tizón se vuelve extremada y conscientemente estetizante: lenguaje retórico, abundantes metáforas, imágenes incluso surrealistas; excelentes descripciones plenas de efectos visuales, sonoros, olfativos. “En el servicio de té el bosque es el reflejo de un incendio y una abeja zumba sobe el pastel. Las cintas de tu pamela agitan los brazos en el aire que vibra. El vestido ciñe los muslos poderosos. Voy vestido de blanco, a juego con la muerte” (VJ, 69). Los personajes participan de esa misma aureola exquisita y aun decadente frente al prosaico naturalismo. Ese mismo personaje desestima la gravedad de la muerte: “Perderé la vida por algo insignificante, como una escena de baile pintada en un abanico” (VJ, 69); otro se declara “podrido de cultura” (VJ, 91), todos ellos resultan de la misma índole, especiales, estéticos, decadentes. Es memorable la distinción que practica una madre cuyo hijo ha fallecido, al abandonar los jardines de Villa Borghese: “Los transeúntes romanos vieron pasar a una alta figura estilizada extrañamente serena. Fue majestuoso verla atravesar tan despacio la verja. Se perdió por las calles hasta desaparecer. No esperó a ver las estrellas” (VJ, 81). 

También la memoria nos salva de ese final absoluto; pues, en tanto persista, queda aplazado. De ahí la necesidad de preservar en ella algunos momentos, en especial los felices. “¿Es que existe en algún sitio una especie de depósito de residuos donde alguien almacena alegremente nuestros momentos dichosos? Si es así, yo a ese lugar lo llamaría Dios” (VJ, 92). Recuerdos privilegiados son los de juventud, que VJ celebra sin caer en el panegírico. Si bien evoca la ilusión, el punto de locura, la expectativa del amor o la ebriedad ante las posibilidades abiertas de esta edad, igualmente reconoce su complejidad, su desconcierto, la intermitencia de impulsos sin dirección. “Siendo así que la adolescencia consiste en ese aire que no es posible explicarse” (VJ, 143). Con todo, resulta un paraíso rememorado con melancolía desde la vida adulta que, otra vez, evita la pérdida definitiva. “Le gustaba pensar que los días de juventud idos se encontraban en algún lugar” (VJ, 85).

Los cuentos, como si se construyeran con el único propósito de contener un recuerdo se convierten en estampas, absortos en la recreación de una sola escena donde la acción se ha detenido, propicia para la memoria. Ahora bien, enseguida surgen dificultades: la memoria falla, los hechos se confunden, el caos de percepciones impide jerarquizarlos. “Mamá mira la ventanilla como si asistiese a una exposición de paisajes. O mejor: mi madre mira un solo lienzo que se transforma incesantemente, un boceto que la velocidad corrige a cada instante” (VJ, 48). Es llegados a este punto, cuando el libro procede a cuestionar la posición alcanzada; lo que sucedería en los siguientes, aunque implícitos, términos. ¿De verdad el esteticismo salva? ¿Cuántas situaciones preserva? ¿Qué cantidad de realidad es capaz de asumir? Suceden entonces una serie de relatos que refieren anécdotas más prosaicas: un adolescente intrigado por la habitación de una casa corriente; un joven que investiga la desaparición de una mujer; un hombre desahuciado atraído por una mujer en un bar: argumentos que quedan sin resolver, que se hunden, que se interrumpen sin darnos un final. El narrador dice: “De modo que ya saben: vine a hacer un relato sobre nada. La muchacha es nada” (VJ, 136). Historias ahora en sintonía con una prosa que ha empezado a perder la finura y elegancia anteriores. Interpretamos que la estética de la exquisitez formal no ha servido como forma literaria para encarar algo así como “el peso de la vida habitual”, quedando circunscrita en su validez a un número cerrado de ambientes y situaciones ellas mismas estéticas.

            Entramos en el segundo libro, Parpadeos. Los personajes excepcionales han sido eliminados. “Vaciar el cubo de la basura es un arte más difícil de lo que a simple vista parece” (P, 24). La escritura se hace ahora despojada, cortante, beckettiana: “Me gusta hacer agujeros. En la tierra. Pequeños. Estoy solo y hago agujeros. Pequeños hoyos de arena. Me gusta” (P, 69). La memoria se declara imposible. El epígrafe, de G. Durrell, afirma: “Una persona, ¿es continuamente ella misma, o lo es una y otra vez de una manera consecutiva, a una velocidad tal que produce la ilusión de una estructura continua, como el parpadeo de las viejas películas mudas?” (P, 67). No hay nada que recordar en el caos que es la vida, nada se rescata, la memoria se ha degradado: “Antes de desintegrarme me vuelven, como un vómito, fragmentos de mi pasado” (P, 101).

En consecuencia, es preciso hallar otra vía que permita abordar la muerte con algún sentido y superar, si es posible, la alienación de la vida adulta en la que los adolescentes y jóvenes terminarán por caer. La estrategia que nos propone este libro entonces consistirá en el logro de una nueva forma de distinción; y, sobre ella, los relatos nos van ofreciendo diversos modelos. Así, por ejemplo, el repliegue a un mundo privado: la vocación absurda de hacer agujeros como un sacerdocio al que se supedita todo: “Pero existe algo más fuerte que uno que se llama vocación… Tener una vocación es una obligación moral… A veces siento ganas de no hacerlos… descansar… como el resto de la gente… Pero no puedo; yo no soy como ellos” (P, 70). La distinción puede cifrarse también en la emotividad, la sensibilidad aun a contrapelo de los tiempos: “La sensibilidad, ay, no es de este mundo” (P, 110). Incluso, este deseo obsesivo de distinguirse puede adquirir proporciones monstruosas: la locura, la violencia para llegar a ser uno mismo o el crimen;. “Un asesinato es el intento desesperado de parar, de frenar, de abrir un claro siquiera mínimo en la lujuriosa proliferación de imágenes que nos ahogan” (P, 42).

Sin embargo, de nuevo los relatos que siguen muestran la imposibilidad de alcanzar esa singularidad que evite la alienación general. Instalados fatalmente en la madurez, se certifica el fracaso sin paliativos de la individualidad y la caída en lo común. Continuando a Camus: “los hombres mueren y no son felices, y ya ni siquiera lo intentan… ¿Dónde está el fallo? ¿En qué momento preciso de sus vidas escogieron el camino equivocado?... Son hermosos, absurdos y millonarios –todos Ellos– y morirán sin saberlo” (P, 110). La vida humana, sometida a la temporalidad, se dirige por el camino de la mediocridad hacia la nada. “Y mientras tanto la vida pasó, indiferente con su menuda caravana de ruidos, fastidios, brindis, obligaciones, enfermedades, sobrinos, viajes, almuerzos, coitos, facturas, regalos, cabalgatas de reyes, domingos, nacimientos y muertes” (P, 97). “Nunca lograré sobreponerme a la idea de que el ser humano, que es capaz de levantar civilizaciones, sea derrotado por este simple sonido: tic tac” (P, 109). Ni siquiera el amor es la fuerza salvadora que necesitamos; experiencia que es siempre evocada como una oportunidad perdida; que provoca la desesperación cuando se malogra; que, en todo caso, conlleva la imperfección de la vida en pareja, sometida a las mismas rutinas que la soledad. Toda identidad particular fracasa, resulta inalcanzable y, siendo así, nos convertimos en fantasmas, asfixiados por la despersonalización; “¿Qué va a ser de mí?... Uno trata de consolarse pensando “mañana se arreglarán las cosas” pero qué va, eso es mentira: las cosas nunca se arreglan, como mucho se retuercen” (P, 120). Se alcanza una conclusión que involucra también no solo a la vida personal, sino a la consideración de la vida colectiva, de la Historia: “contemplaba este siglo de barbarie a través de sus pestañas sin brillo, con una mirada infinitamente triste” (P, 136).

¿Qué hacer entonces ante la imposibilidad de alcanzar la dicha; ante un destino –palabra recurrente en varios pasajes– que de ningún modo cabe alterar? Huir, escapar, trasladarse a otro lugar; la renuncia a lograr un espacio habitable en las condiciones presentes y aventurarse a otra forma de vida, único modo de disponer de una segunda oportunidad. “Dinero para escaparme. Dinero para empezar de nuevo en otro sitio distinto… y esa misma mañana emprende un crucero alrededor del globo de incógnito y abandona para siempre esta historia.” (P, 121).

El tercer y último libro de nuestro autor, Técnicas de iluminación, hará de la huida el centro de muchos de sus relatos. El primero, un homenaje a Robert Walser, da la pauta con unas consignas inspiradas en él: vivir caminando sin detenerse, sin establecer vínculos duraderos ni compromisos, tampoco de amor; contemplar el mundo reconciliado ahora con él (lo que es posible por esa actitud de despedida y desasimiento), encontrar en ello no la felicidad, sino cierto contento; no buscar el sentido de nada, no afanarse, no rechazar; el mero vivir. “Con esto quería decir que había maneras de escaparse” (TI, 15). “Fijar la vista en algo digno de ser amado, por un instante, y luego desparecer” (TI, 19).

Nuevamente, la práctica de la escritura es teorizada en consonancia con esta actitud de los personajes. Escribir es recoger el mundo tal como es. El estilo de Tizón retoma formas más retóricas, aunque más comedido que en VJ, más adecuado a un mundo con el que “Estás, en general, conforme” (TI, 110).

Los cuentos muestran formas diversas de la escapada, de la desaparición como rechazo de los lugares odiosos o simplemente incómodos. Una pareja abandona la ciudad y se refugia en el calvero de un bosque donde se escucha música. Un hombre renuncia a su reloj, su billetera, las llaves de su casa, para estrenar otra identidad. Una joven, obligada a hacer algo terrible (desprenderse de una misteriosa caja en que late un extraño ser vivo), obedece las órdenes y se escabulle sin dejar rastro. La consigna es, en cada caso, la misma: “Quiero perderme” (TI, 55).

Y ahora, por tercera vez, este nuevo libro se revuelve contra sí mismo para cuestionar esa solución. Por un lado, porque el tiempo ejerce su peso y nos hace tomar conciencia de que la vida es fugaz e irreversible: “No hay vestidores que permitan salirse del presente y corregir los errores del pasado, ay” (TI, 23); y nos empuja a actuar, a elegir y desestimar. Así, aun cuando Walser se jactaba de abandonar en la noche a su amante para  “mejor vivir tranquilo, con su moneda de plata en el bolsillo del chaleco” (TI, 19), otros personajes se deciden a afrontar la vida con sus perplejidades. La experiencia amorosa, la vida de pareja más precisamente, será el lugar por excelencia donde dirimir la propia identidad a través de la siempre compleja relación con el otro. Unos jóvenes admiran la decisión de una muchacha de casarse, en tanto viven entre ilusiones que descubren fútiles; una pareja se enfrenta a una decisión largamente escamoteada: “Éramos transparentes el uno para el otro, como maletas volcadas… ahora que la tenía delante, resultaba que la verdad se parecía más bien a un pequeño animal huidizo y sigiloso” (TI, 80). Tizón nos muestra parejas que pudiendo complementarse, chocan por su disparidad: frialdad frente a sentimiento, sofisticación frente a sencillez; impulsividad frente a fidelidad. La convivencia de dos es decir conflicto, sufrimiento, inseguridad; su ruptura es desamparo, imposibilidad de vivir. No hay cómo huir, tampoco se desea intentarlo; así es la vida, se trata más bien de asumirla, aunque no sepamos cómo. Eloy Tizón no evita el sarcasmo cuando, tras plantear tan denodadamente la necesidad personal de la distinción, uno de sus personajes, abandonado por su pareja, asuma su condición común: “Lo primero que piensas es: “Debo evitar conducir”… muchos cornudos se matan estos días en accidentes de tráfico… las estadísticas no mienten” (TI, 103). Incluso la riqueza, cultura y sofisticación de una mujer, otrora estimada, no la salvan de un juicio moral por un egoísmo que inspira lástima: “Usted nunca llegó a saber cuánto la amaba, porque nunca se molestó en conocerme” (TI, 135).

Los relatos finales hablan de la fragilidad, de la vulnerabilidad del ser humano y la grandeza de enfrentarse a ellas. Frente a la ligereza de la errancia, se yergue la potencia de la experiencia de vivir. Incluso el arte es denunciado si queda por debajo de esa potencia incontestablemente valiosa. “A sus ojos el arte y la literatura eran extravíos propios de débiles mentales… Un alma fuerte no necesitaba de semejantes sucedáneos de vida” (TI, 152).

La muerte, en definitiva, sólo puede ser encarada con resignación (como el padre que, en el último cuento, ha perdido a su hijo), al tiempo que desata interrogantes esenciales que abocan al misterio: “para qué sirve la vida… Yo soy escéptico… nadie nos vigila, no hay justicia ni dioses, esto no tiene remedio… Y un día, tarde o temprano, todos morimos… Pero entonces qué sentido tiene sufrir y hacer sufrir a los demás… Son enigmas que no caben en la cabeza… no se puede llegar a ninguna conclusión… es imposible, solo mirar y mirar” (TI, 114-115).

Eloy Tizón ha hecho de su escritura de cuentos un permanente ejercicio de búsqueda, y encarna una actitud de plena responsabilidad hacia la literatura; de ahí la enorme dificultad de su empeño. “Sintiendo en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible dejar de escribir” (TI, 72). Su obra nos hace partícipes de una larga meditación sobre lo que más importa, de las reflexiones de alguien para quien, en la escritura como en la vida, todo está en cuestión y “cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro” (TI, 77).