Su
obra se despliega con un rigor absolutamente notable, fiel a un conjunto de
temas que se entrecruzan y sobre los que vuelve repetidamente: la juventud, la
madurez; el paso del tiempo; la presencia amenazadora de la muerte; la búsqueda
de la salvación mediante la estética, la memoria, la distinción personal; la
opción entre la huida o el afrontamiento de la existencia; el amor y sus
conflictos; la pregunta por el sentido y el misterio. “Sigues sin saber para
qué vives, nadie lo sabe. Todos tenemos dudas, todos tenemos miedo, todos
estamos muy solos” (TI, 113). La trayectoria cuentística de
Los dos primeros libros de Tizón están marcados por la presencia obsesiva de la muerte como experiencia de pérdida absoluta: “Cuando uno se muere, uno ya no puede ver más a los otros” (VJ, 45); así leemos el patetismo del fantasma de un padre que vaga por las habitaciones sin que pueda localizar a su hija que tiene fiebre; o el de una madre y su hijo que “se alejaban arrastrados en direcciones opuestas” (VJ, 80). Esa conciencia de que habrá un final señala, además, el término de la adolescencia y el comienzo de las preguntas fundamentales.
En Velocidad de los jardines, la muerte es
conjurada por el recurso a dos instancias: la estética y
También la memoria nos salva de ese final absoluto; pues, en tanto persista, queda aplazado. De ahí la necesidad de preservar en ella algunos momentos, en especial los felices. “¿Es que existe en algún sitio una especie de depósito de residuos donde alguien almacena alegremente nuestros momentos dichosos? Si es así, yo a ese lugar lo llamaría Dios” (VJ, 92). Recuerdos privilegiados son los de juventud, que VJ celebra sin caer en el panegírico. Si bien evoca la ilusión, el punto de locura, la expectativa del amor o la ebriedad ante las posibilidades abiertas de esta edad, igualmente reconoce su complejidad, su desconcierto, la intermitencia de impulsos sin dirección. “Siendo así que la adolescencia consiste en ese aire que no es posible explicarse” (VJ, 143). Con todo, resulta un paraíso rememorado con melancolía desde la vida adulta que, otra vez, evita la pérdida definitiva. “Le gustaba pensar que los días de juventud idos se encontraban en algún lugar” (VJ, 85).
Los cuentos, como si se construyeran con el único propósito de contener un recuerdo se convierten en estampas, absortos en la recreación de una sola escena donde la acción se ha detenido, propicia para la memoria. Ahora bien, enseguida surgen dificultades: la memoria falla, los hechos se confunden, el caos de percepciones impide jerarquizarlos. “Mamá mira la ventanilla como si asistiese a una exposición de paisajes. O mejor: mi madre mira un solo lienzo que se transforma incesantemente, un boceto que la velocidad corrige a cada instante” (VJ, 48). Es llegados a este punto, cuando el libro procede a cuestionar la posición alcanzada; lo que sucedería en los siguientes, aunque implícitos, términos. ¿De verdad el esteticismo salva? ¿Cuántas situaciones preserva? ¿Qué cantidad de realidad es capaz de asumir? Suceden entonces una serie de relatos que refieren anécdotas más prosaicas: un adolescente intrigado por la habitación de una casa corriente; un joven que investiga la desaparición de una mujer; un hombre desahuciado atraído por una mujer en un bar: argumentos que quedan sin resolver, que se hunden, que se interrumpen sin darnos un final. El narrador dice: “De modo que ya saben: vine a hacer un relato sobre nada. La muchacha es nada” (VJ, 136). Historias ahora en sintonía con una prosa que ha empezado a perder la finura y elegancia anteriores. Interpretamos que la estética de la exquisitez formal no ha servido como forma literaria para encarar algo así como “el peso de la vida habitual”, quedando circunscrita en su validez a un número cerrado de ambientes y situaciones ellas mismas estéticas.
Entramos
en el segundo libro, Parpadeos. Los
personajes excepcionales han sido eliminados. “Vaciar el cubo de la basura es
un arte más difícil de lo que a simple vista parece” (P, 24). La escritura se
hace ahora despojada, cortante, becketti
En
consecuencia, es preciso hallar otra vía que permita abordar la muerte con
algún sentido y superar, si es posible, la alienación de la vida adulta en la
que los adolescentes y jóvenes terminarán por caer. La estrategia que nos
propone este libro entonces consistirá en el logro de una nueva forma de
distinción; y, sobre ella, los relatos nos van ofreciendo diversos modelos.
Así, por ejemplo, el repliegue a un mundo privado: la vocación absurda de hacer
agujeros como un sacerdocio al que se supedita todo: “Pero existe algo más
fuerte que uno que se llama vocación… Tener una vocación es una obligación
moral… A veces siento g
Sin embargo,
de nuevo los relatos que siguen muestran la imposibilidad de alcanzar esa singularidad
que evite la alienación general. Instalados fatalmente en la madurez, se
certifica el fracaso sin paliativos de la individualidad y la caída en lo común.
Continuando a Camus: “los hombres mueren
y no son felices, y ya ni siquiera lo intentan… ¿Dónde está el fallo? ¿En
qué momento preciso de sus vidas escogieron el camino equivocado?... Son
hermosos, absurdos y millonarios –todos Ellos– y morirán sin saberlo” (P, 110).
La vida hum
¿Qué hacer
entonces ante la imposibilidad de alcanzar la dicha; ante un destino –palabra
recurrente en varios pasajes– que de ningún modo cabe alterar? Huir, escapar, trasladarse
a otro lugar; la renuncia a lograr un espacio habitable en las condiciones presentes
y aventurarse a otra forma de vida, único modo de disponer de una segunda
oportunidad. “Dinero para escaparme. Dinero para empezar de nuevo en otro sitio
distinto… y esa misma mañ
El tercer y
último libro de nuestro autor, Técnicas
de iluminación, hará de la huida el centro de muchos de sus relatos. El
primero, un homenaje a Robert Walser, da la pauta con unas consignas inspiradas
en él: vivir caminando sin detenerse, sin establecer vínculos duraderos ni
compromisos, tampoco de amor; contemplar el mundo reconciliado ahora con él (lo
que es posible por esa actitud de despedida y desasimiento), encontrar en ello
no la felicidad, sino cierto contento; no buscar el sentido de nada, no af
Nuevamente, la práctica de la escritura es teorizada en consonancia con esta actitud de los personajes. Escribir es recoger el mundo tal como es. El estilo de Tizón retoma formas más retóricas, aunque más comedido que en VJ, más adecuado a un mundo con el que “Estás, en general, conforme” (TI, 110).
Los cuentos muestran formas diversas de la escapada, de la desaparición como rechazo de los lugares odiosos o simplemente incómodos. Una pareja abandona la ciudad y se refugia en el calvero de un bosque donde se escucha música. Un hombre renuncia a su reloj, su billetera, las llaves de su casa, para estrenar otra identidad. Una joven, obligada a hacer algo terrible (desprenderse de una misteriosa caja en que late un extraño ser vivo), obedece las órdenes y se escabulle sin dejar rastro. La consigna es, en cada caso, la misma: “Quiero perderme” (TI, 55).
Y ahora, por
tercera vez, este nuevo libro se revuelve contra sí mismo para cuestionar esa
solución. Por un lado, porque el tiempo ejerce su peso y nos hace tomar
conciencia de que la vida es fugaz e irreversible: “No hay vestidores que
permitan salirse del presente y corregir los errores del pasado, ay” (TI, 23); y
nos empuja a actuar, a elegir y desestimar. Así, aun cuando Walser se jactaba
de abandonar en la noche a su amante para “mejor vivir tranquilo, con su moneda de plata
en el bolsillo del chaleco” (TI, 19), otros personajes se deciden a afrontar la
vida con sus perplejidades. La experiencia amorosa, la vida de pareja más precisamente,
será el lugar por excelencia donde dirimir la propia identidad a través de la
siempre compleja relación con el otro. Unos jóvenes admiran la decisión de una
muchacha de casarse, en tanto viven entre ilusiones que descubren fútiles; una
pareja se enfrenta a una decisión largamente escamoteada: “Éramos transparentes
el uno para el otro, como maletas volcadas… ahora que la tenía delante,
resultaba que la verdad se parecía más bien a un pequeño animal huidizo y
sigiloso” (TI, 80). Tizón nos muestra parejas que pudiendo complementarse, chocan
por su disparidad: frialdad frente a sentimiento, sofisticación frente a
sencillez; impulsividad frente a fidelidad. La convivencia de dos es decir
conflicto, sufrimiento, inseguridad; su ruptura es desamparo, imposibilidad de
vivir. No hay cómo huir, tampoco se desea intentarlo; así es la vida, se trata
más bien de asumirla, aunque no sepamos cómo.
Los relatos finales hablan de la fragilidad, de la vulnerabilidad del ser humano y la grandeza de enfrentarse a ellas. Frente a la ligereza de la errancia, se yergue la potencia de la experiencia de vivir. Incluso el arte es denunciado si queda por debajo de esa potencia incontestablemente valiosa. “A sus ojos el arte y la literatura eran extravíos propios de débiles mentales… Un alma fuerte no necesitaba de semejantes sucedáneos de vida” (TI, 152).
La muerte, en definitiva, sólo puede ser encarada con resignación (como el padre que, en el último cuento, ha perdido a su hijo), al tiempo que desata interrogantes esenciales que abocan al misterio: “para qué sirve la vida… Yo soy escéptico… nadie nos vigila, no hay justicia ni dioses, esto no tiene remedio… Y un día, tarde o temprano, todos morimos… Pero entonces qué sentido tiene sufrir y hacer sufrir a los demás… Son enigmas que no caben en la cabeza… no se puede llegar a ninguna conclusión… es imposible, solo mirar y mirar” (TI, 114-115).
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