Ángel Zapata (Madrid, 1961) ha publicado los libros de relatos: Las buenas intenciones y otros cuentos, 2001, reeditado con un epílogo en 2011 (BI); La vida ausente, 2006 (VA); Materia oscura, 2015 (MO) y Luz de tormenta, 2018 (LT).

            El recorrido de escritura de nuestro autor nos propone una aventura estética e intelectual, aun espiritual, de una belleza, riqueza y profundidad extraordinarias, sin parangón en la literatura actual. En cada libro encontramos atisbos del siguiente: cuentos que se adelantan como solapándose a otros, conceptos y propuestas que se formulan en un momento y no eclosionan con esplendor hasta después; contando con esos leves, hermosos vaivenes, sus cuentos dibujan una trayectoria rigurosa que se define, desde el primero al último, como la búsqueda de la verdad de la vida humana y que, en su progresivo ahondamiento, alcanzan una dimensión filosófica. Al servicio de ese deseo, los relatos irán adoptando formas cada vez más audaces, hasta el punto de situarse en las fronteras mismas del género para recalar en el poema, el aforismo.

            Su primer libro, Las buenas intenciones, parte de la estética del relato establecido por los cuentistas de los 50, y en especial de su admirado Medardo Fraile, quizás la vía menos dramática y más lúdica (frente a Aldecoa, Matute o Fernández Santos); en Zapata hallamos trazas de la socarronería de Cela, o el humor absurdo de Mihura o Jardiel. Él mismo señala la necesidad de un vínculo con la tradición: “probaba a componer una extraña galería de antepasados, una genealogía… esa familia apócrifa de la que todo escritor en ciernes ha de ser hijo, pues sin ella no hay forma de nacer otra vez a la vida de la literatura” (VA, 19). Esta influencia hace que su retrato de una España de gentes mediocres, ignorantes, infelices, cortas de entendederas y ambiente rural, siendo válida en el tiempo de su adolescencia, resulte algo trasnochada cuando publica en nuestro siglo XXI. Así, su sátira de una pareja: “Los dos se querían mucho, aunque sin grandes aspavientos; y eran felices con una felicidad pobre, hecha de tardes de extrarradio, besos hurtados en la oscuridad del cine, un kilo y cuarto de fresones el día que Norberto cumplía años, medias sin costuras para el paseo de los domingos y un café y unos churros para los días de entre semana” (BI, 31). Sin embargo, ese ambiente social opresivo y alienante que retrata resulta no haber desaparecido en nuestro momento histórico y, otra vez y de formas nuevas, vuelve a hacer casi imposible la felicidad del individuo. De aquí que ante la coacción que ejerce la sociedad, sólo cabe enfrentarse mediante una actitud de reafirmación personal, de voluntad terca: “Pero el sabio profesor, desconsolado y todo, es un hombre tranquilo, persistente, muy curtido en las adversidades” (BI, 80); “La energía de carácter, Roque. De eso depende todo” (BI, 90). Solo manteniéndose fiel a uno mismo hasta el final con el mayor coraje puede uno alcanzar, si no la victoria, pues la realidad es inamovible (“La dura realidad”, BI, 47), al menos cierta paz consigo mismo. Un posicionamiento que, claro, supone un enfrentamiento con lo establecido, la incomprensión y la soledad (el marinero Rosas se pierde en alta mar en la noche y desaparece, BI, 86, en un relato titulado significativamente “La partida”); pero en el que se cifra el sentimiento de dignidad: “Si uno todavía no está acabado (es decir: si le queda un mínimo de orgullo), tratará en lo posible de no mezclarse para nada con esa clase de individuos” (VA, 53). El retrato de la grisura social, una constante en la literatura crítica del momento, sólo ofrece la salida o el alivio de la experiencia amorosa plena, y casi milagrosa, y la fraternidad que permite vivir con algún otro que nos permita alcanzar nuestro deseo.

El segundo libro de Ángel Zapata, La vida ausente, se abre con un relato más extenso, de estilo convencional y carácter autobiográfico. Reflexiona acerca de la adolescencia como el tiempo en que uno busca su identidad, trata de encontrar referentes que lo ayuden a perfilar un modelo en la confusión de posibilidades abiertas y la conciencia de las amenazas a su proyecto. Es el momento en que uno descubre su vocación: “una locura propia que oponer a esa otra locura prestada, sorda y habitual de la familia; una región donde habitar” (VA, 21) como el tesoro que lo sostiene, aun a riesgo de la incomprensión y la soledad, como hemos visto, y que en su caso se trata de la escritura, con sus incertidumbres y contradicciones: “Yo temía (o deseaba, viene a ser igual) que el mar abierto de la literatura terminara por inhabilitarme para la vida en tierra, que me volviera definitivamente idiota” (VA, 33). Resulta clave este relato no sólo porque sus referencias a Artaud o Breton valgan como testimonio de cuáles han sido sus guías en la ruta que ha seguido, sino por sus implicaciones en la arquitectura integral de su obra.

Este cuento señala la ruptura con el relato centrado en la trama y los personajes de corte convencional (mejor que realista); una ruptura que ya anunciaban tres de los relatos de la obra anterior, pero que ahora se vuelve una decisión estética radical, nacida de la sospecha, ya teorizada por el Surrealismo, de que ese modo de representación habitual de la realidad, en lugar de desvelarla, la mutila y enmascara. En adelante, los cuentos de Ángel Zapata se alejan del naturalismo, se transforman en invitaciones a la interpretación simbólica; sus elementos narrativos, sus personajes, sus situaciones no responderán ya sino a una lógica que el lector ha de encontrar, pero que no se le entrega a primera vista. Con todo, este nuevo camino se va presentando de modo gradual, casi pedagógico, como si nuestro autor nos fuera acostumbrando a adentrarnos en un mundo narrativo que se va a volver cada vez más fascinante y provocador. El epílogo añadido al primer libro declaraba: “el realismo desvía al cuento de su vocación… el cuento no apunta a la realidad, sino a lo real en tanto que imposible de decir”. En consecuencia, el lector de debe “reapropiarse su potencia de significar” (BI, 103).

A este cambio estético responde un ahondamiento en la condición humana que, desde luego, ha dejado atrás esa perspectiva sociológica dominante. Ahora se sitúa la vida ante sus determinaciones esenciales. Así, la aguda conciencia del carácter finito de nuestra existencia, en una protesta contra sus coerciones definitivas: “del tiempo y su extorsión incalculable, nunca saldada, entrañable sólo a fuerza de costumbre” (BI, 97). “No muy lejos de aquí pasan los años y se suceden las demoliciones”. “Esto es el tiempo… escombros donde quiera que mire” (VA, 77.78); así también, la pregunta por la identidad: “¿Quería fugarme…? ¿Quería pedirle al buscador de níscalos que me pusiera a salvo…? “Qué soy yo” estaba deseando preguntarle” (VA, 73); y así, la insatisfacción ante un mundo cada vez más extraño y ajeno, un mundo en descomposición, sin sentido ni solución: “el planeta se desmiga”; “después ya no me alarma en lo más mínimo que el gentío se cruce de brazos, a la espera de que termine todo”; y del que se desea huir: “al final tengo tiempo de agarrarme a una liana del hiperespacio, de donde me rescata –tres días después– una amable patrulla de magdalenas” (VA, 83.84).

El último relato, como colofón, nos propone la audacia de imaginar. Cuando la realidad bajo su representación convencional se ha descubierto engañosa y la claridad es confusión, en la búsqueda de sentido, que entonces nos parecerá oscuro, es donde hallar, acaso, la comprensión. Es preciso romper radicalmente el espejismo que se da ante los ojos, hay que optar por un camino nuevo: “Y ese convoy será el que los lleve… carretera adelante. // ¿Adónde? No lo sé. // Nadie lo sabe. // No intenten siquiera imaginarlo” (VA, 95). Hay que desasirse radicalmente de las seguridades: “La mano es enemiga… lo que apresa no es suyo, su fortaleza es la precariedad… Ningún mar ha intentado todavía llegar mucho más lejos que su mano, algunos hombres, los mejores, sí.” (VA, 62).

Materia oscura y Luz de tormenta comparten un mismo universo, aunque el segundo vislumbre ciertas variaciones. Ambos pretenden un minucioso inventario de los males que afligen nuestro mundo, provocados por ese aparente orden que denominamos civilización y que está profunda y quizá irremediablemente trastornado. Bajo su apariencia sólida, estructurada, equilibrada, el Mundo sólo produce horror: imposible de cambiar o mejorar, en él reinan la maledicencia, la ausencia de lucidez, la violencia, el dinero como señor, el hambre, el dolor, la angustia; la cultura es inane, la educación, un adorno; se impone la resignación, el aplanamiento, la desgracia, la falta de libertad, la represión, la crueldad. Ahora, los demás seres humanos se han vuelto enemigos, incluso los familiares y cercanos, siguen reglas, formas de vida incomprensibles, absurdas, que apenas enmascaran el dolor. “Cada no mucho tiempo, un hombre hecho de lágrimas cruza la calle” (MO, 30). “Y frente a ellos nada, el torbellino, un río de fauces” (MO, 37). “Cuando ha llegado a un puente, siempre le ha detenido la cobra gigantesca que reclama a los transeúntes un peaje de sal” (MO, 79); “Ved la noche en todo su esplendor, ved la derrota en su magnificencia… Oíd cuando el hambre se anuncia interminable, el aleluya unánime de los hambrientos. // Revolved con los dedos las heces de la infamia” (LT, 62); “Ocurra lo que ocurra, seguirán sosteniendo con un festín de arena el gran letargo de los invertebrados” (LT, 66).

Los cuentos de Zapata se han alejado definitivamente de cualquier análisis sociológico o psicológico de lo que ocurre, no se debaten problemas concretos ni se aboga por alternativas. Se muestra un rechazo de la totalidad de la construcción humana; se sostiene una mirada nihilista, con el trasfondo de una creación en sí misma maligna, un orden metafísico perverso. Dios había aparecido en su primer libro como un deseo inalcanzable: “Él mismo termine su casa: por que termine de querernos (si esto fuera posible) con todo su corazón, o al menos con la parte derruida, o quizá únicamente inacabada, de todo su corazón” (BI, 98). Excluida la religión constituida como mendaz, ridícula y, sobre todo, incapaz de favorecer o mejorar la vida humana, posteriormente se muestra el más crudo descreimiento: Dios aparece como un personaje a bordo de un cochazo “Y el Porsche se convierte en una berenjena voladora, y Dios se marcha raudo, imperativo… – ¡El vacío de Dios! –dice entonces un cursi”. De manera que “a toda la gente que ha visto a Dios se le ha puesto la cabeza de merluza” (VA, 83). No hay salvación en lo divino. Más aún, ahora, Dios es objeto de desprecio, condenable por el mal de su creación. Se hace una explícita declaración antiteísta: Dios “en el momento de crear el mundo era una liebre. La idea misma de crear el mundo solo pudo ocurrírsele a una liebre, apesta a idea de liebre… La creación es monstruosa. El mundo es lúgubre. El mundo es triste” (MO; 16.17). Incluso, en la línea de Lautréamont: “En el mar está Dios. // Pero está allí agazapado tras el horizonte, como una araña en el extremo de la tela”. (LT, 49).

        En consecuencia, los cuentos buscan una mirada esencial que nos lleve más allá de nuestro descanso en una realidad familiar y complaciente; su objetivo es devolvernos la lucidez que hemos perdido y revelarnos la verdadera naturaleza del universo en que habitamos. Este deseo de mostrar ante todo “lo que hay” supone una decisión radical respecto a la propia forma de la escritura. Ya es insostenible un relato que mantenga la apariencia de sentido de la trama, de los objetos y personajes reconocibles, del razonamiento, de la narración de actos, de diálogos en que se intercambian opiniones. Todo esto debe dejarse atrás. Progresivamente surge un tipo de texto en el límite del relato, cercano a la expresión lírica, al aforismo, al poema sin verso; que adopta las maneras de una descripción, una exposición, una prescripción, una definición incluso: “llama «carne» al modo en que se hiere una vez y otra contra los filos de la luz” (MO, 78). Cuando todavía hay narración de algunos hechos, estos no se ligan, no constituyen una historia. La narración se interrumpe, se suspende, se presenta sólo en sus consecuencias, lo que de verdad parece importar, o en reflexiones que se obtendrían de ello.

Además, el lenguaje rehúye un referente inmediato; precisamente porque sólo así testimoniará la impostura radical en que nos movemos. El carácter poético de su escritura se despliega ahora sin trabas, con el peligro de oscuridad –no de hermetismo (en la distinción de Paul Celan)–, y con la sugerencia en su máximo esplendor. El lector ha de tratar de seguir su invitación e introducirse en un mundo de terrible belleza donde se trata de dar la semblanza del misterio de la propia existencia. Él lo había advertido: “El cuento debe conmover, herir, maravillar; algo en el cuento debe llamar por su nombre al lector: forzarlo a que despierte”. Y también: “El cuento debe parecerse a la vida en esa cualidad que tiene la vida de no parecerse a nada” (BI, 101. 102).

Zapata construye textos (que en su última obra, se circunscriben a una sola página) enunciados por una voz poderosa que monologa y redescribe o reformula la realidad con un despliegue contundente de imágenes y construcciones verbales exactas, rotundas, sugerentes. Hasta el punto que el lector puede sentirse tentado de dejarse llevar por la belleza de los textos, simplemente seducido por su sonoridad, su perfección, la soberbia imaginería de su estilo; sin otra operación que disfrutar de la prosa. Sin embargo, se da en los textos una enorme paradoja. Tienen siempre la hechura de unos textos potentes que tratan de nombrar la realidad, que tratan de comunicar sus visiones; ese esfuerzo notable de esclarecer el mundo no permite la mera fruición literaria, están reclamando su inteligencia. Es un decir que exige un nuevo modo de leer, es un volver a significar lo que ya hemos recitado innumerables veces sin caer en la cuenta de que empobrecemos lo real (una enseñanza que ya teorizó el Surrealismo).

El «Yo» que habla en estos textos en primera persona o en una tercera con la que se identifica se muestra como el testigo de esa verdad radical ante la que está comprometido. La escritura se concibe como una ética, una misión (el yo y su vocación que vimos en el cuento “La vida ausente”). En el último relato se nos da esta impresionante declaración: “una palabra se dirige a otra, él no es una palabra”; el sujeto no se puede confundir con el texto, es el que está ahí, el que hace la experiencia. Y, por eso, está obligado a la máxima responsabilidad. Dice al final: “Ni siquiera desea ver más, pero el triunfo de la noche, el único, es haber abolido los párpados” (MO, 85). Hay una ascesis, una exigencia última de fidelidad: “Se le había confiado un testamento de agua, un diamante de agua, para los deudos de la sed” (MO, 54); y esto, aun en medio de la mayor desesperanza: “Qué emprender cuando cualquier acción se siente fútil… ahora que la amenaza cubre el día con sus andrajos… Y aquí, en la pulpa iluminada del instante, un grito” (MO, 49).

Ese yo establece una alteridad ahora de carácter casi abstracto, fundamentalmente con dos instancias: La Naturaleza y la Historia. Su interacción con lo natural, sin embargo, acentúa su soledad y la naturaleza-el paisaje se convierte en símbolo toda ella de la Realidad esencial, no siempre visible: muralla, vientos, costas, túneles, intemperies, cielo, desierto, marismas, bosques, arroyos, paisaje, pozo, mar, sol, fondo de los mundos, ruinas, niebla, relámpago, lluvia, río, noche y día, árbol (sólo en la primera de las cinco secciones).

        Este yo lúcido ve el tiempo de la Historia con una radicalidad que se debate entre extremos: un tiempo apocalíptico: “Día y noche, vivimos afligidos por el peligro de una catástrofe que ya ocurrió, una catástrofe cuyos escombros somos” (MO, 55); “La risa, los pasos, son lo mismo que él, son residuos” (MO, 68); o, paradójicamente, sólo los gritos de un mundo que aún no ha comenzado: “Antes de oscurecer, entendería que el mundo esté aún por salir de la nada” (MO, 66); “Venda sus párpados de no-nacido y sueña una vez más con el bosque profético” (MO, 70). Con todo, se impugna la mentira de la progresión, en la que late la exclusión de las víctimas de la Historia: “el porvenir giraba sobre su eje como la bailarina de una caja de música” (LT, 73). “Donde otros han hablado del «curso» de la Historia, yo solo veo un búcaro de crisantemos, el mismo siempre, y varias fases de la Putrefacción”. (LT, 78); “La puerta giratoria de lo real lleva un siglo atascada” (LT, 90). No conforme con eso, de nuevo, el esfuerzo por la visión quiere ir más al fondo y parece señalar que el fracaso del proyecto humano descansa en uno anterior, en un mal original que no sería sino el hecho mismo de este mundo tal cual es, su orden, su tiempo: “El instante que iba a abrirse ya ha naufragado” (LT, 50). “Seguirán forcejeando en el vientre del día que va a nacer, un día balbuciente, anegado de espinas, donde la oscuridad es soberana” (LT, 51). “Nada continúa unido si no es por medio de cadenas: la luz despótica, y su rehén, el sueño; el sueño y su hijo ilegítimo, el estiércol de la realidad” (LT,  48). 

La Nada aparece, finalmente como el destino fatal de lo existente: “vuelve al confinamiento de una isla vallada, a la nada que el ser está infectando una vez más” (LT, 69). Todo lo hermoso se ve abocado a ello, las fuerzas de la destrucción son inapelables: “Yo mismo no consigo ver si no es a través de las lágrimas… Yo no creo que haya luz. // Ninguna luz. // Sí creo, en cambio, que hay un sótano en donde ahora mismo está creciendo un árbol que sangra” (LT, 27). El individuo se fragmenta, se rompe, se deshace y angustia: “No sabiduría existir sino cortado en dos segmentos (ninguno de ellos vivo), ni he sabido después” (LT, 47); “ningún equilibrio, ninguna visión le sostienen, de parecerse a algo sería a una peonza rota” (LT, 49).

Los textos se sitúan entonces en una atroz alternativa. Por un lado, la de asumir como palabra última, la Nada, su poder omnímodo, tiránico: “a él le encuentra un vacío, un vacío no cesa de invadirlo” (LT, 59); “Este es el tiempo en que la desesperación de las vías muertas se une a la abulia de los amotinados” (LT, 82), y deseable: “he hecho que caiga la noche” (LT, 60); “Yo he encendido una hoguera de llamas negras… He oído los retazos de una música extinta, y ese es mi lote” (LT, 83). Por otro lado, se mantiene el espacio de la Vida, la fuerza de lo que se resiste a morir, del Bien que el ser humano ha buscado siempre por más que una y otra vez resulte inalcanzable. “Entre estatua y estatua, él cuelga redes. Luego las recoge y las vuelve a colgar. Con esa obstinación, se sobrepone a lo que le disgrega” (LT, 68). Y, cuando esto comparece, los textos adoptan tonos elegíacos. “La vida es una rosa amenazada. Donde quiera que brote lloverán pedernales” (LT, 46); “Hablo de un ramo de azucenas desde siempre ofrecido a la devastación del sol” (LT, 50). O en esta metáfora hermosa de una relación no ávida con las cosas, que sin embargo, es destruida: “¡Qué dolor, ese día, oír cómo el pulso de la mano-alondra se apaga en el inmenso corazón dentado” (LT, 34). 

Habría una sola opción de esperanza, elegir lo contrario a lo que se impone; pero no hay seguridad ninguna en que pueda rehacerse el mundo desde otros lugares, por eso, el ser humano resulta en algunos momentos casi absuelto por su condición de perdido, asustado, ignorante… “Están perdidos, retroceden se hunden” (LT, 51)

Ángel Zapata explora, desde esa situación dramática de acabamiento y destrucción, sin menoscabarla, los límites de lo inefable, el deseo de Absoluto, un camino de mística laica que reúne los rasgos de expectación, de espera y de búsqueda a través de la oscuridad y el vértigo de la nada y la ausencia de sentido y que, sin embargo, resiste a sacar la última conclusión: el absurdo de todo. “He visto apagarse y revivir después, me pregunto si hay algo irrevocable… La eternidad es tenue todavía” (LT, 88). “Se desconoce, imagina que es… el sol reflejado por una gota de rocío en la linde de un país sin sol” (LT, 54); “Su previsión, su audacia, eran la misma copa de veneno… ahora no pertenece a la tierra, sino al reverso intacto de la tierra” (LT, 54). Hay aún un acceso incierto a través de la oscuridad, un camino místico que se acentúa en muchos de sus textos que encontramos en referencias claras, como el de “un sol negro” o “No conquistada, sino desprendida, llega una claridad de pedernal, de vidrio, dura y blanda a la vez; una claridad de fuente escondida, donde los ciegos beben un agua temblorosa mientras cae la noche” (MO, 80). .

Se trata de una sed de absoluto que está suspendida, prohibida y que, no obstante, quizás sea posible recuperar por otros caminos: “Hay una sed que nadie siente pero cuyo nombre se ha escrito en acrósticos en las mezquitas de Ispahán… Nunca olvido que Dédalo dotó de movimiento a la Verdad vertiendo sobre ella plata viva” (LT, 92). ¿La verdad?, ¿la belleza?, ¿el lenguaje?, a pesar de las negaciones que se han levantado frente a ellas, ¿pueden aún ser un camino? La indagación esencial de Ángel Zapata no ha concluido, esas palabras finales de ese libro se leen como un Continuará. Los riesgos que ha asumido parecen alejarlo hasta unas formas de escritura inéditas, capaces sin embargo de seguir desvelando el mundo en que nos encontramos y padecemos con una eficacia y un dolor contagiosos. Una escritura que nos sigue siendo necesaria más que nunca y que alienta a seguir atisbando jirones de luz en medio de la tormenta que de tan próxima nos parece familiar y hemos dejado de ver.