Ayer, mi hija, al ir a pasar de la cocina al pasillo cuyos suelos están separados por una chapa dorada, se quedó detenida. Como si esa división indicase un peligro inminente. Un peligro que no existía en ninguna parte de la realidad. Yo tuve un acceso de miedo. Pasó por mi cabeza que hubiera contraído repentinamente una enfermedad mental que la volviera incapaz de traspasar la línea. Fue un temor absurdo, aunque no por eso menos inquietante. La chiquilla no quería / no podía trasponer ese umbral; se apoyó con los deditos en una jamba y sus pies no avanzaban, tampoco lloraba, simplemente se había quedado en una especie de extraña espera. Y a mí los segundos se me hacían interminables.

            La llamé, deseando que cruzara y llegase hasta donde me encontraba yo. Pero ella, aunque me oía perfectamente, no lo hizo.

            ¿Cuántos límites no se atreverá a cruzar? ¿Qué barreras le serán impuestas? ¿Qué protocolos, qué respetos, qué exclusiones tendrá que padecer? Y, por todo ello, ¿con qué temores habrá de convivir? Estas preguntas me sacudieron por un instante (ella aún no se había movido de dentro de la cocina). Y yo no quería que fuese débil. No quería que la sometiese nadie. Así que no la llamé más, deteniéndome yo también en mis aprensiones.

            Ella mantenía todo el tiempo la mano en el marco de la puerta, como he dicho. No decía nada. No podía explicarme qué estaba girando dentro de su cabeza, por qué ese comportamiento. Luego pisó la chapa, a continuación dio un paso y luego otro, y la dejó atrás.

            Que así sea siempre, me dije. Y la abracé.

 

 

 

 

(5 julio 2010)