Mientras
pasaban los días se fue preparando la estrella del viaje, la celebración de la
nochevieja. A mi ex le indignaba la fiesta y no le faltaba razón. Yo no tenía
ganas de crear un criterio propio. Además, siendo sinceros, estaba de acuerdo
con Luisa. Una cosa era una fiesta de nochevieja en el pueblo, en plan
hermandad, y otra una celebración segregada, a decenas de kilómetros del
sufrimiento. Se estableció una rivalidad callada entre los dos grupos y no
hicimos nada por integrarnos. Mientras escribo me pregunto por qué fuimos y por
qué no me incluyo entre los organizadores. Sabíamos cuál era el propósito del
viaje. Conocíamos su frivolidad e incluso participábamos de ella. Nuestro
permanente enfado tenía otras causas, pero especular con ellas tras tantos años
es absurdo. Fernando no se unió a la protesta y llevó el viaje con bastante más
filosofía. Incluso se enrolló con una arquitecta del otro grupo. Se llamaba
Marta y tenía unas tetas estupendas.
Por
supuesto la fiesta no ocurrió en el pueblo sino kilómetros y kilómetros más allá,
en una zona de dunas que se perdían en el horizonte, al estilo Lawrence de
Arabia. Estaba prohibido salir del poblado pero los organizadores de la fiesta
habían conseguido autorización. Ahora, por el terrorismo, sería imposible. Un
grupo de trabajadores saharauis habían montado una jaima gigante. Habían dejado
su dinero, su sudor y su tiempo montando una fiesta que no podrían disfrutar.
Podría afirmarse que los currantes de una empresa de montajes de, por ejemplo,
Alcobendas, ni se plantean ir a la boda que se celebrará en la carpa que
levantan. Las únicas diferencias, tal vez sustanciales, eran que los saharauis
no cobraban y que habíamos ido allí a cuidarles.
Para
controlar el aforo a la fiesta solo podría ir un miembro de cada familia
saharaui. Además habría muchísimo alcohol, botellas y botellas de champán y de
ron. Se permitía cierto peligro, cierto escándalo, pero con límites. Me tragué
el límite como quien se traga una piedra. Un saharaui por familia. Me recordaba
a la Alabama de Martin Luther King, a la segregacionista. Nunca olvidaré a
decenas de hombres intentando subir al autocar y siendo echados en la entrada,
tampoco olvidaré a esos mismos hombres pidiéndonos que les diéramos nuestro
pase. Por supuesto las saharauis ni se lo planteaban. No recuerdo quién acudió
de nuestra casa. Sí sé que en un ataque de dignidad, que no sirvió de nada, nos
negamos a subir en el autocar y fuimos en un todoterreno descapotable. Sentir
el aire sobre la cara fue lo mejor del viaje. Cuando llegamos la fiesta estaba
en pleno apogeo. Había unas guirnaldas de Winnie the Pooh, que habían colgado
los trabajadores, y no había una diferencia sustancial con una nochevieja
española más o menos cutre. Había, como en cada rincón de nuestra España, uvas,
cava y gente bebiendo. Luisa estaba enfadadísima. No se daba cuenta de que la
incoherencia que denunciaba también era suya. Para los saharauis no había
diferencia alguna entre ella y los demás invitados. Podía haber permanecido
firme en el campamento y haber celebrado el fin de año con los espaguetis con
camello habituales. Volver a Madrid era imposible. Estábamos encerrados,
rodeados por militares, por un lado estaba el frente Polisario y por otro el ejército argelino controlando a los polisarios.
Todavía, creo, no había aparecido el ISIS ni todas las fuerzas del mal que
después han frecuentado la zona. La celebración transcurrió con bastante
alcohol, no me emborraché, por desgracia, pero Fernando y mi hermano sí. Creo
que llegaron a olvidar que estaban en el Sahara. Mi hermano era más simpático
en aquella época, la vida le ha amargado. Fernando se separó pronto de nosotros
y se fue a lo suyo, a morrearse con Marta y a bailar con lascivia una especie
de lambada. Los saharauis les jaleaban, entre enfadados, sorprendidos e indignados.
Además estaban muy borrachos. Nunca bebían y un par de tragos de cava les
habían enviado al hiperespacio. Fue una microescena del choque de
civilizaciones. Podía haber acabado como el rosario de la aurora. Podíamos
haber muerto todos. Podíamos haber salido en la CNN. Fue una auténtica
provocación.
El
riesgo asumido por Fernando estuvo a punto de estallar. Se fue a darse el lote
con Marta por las dunas del desierto, como si en vez de en un campamento
clandestino hubiera ligado con una guiri en Benidorm y fueran a echar un polvo
a la playa. De repente, desde la oscuridad, un todoterreno verde lleno de
saharauis les ordenó que se montaran. Les dijeron entre carcajadas que les iban
a llevar a otra fiesta. ¿Dónde coño iba a haber otra fiesta en medio del desierto?
Fernando sabía que al acceder se estaba inmolando, pero no podía dejar a su
ligue sola. Ella estaba encantada. Creía de verdad que estaba en Benidorm y
seguían la juerga. Quería subir. Casi lo necesitaba. Era muy freudiano todo. No
resultaba fácil negarse, los ocupantes eran paramilitares. Había armas en el
coche. Se montaron y avanzaron hacia el vacío. Marta, Fernando, cinco saharauis
y el conductor. Tuvieron suerte. Según salieron de la zona de luces aparecieron
militares argelinos, les obligaron a volver a la fiesta y les ordenaron que
hasta el día siguiente no saliera ningún coche de ahí. ¿Le mereció la pena la
aventura? Quién sabe.
La
fiesta terminó y me vi metido en un saco de dormir, con Luisa, sobre un suelo
de piedras. No he pasado más frío en mi vida. Me preguntaba sin descanso qué
cojones hacía allí, durmiendo en mitad del desierto del Sahara, como si no
tuviera una cama y una casa con calefacción. Después de la fiesta pasaron un
par de días antes del regreso. Aquello fue insoportable, no por la tensión,
sino por el aburrimiento. En el viaje de vuelta Luisa encontró apoyo a sus
críticas. Se lo dio una oftalmóloga, que había estado de cooperante en otros
lugares de África. No estaba menos indignada que ella. También escuché a dos
catalanes que comparaban la situación de su pueblo de Girona con la de los
saharauis. En aquel entonces me pareció una frivolidad. Hoy me sonaría normal.
Los
saharauis siguen allí, cada día más solos y desesperados. No les hemos
olvidado, pero ellos nos olvidaron en cuanto nos fuimos. Aquello fue una
pequeña aventura en la miseria ajena para nosotros, pero para ellos solo supuso
trabajo, sacrificio y frustración. Frustración para quienes vieron cómo
festejábamos su pobreza, para quienes intentaron escapar a nuestro lado, para
quienes vieron nuestra prosperidad. Porque el dinero sí da la felicidad o, al
menos, aporta los medios para salir de la desgracia. Tal vez algunos han
asumido que han nacido para ser mártires, tal vez otros se han arriesgado y han
cruzado el estrecho, algunos habrán muerto por el camino, unos pocos habrán
prosperado y caminarán, sin saberlo, por las mismas calles que nosotros,
ignorando que hace más de una década compartimos casas de barro.
Recaredo Veredas (Madrid, 1970) ha estudiado Derecho, Edición y Creación Literaria. Ha publicado 9 libros. Incluye los poemarios Nadar en agua helada (Bartleby, 2012) y Esa franja de luz (Bartleby, 2019), el ensayo No es para tanto (Sílex, 2016), la recopilación de testimonios Todo es verdad (Sílex, 2020), las novelas Deudas vencidas (Salto de Página, 2014) y Amores torcidos (Tres Hermanas, 2021), las colecciones de relatos Actos imperdonables (Bartleby, 2013) y Pendiente (Dilema-Escuela de Letras 2004) y el manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema-Escuela de Letras, 2006). Ha trabajado para diversas editoriales, entre las que destaca Alfaguara. Ha sido profesor en la Escuela de Letras y en Fuentetaja. Ha reseñado, entre otros medios, en Quimera, ABC, Política Exterior, Letras Libres y Revista de Letras.
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