Una vez
allí los grupos se dividían entre las distintas familias que nos acogían. Más
bien eran mujeres, la mayoría de los hombres estaban en la cárcel, la guerra o
la emigración… Alberto y su novia se fueron con sus amigos y nos quedamos
Fernando, Luisa, mi hermano y yo con una señora de unos treinta años y sus
hijos. Vivían en una construcción de barro, con alfombras en el centro y una
especie de camas, más bien banquitos con colchonetas en los laterales. Cuando
la luz eléctrica se apagaba entrábamos en la oscuridad absoluta. En occidente siempre
hay luz, aunque no veamos los focos. Allí había una negrura radical, donde no
hallábamos un punto de luz por mucho que lo buscáramos. A Luisa le aterraba. La
primera noche se pasó horas buscando una lucecita. Al final la encontró, no sé
dónde, pero la encontró, tal vez fuera una mini linterna, la luz de un reloj
casio, de un móvil Nokia... Cuando me despertaba de madrugada y me preguntaba
dónde estaba, la luz de Luisa me servía para orientarme.
Por
nuestro matrimonio nos ofrecieron una casa aparte, que por supuesto rechazamos.
Incluso cuando ya llevábamos un par de días en comuna insistieron en que
debíamos separarnos del resto, no fuéramos a necesitar sexo con urgencia. No
recuerdo si nos negamos o nos hicimos los tontos, creo que lo rechazamos por
miedo y porque, la verdad, no teníamos tantas ganas. No dejábamos de estar en
territorio enemigo, precisábamos la protección de los nuestros. En su acogida
se veía con claridad la mezcla de respeto e indiferencia que tenían por el
cristiano. Nos acogían en su casa y nosotros, hombres ajenos, podíamos ver a la
madre sin el pañuelo, incluso en ropa interior, y no ocurría nada, pero cuando
llegaba un saharaui ni siquiera les dejaban entrar al patio. Solo podían
adentrarse en la casa cuando la mujer estaba cubierta hasta las cejas.
No sé si
cuando llegamos faltaban cuatro o cinco días para Nochevieja pero parecieron
60. Desde que amanecimos el segundo día, tras la primera noche sobre un banco
de piedra cubierto por una colchoneta, queríamos irnos. La viscolástica solo se
aprecia cuando no se tiene. Habían organizado un plan de actividades diarias de
propaganda, más o menos obligatorias, que precedían a la fiesta de Nochevieja.
Llamarlas actividades es un eufemismo, en realidad nos sentaban en los salones
de actos de los colegios. Frente a nosotros habían colocado un escenario,
decorado con banderas, y desde allí nos soltaban discursos tan largos como los
de Fidel Castro. Exponían la opresión en la que vivían desde hacía décadas, el
desamparo de la ONU y de España y lo malos que eran los marroquís. También nos
enseñaban el armamento del frente Polisario, que era como vintage, de los años
70, y evidenciaba la escasa solvencia de su causa. Un solo navyseal acabaría
con todos ellos sin despeinarse. Tenían un serio problema de marketing porque
su discurso era justo y sólido. Se apoyaba en la razón y la ley. Si lo hubiera
expuesto un solo interlocutor, con buen aspecto y las palabras adecuadas,
habría resultado más convincente. A la gente, y todos somos gente en el Siglo
XXI, la injusticia contra un colectivo difuso se la sopla. Solo nos afectan las
desgracias individuales, sobre todo de niños. Allí niños había muchos, la
mayoría desgraciados, con un dolor incurable, pero no sabían aprovecharlos.
Visitamos
bastantes campamentos, algunos mucho más grandes que el nuestro, en viajes
inacabables en autobús, que me recordaban a las insoportables excursiones del
colegio. Eran igual de aburridas. La fealdad del paisaje termina agotando. No
era un desierto bonito, sino un secarral con cabras, alambres, piedras,
camellos muertos cargados en camiones. El poblado tenía una distribución más
bien anárquica, con casas unifamiliares de barro. Las calles estaban llenas de
socavones, grandes como explosiones. Como el único material existente era el
barro, con la tierra que encontraban en los caminos tomaban adobe y hacían las
casas. Nadie llenaba los cráteres y las calles estaban hundidas, como tras un
bombardeo. Había cierta premeditación en los dirigentes políticos de no
asfaltarlo, de no dejarlo decente. Su verdadera patria no era Argelia, era el
Sahara ocupado por Marruecos, y no podían permitir que la gente se aburguesara
y se olvidara dónde estaba su hogar original. No dejaban que vivieran en casas sólidas,
rodeadas de calles con aceras y asfalto, debían dejar constancia de su
martirio. Más que seres humanos eran
símbolos. Además mantenían un puritanismo estricto. Por ejemplo había pobres
chicas que viajaban a Cuba, un país hermano de los saharauis y cuando volvían
debían pasar por una especie de purga, una cuarentena para limpiar todo lo que
habían aprendido allí sobre sexo, mojitos, baile y libertinaje… No entiendo
para qué las llevaban si después las hacían sufrir por algo que ni siquiera
habían pedido. Supongo que de nuevo primaban las causas políticas.
Tenían
una dieta difícil, que me costó asumir. Mi vida ha sido un desastre en muchos
aspectos, pero siempre he comido muy bien. Tanto Fernando como Luisa la
asumieron mejor. Eran más sacrificados, más puritanos, uno por la derecha, otra
por la izquierda. Las comidas de la familia consistían en espaguetis con carne
picada de camello, brochetas de camello, con un trozo de carne y otro de
tocino, que era grasa de la joroba del camello. La brocheta era un plato de
lujo. El camello está malísimo. La única manera en que podía comerse era muy
caliente, recién salido de la brasa. Solo comimos bien una noche, cuando
Fernando y Luisa prepararon un pollo asado y una tortilla de patata. No sé de
dónde los sacaron, supongo que en el mundo moderno puedes encontrar cualquier
cosa en cualquier lugar siempre que pagues. Hicieron un homenaje a la familia
por acogernos. No sé si recibían beneficios por nuestro hospedaje o no. Supongo
que da igual y que su bondad altruista merece un reconocimiento. Por una vez,
además, comieron pollo y huevos. Alimentos frescos, tan alejados de su dieta
habitual. Casi siempre terminaba comiendo el camello, aunque con seria
resistencia. Mi hermano, sin embargo, fingía intoxicaciones alimentarias,
gastroenteritis… y se hinchaba a turrón bajo las mantas. Allí todos los
visitantes lo llevaban porque se supone que la mezcla de almendra, miel, azúcar
consigue un alimento completísimo, hipercalórico, que puede sustituir a toda
una comida. El resultado era que los saharauis se ponían hasta arriba de dulces
navideños y algunos terminaban con diabetes.
A los
niños pequeños los llevaban a familias españolas a pasar el verano. Era
habitual que hablaran español porque habían pasado mucho tiempo allí. Cuando
cumplían 17 o 18 años no podían pasar más tiempo con las familias de adopción.
El Frente Polisario no lo permitía porque se le podían vaciar los campamentos.
Era el caso de aquella niña, de dieciséis años como mucho, que se nos pegó.
Hablaba español y estaba desesperada porque había conocido lo que era un verano
en Torrevieja, con piscina y aire acondicionado… La única salida que veía era
casarse con un español. Con su infinita ingenuidad intentó tirar los trastos a
todo el que viera por ahí. De hecho lo hizo, de una manera muy sobria, tanto
con mi hermano como con Fernando. Ninguno de los dos tenía ganas de líos.
Incluso sus padres organizaron una comida, una especie de pedida de mano, a la
que asistimos creyendo que era un gesto de cariño, de educación, tal vez un
tanto excesivo. Sentí rabia y pena.
En el
poblado no había tiendas de alimentos, toda la comida venía del exterior, la
traían desde ayuda alimentaria. Los organismos internacionales la repartían en
una especie de plaza del pueblo. Los desplazados no podían crecer y vivían en
una especie de depresión eterna. Había un bar, adonde iba todas las noches con
Fernando. El dueño hablaba español y había estudiado una ingeniería en Cuba. Si
te hacías amigo de él conseguía cerveza del mercado negro y la vendía a precio
de oro. En el bar nos cruzábamos con los encargados de buscar localizaciones para
una película de Julio Médem, que se titularía Caótica Ana y es, con diferencia, la peor de su filmografía. Se
pasaban las tardes allí, esperando que llegara la cerveza. Eran simpáticos. La
verdad, me caían mejor que los amigos de los saharauis. Habían ido a trabajar,
sin historias.
También
hubo tiempo para los disfraces. Fernando se compró un pañuelo fucsia para el
cuello. Los hombres se reían de él, ellos solo llevaban negro, verde oscuro y
marrón. Fue el primero de sus gestos temerarios, una auténtica reivindicación
de la diversidad en terreno adverso. No hubo consecuencias, el peligro real le
esperaba a la vuelta de la esquina. Luisa se disfrazó de saharaui. Ella era
feminista antes de tiempo. Una precursora, una adelantada. Aun así se vistió
con el traje típico de mujer saharaui, con la cara tapada, un pañuelo que le
cubre todo el cuerpo de arriba abajo y no deja ver más que los ojos. No parecía
muy feminista, pero nunca se sabe. A lo mejor es una reacción a la explotación
capitalista del cuerpo femenino.
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