Nos invitó mi amigo Alberto, a las dos de la madrugada, en un bar del centro, con la borrachera habitual. Aceptamos sin dudarlo, nos parecía una experiencia increíble, un auténtico viaje de aventura, con ese toque político que justifica cualquier pérdida de tiempo. No nos arrepentimos a la mañana siguiente. De hecho llamé a Alberto para recalcarle que nos acordábamos y que no nos echábamos atrás. Creí notar que su entusiasmo no era el mismo. De hecho le tuve que recordar que nos había invitado. Como soy muy suspicaz, me costó creer que su olvido se debía a la resaca.
Ya no era joven, tenía 36 años, aunque siguiera viviendo como tal. En España la juventud se pierde entre los 40 y los 45. Si eres creador puede alargarse hasta los 60 y juntarse con una muerte temprana, sin apenas rozar la insoportable madurez. No tenía una relación clara con Alberto, le apreciaba y me ponía nervioso. Suele pasarme porque al mismo tiempo soy susceptible y tiendo a relacionarme con personas que me irritan. Un gorrión que me mire torcido puede causarme un ataque de ansiedad. Perdí el contacto con él hace tiempo. He intentado retomarlo pero no ha cuajado. Quién sabe las vueltas que dará la vida. A lo mejor nos reconciliamos y terminamos juntos en el asilo. Lo que ocurrió en el Sahara determinó el fin de la amistad, aunque renqueara durante meses en cafés cada vez más espaciados. Sin embargo, afirmar “lo que ocurrió en el Sahara” no es del todo exacto. Más bien fue “lo que ocurrió en la fiesta de nochevieja que unos pijos con inquietudes montaron (me resisto a escribir montamos) en una duna del Sáhara”.
Durante aquellos días, más o menos en 2006, mi amigo y su novia de entonces estaban vinculados con círculos de apoyo al Frente Polisario. Pero, ¿qué es ese lío del Polisario y el Sahara? Resumiendo, con las inevitables imprecisiones. En 1975 Hassan II, padre del actual Rey de Marruecos, aprovechó la agonía de Franco para invadir una antigua colonia española, situada en la franja de desierto que separa Marruecos de Mauritania, incumpliendo todas las resoluciones de la ONU posibles. Hassan II era un Rey a la antigua usanza, afrancesado y maquiavélico. Escogió el momento y el método perfectos para su fin. Miles de marroquíes avanzaron hacia el Sahara, en una inmensa manifestación llamada Marcha Verde. Hombres, mujeres, niños, vestidos con andrajos, reivindicando que aquella tierra regresara a su dueño natural. En España nadie podía tomar una decisión y los americanos mantenían su ambigüedad habitual. El plan de Hassan II funcionó al milímetro. Desde entonces los marroquís ni se ha movido de allí ni parece que tengan intención alguna de hacerlo, dadas las numerosas materias primas que regala lo que, a primera vista, parece un erial. Los saharauis no han parado de pelear por la independencia que la ONU y España les habían prometido antes de la invasión marroquí. Su éxito es dudoso, y más tras el último acuerdo. De hecho, ni siquiera sé si les conviene. Están organizados en torno al Frente Polisario, una especie de OLP local. Argelia, supongo que más por joder a Marruecos que por auténtico interés, les apoya y ha acogido en lo peor de lo peor de su desierto varios campamentos de exiliados saharauis. Allí sufren su martirio miles de seres humanos como tú o como yo, metidos en casas de barro, plantadas sobre una especie de cráter lunar.
Los amigos de los saharauis y la novia de mi amigo tuvieron la brillante idea de combinar una fiesta de nochevieja en mitad del desierto con un viaje humanitario-político. El referente estético, al menos en mi imaginario, era Lawrence de Arabia, aunque faltaba otro: Carmina Ordoñez tras una juerga salvaje en Marrakech, durante una mañana de olor a ceniza, casa revuelta y jaqueca. Por supuesto en el avión no había solo botellas de cava, cotillones y uvas, también habían añadido sacos y sacos de ayuda humanitaria. Fue una frivolidad, sin duda, pero la juerga se justificaba en una buena causa. En cierto modo era la versión cutre de esas cenas filantrópicas que organizan los millonarios gringos en los museos. Se reúnen para hacer negocios y lucir lentejuelas, pero pagan 10.000 dólares por cubierto, que destinan a cualquier causa noble. Una fiesta sin más, aunque tal vez hubiera sido más honesta, habría supuesto cierta carga en su conciencia. Así podían decir, sobre todo a sí mismos, que sin la fiesta los pobres no habrían recibido cientos de barras de turrón y paquetes de arroz o harina. Supongo que pueden defender sus razones con cierta solvencia.
Algunos habían ido antes allí, la mayoría no. De los organizadores solo conocía a Alberto y a su novia. Además de mi ex mujer se unieron mi hermano David y Fernando, un gran amigo que aún mantengo. Es un hecho extraño en mí porque debo tener cerca de mil amigos perdidos. De hecho estuve a punto de perder también a Fernando. Nuestra amistad se salvó por un empeño mutuo sobrenatural, casi místico. Empecé a conocerle mejor durante los paseos nocturnos por aquel campamento, apenas iluminado por las linternas de los viajeros, próximo a la oscuridad total.
Nunca antes había hecho un viaje de aventura y creo que no he repetido después. No tenía ningún interés político, aunque supiera que esta gente ha sido maltratada por España, por Marruecos, y por ellos mismos. Así le ha ocurrido a tantos pueblos marginados del mundo: los kurdos, los palestinos, los congoleños... Supongo que masacrar al vecino e intentar llevarse sus materias primas a coste cero es inherente a la naturaleza humana. Luisa sí estaba vinculada con las causas habituales de la izquierda. Si por vinculación se entiende un apoyo difuso, un tanto estético, que carece de coste alguno. Aunque tal vez esté frivolizando con lo que he olvidado. Sus convicciones eran sinceras y cierta contradicción es irremediable para quien es de izquierdas. La contradicción que hace avanzar, las fricciones, todo ese rollo que ha inventado la izquierda posmoderna para seguir viviendo como si fuera de derechas, tiene su parte de verdad.
Tras aquella época pasé años de un miedo al avión considerable. Llegué a regresar de París en un agotador tren nocturno. Me llama la atención que ni antes ni durante aquel viaje, en un avión de Air Argelia alquilado, con la pintura descascarillada y los asientos rotos, que paró a echar combustible en Orán mientras la tripulación estaba fumando, que pasó por zonas que nunca han estado en paz ni en guerra e hizo un aterrizaje en picado para evitar ataques, tuviera miedo. Son cosas raras que pasan en la cabeza. No hay certezas sobre las causas, solo placebos. En el avión había un ambiente de ilusión, de encuentro con la aventura y fiesta. Porque, no lo olvidemos, el fin último del viaje era la juerga.
Aterrizamos a las dos o las tres de la madrugada. Me llamó la atención la precariedad del aeropuerto. Nunca había pisado uno que no tuviera ni una sola tienda. Tampoco había pasado más frío en mi vida. Las míticas heladas del desierto nos acompañaron todas las noches. El frío se metía en los huesos, no lo evitaban ni cinco mantas. Mantas viejas, usadas, que olían a guiso y tabaco. Casi prefería helarme. Junto a las pistas nos recogió el frente Polisario y nos montó en unos autobuses vascos viejos, en plan línea Bilbao-Baracaldo. No tenían ni asientos, pero funcionaban. Siempre nos ha gustado demasiado gastar, comprar lo nuevo y regalar lo viejo. Desde las ventanas no se veía el desierto, tampoco el cielo. No había frontera. Era todo bastante siniestro, una escena de oscuridad total, rota por la luz zigzagueante de algunos coches. Pronto llegamos a la entrada del campamento y allí las mujeres que dirigían cada casa nos escogieron. Recuerdo la luz temblorosa de las linternas, que mostraba y ocultaba sus rostros, también las piedras del suelo, tan alejadas de la arena fina de nuestro desierto soñado. Nunca había visitado la pobreza verdadera y descubrí que era mucho más fea de lo que creía. Llevaba más o menos dos horas en el Sahara y ya me había arrepentido de ir.
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