En mi lejana infancia hallé, entre el montón de papel viejo que mamá iba a arrojar a la basura, un ejemplar atrasado de una revista divulgativa. Creo que se llamaba Cosmos. Su portada mostraba un mapa de Madrid dividido por círculos concéntricos de color rojo. Cada una de las áreas, según detallaban las páginas interiores, sufriría de manera distinta el ataque nuclear que, en cuanto comenzase la Tercera Guerra Mundial, lanzaría el monstruo ruso contra la base aérea de Torrejón. Yo vivía en el cinturón 2, que garantizaba enfermedades incurables y quemaduras de tercer grado. Estuve a punto de huir al piso de mi abuela, que vivía en Legazpi, en plena franja 4.

Había suspendido matemáticas y lengua. Papá me matriculó en una academia próxima a la carretera del aeropuerto. Se encontraba en el centro de la zona 1. Carbonización instantánea. Tras sus ventanales de cristal esmerilado podía distinguirse la velocidad de los automóviles. Me sorprendía que asumieran el riesgo con tanta ligereza. Ni siquiera estaban blindados. Una noche, mientras cenaba unas acelgas rehogadas, vi el arma. El SS21 cruzaba la Plaza Roja erguido sobre un camión militar. Su inmenso tubo de acero estaba cubierto por una bandera comunista. La cabeza nuclear, negra y plateada, quedaba al aire. Era escoltado por diez soldados que caminaban lentamente, marcando el paso de la oca. Brézhnev presidía la tribuna sin mover ni un solo pelo de sus tupidas cejas. Me encerré en la habitación. Escondido bajo las sábanas, iluminado por una linterna de Mickey Mouse, contemplaba cada noche la inapelable distribución de las zonas.

A la mañana siguiente falté a la Academia. Nunca había estado en Carabanchel, pero no me costó llegar. Allí, en el límite del peligro, permanecería a salvo. Nada más bajar del Metro, junto a un Hospital ya derribado, una señora, que arrastraba un carro de la compra lleno de botellas y zanahorias, me preguntó si estaba perdido.

– No, voy a casa de mi tía –dije sonriendo.

A partir de ese momento supe que debía caminar con determinación. La duda provocaba preguntas indiscretas. Descendí hasta la calle de la Oca. Me gustó el nombre, me recordaba al paso de los soldados rusos. Nunca había visto tantas zapaterías juntas. Tenían un escaparate minúsculo, donde exhibían alpargatas de esparto y sandalias de piel. Recorrí diez veces toda la calle, sin detenerme, mirando al suelo, esquivando a las mujeres que, a paso lento, entraban y salían de los comercios, entre carcajadas y cotilleos. Su felicidad era comprensible. En la Zona 5 sólo sufrirían heridas leves y rotura de cristales. En una galería de alimentación compré un donut de chocolate. Fui, por primera vez, feliz.

Sólo paseé por Carabanchel durante cuatro días. El pastelero ya me conocía. Me servía el donut, envuelto en papel de estraza, por encima de las amas de casa, que hacían cola para comprar el pan. Al quinto día llamaron a casa. Papá me llevó a la Academia en su Citroën azul. Su rostro silencioso, sus gruesas gafas de concha, me esperaban cada tarde a la salida. No podía escapar. La televisión repetía todas las noches el desfile de los misiles, bajo la inmensa barba de Marx. Ni siquiera bajaba a la piscina. Cuando ellos salían de casa a media tarde, cargados con la cesta de mimbre y la sombrilla, tomaba la revista, arrugada y rota, y me dedicaba a medir el perímetro de los círculos. No había error ni esperanza posible. Cada noche soñaba con mis padres, les veía agonizando entre las ruinas, perseguidos por las ratas y los hambrientos. Sólo podía ayudarles de una manera.

Utilicé el método más simple, el único al alcance de un niño. Morimos suavemente asfixiados. Mi padre se quedó con la boca abierta. Cuando nos descubrieron su lengua estaba llena de polvo. Dios existe, créanme, es un viejo encantador. En el cielo me han regalado un frisbee y un labrador color canela. Paso los días corriendo y revolcándome por la hierba. Soy feliz, sólo echo de menos los donuts de chocolate de Carabanchel.




    Recaredo Veredas (Madrid, 1970) ha estudiado Derecho, Edición y Creación Literaria. Ha publicado 9 libros. Incluye los poemarios Nadar en agua helada (Bartleby, 2012) y Esa franja de luz (Bartleby, 2019), el ensayo No es para tanto (Sílex, 2016), la recopilación de testimonios Todo es verdad (Sílex, 2020), las novelas Deudas vencidas (Salto de Página, 2014) y Amores torcidos (Tres Hermanas, 2021), las colecciones de relatos Actos imperdonables (Bartleby, 2013) y Pendiente (Dilema-Escuela de Letras 2004) y el manual Cómo escribir un relato y publicarlo (Dilema-Escuela de Letras, 2006). Ha trabajado para diversas editoriales, entre las que destaca Alfaguara. Ha sido profesor en la Escuela de Letras y en Fuentetaja. Ha reseñado, entre otros medios, en Quimera, ABC, Política Exterior,  Letras Libres y Revista de Letras.