[Advertencia: en este artículo se desvelan aspectos esenciales del argumento de la película Annette. Imagino que no tienen ese inconveniente las citas incluidas de textos de pensamiento.] 


            Dejó escrito Jean François Lyotard lo siguiente:

Tenemos muchas palabras para glosar la estetización inherente a la cultura: puesta en escena, espectacularización, mediatización, simulación, hegemonía de los artefactos, mimesis generalizada, hedonismo, narcisismo, autorreferencialismo, autoafección, autoconstrucción, y otras. Todas ellas expresan la pérdida del objeto y la preeminencia de lo imaginario sobre la realidad. (Moralidades posmodernas, 1966, Tecnos, Madrid, 161-2).

            Retengo ahora de estas líneas que el narcisismo, y entiendo que también el egocentrismo y, por tanto el egoísmo, son otras formas iguales de “preeminencia de lo imaginario sobre la realidad” y “pérdida del objeto”. Dicho en otros términos, son actuaciones de la imaginación  que se ejerce sobre lo real y cuya consecuencia es que el objeto se esfuma, desaparece bajo ese poder.

En la película Annette, dirigida por Leos Carax (2021) encontramos la ilustración de lo que planteaba el filósofo. La pareja protagonista canta en repetidas ocasiones: “Nos amamos mucho el uno al otro”, y así parece ser su realidad. Sin embargo, el personaje de Henry McHenry se verá impelido a la tragedia por su narcisismo, por los celos, por la ambición orgullosa de que sus performances sean superiores al bel canto de su esposa, Ann Defrasnoux. Esa preeminencia impositiva de su imaginación acaba arrasando el amor que sentía por ella; remitiéndonos a lo transcrito antes, se pierde para él el objeto: su amor, la propia persona de su mujer.

Seguimos con Lyotard:

El músico moderno, experimental, va a empezar de nuevo sin el objetivo de concluir o resolver sus experiencias, sino más bien con la intención de llegar a liberarse lo suficiente de las diversas trabas como para poder enfrentarse a los acontecimientos. (Peregrinaciones, 1992, Madrid, Cátedra, 45).

Y comenta el profesor Flórez Miguel (en La comprensión del pasado, 2005, Herder, Barcelona, 329), al hilo de esas reflexiones:

La novela moderna… lo que narra es la crisis del sujeto moderno, pero no con un sentido escatológico, de acuerdo con el cual la falta originaria será perdonada y se logrará la plenitud de la salvación. En el relato imaginario posmoderno no se habla de un perdón final, sino que la final lo que queda es una cierta melancolía.

            Se diría que, conforme a ese diagnóstico, la condición del hombre posmoderno (que nos incluye) nos dota de una especial capacidad para sortear los males de la vida, las desgracias, los traumas, toda clase de fracasos. El sujeto se nos aparece como un campeón siempre dispuesto a experimentar nuevos acontecimientos, pues en cada caso sabe “liberarse lo suficiente”, pase lo que pase. Y es precisamente esta facultad para no quedar atrapado lo que vuelve la experiencia humana posmoderna en potencialmente infinita. De aquí que no haya salvación para él, que no se necesite, que no se espere siquiera algo así como la culminación que permita superar los males padecidos y dé algún sentido a la totalidad. Todo, en su vivencia, son acontecimientos, sucesos, momentos, fragmentos que dejar atrás para continuar siempre adelante y sin fin.

            Sin embargo, esto es lo que la película Annette impugna. McHenry también cree poder vivir indefinidamente después de sus crímenes. Se siente ab-suelto de ellos y abierto a los nuevos eventos que puedan llegar. Y hubiera sido capaz de esa vida salvo porque su hija, Annette, comprende lo ocurrido y quiere abandonarlo. Es ese el momento en que irrumpe el efecto de un acontecimiento del que no cabe zafarse: el rechazo de una hija a la que venía dominando y que, de improviso, se rebela contra él. En la última escena de la película, MacHenry se da cuenta de lo que ha perdido: el amor y la vida de su esposa, la vida de un amigo, el respeto y el amor de su pequeña. Su imaginación narcisista los ha destruido. Y ese narcisismo se muestra incapaz de aportarle la energía con la que superar el fracaso. En la prisión en que se halla le pide perdón a Annette, se lo suplica. Nos damos cuenta de que en ella está su única salvación. Porque MacHenry no puede ya “liberarse lo suficiente de las diversas trabas” y porque sí necesita como el oxígeno para respirar que lo absuelva, y eso porque, de hecho, no le sirve el bálsamo de la melancolía. Su hija, sin embargo, lo desprecia, le dice que no volverá a verle y, sobre todo, que no lo perdona. La palabra que podía devolverle la vida a MacHenry no es pronunciada, y el filme concluye con él yéndose contra la pared, acaso sugiriendo su suicidio, pero desde luego su desaparición como ser humano.

        La película clama contra el pensamiento posmoderno afirmando que hay acontecimientos significativos, que hay apuestas decisivas, que no es posible simplemente una sucesión de momentos, todos en definitiva iguales e intercambiables en el incesante fluir. Y que, en todo caso, aun cuando el personaje siguiera viviendo, lo será en una existencia zombi, un existir muerto, un vivir condenado.  

            Nos dice Flórez Miguel (2005, 320):

En el tiempo destino de los griegos… acaban rimando el ser y el tiempo. Lyotard, en cambio, va a optar por un tiempo que él denomina “metamorfosis”, en el que no hay rima final entre ser y tiempo, sino un continuo “diferir”.

            La interesantísima película de Leos Carax muestra precisamente el límite del diferir, el cierre de nuevas metamorfosis. Y no tanto por la culpa, aun cuando esta se experimente como barrera que estrecha las posibilidades de la existencia que ha tomado sus decisiones, sino por la dependencia de la palabra de otro; en este caso, de un ser indefenso que ha escapado de la zona de influencia y del poder del padre. Su narcisismo no resiste la fuerza de esa dependencia. La imaginación de MacHenry no es capaz ya de sobreponerse, como hizo antes, a la realidad que consiste en la mirada y el juicio de su propia hija. El filme está revelando que esa actitud moral posmoderna que se ha caracterizado como colección de tiempos indistinguibles, lazos efímeros, anulación de consecuencias y recomienzos hacia un diferir infinito sólo puede fundarse en la soledad; que la capacidad de liberarse lo suficiente sólo es posible cuando el sujeto se encierra completamente en sí mismo y deja de sentir, de dejarse afectar por otros, valores que en otra parte Lyotard considera esenciales; es decir, aceptando todos los sacrificios a los que su imaginación -su espejismo- de poder absoluto lo obligue; y acaso, paradójicamente, también su propia humanidad.

Su soledad y su vacío en la prisión, descubrimos entonces, ya estaban en él cuando se dejó arrastrar por la imaginación que cubrió y dominó todo lo que había a su alrededor y que no supo amar. Esto, a su vez, cuestiona la gran fortaleza de la posmodernidad. Nos lleva a interrogarnos sobre el valor real de las metamorfosis, del diferir, de la capacidad para liberarse de las trabas que quiere exhibir como reclamo de autonomía. Nos lleva a pensar si son transformaciones reales o solo una alternancia de disfraces, puesto que el núcleo de la soledad y el narcisismo ha dominado de principio a fin, y ha sido el centro que todo lo explica, invariable y fatal.

Annette no perdona a su padre y lo condena. Ese es el final. Un trágico desenlace para MacHenry en el que no caben la melancolía ni más variaciones, sólo la muerte. No hay redención porque la niña no se la ofrece. Y no es posible la liberación porque el narcisismo en su fijeza está esencialmente privado de la capacidad de un verdadero cambio, reducido ya solo a la apariencia del mero continuar adelante.

¿Cabe esperar, con todo, una salvación que provenga de otro juicio? ¿El de un Dios clemente? Al final de su obra, Lyotard se plantea la posibilidad de la fe a raíz de sus trabajos sobre Malraux y San Agustín. Lo planea, no parece que dé ninguna respuesta afirmativa. Como anota Flórez Miguel (2005, 329):

De acuerdo con la obra de Malraux al individuo humano lo único que le queda es escribir a fin de dejar restos, que lo que hacen es plantear preguntas a la nada… Los restos humanos, que son las obras de los hombres, es la única supervivencia de lo humano, que estaría en un nivel diferente de la metamorfosis de la vida.

 Dejar restos, no un mero pasaje; plantear preguntas a la nada, no un solo afirmarse y seguir afirmándose sin moverse del sitio… “Dejar restos, que lo que hacen es plantear preguntas a la nada… en un nivel muy diferente de la metamorfosis de la vida”. ¿No es eso preferible?



                                                                    [Artículo publicado en RevistaPenúltima]