Que nunca trabaje para una empresa privada. Que nadie se aproveche de su esfuerzo. Que no le roben la salud, que no le hurten ni el tiempo para su intimidad ni la serenidad para la noche. Que no le cambien la vida por un plato de dinero. Que no le arañen la alegría. Que no la arrasen con los amaneceres de atascos, la comida apresurada, las segundas horas de la tarde, los fines de semana y el caluroso estío, y la mañanita del veinticuatro de diciembre y cómo no la del treinta y uno. Que no conozca a esos ladrones y se los tropiece por los pasillos. Que no le den los buenos días ni la amenacen: confiamos en que... Que no les entregue el dinero producido por su agotamiento que ya les sobra y no gastarán nunca.

            Que nunca y por nadie mi hija sea utilizada como un medio.

          Y para eso quisiera que nunca nadie de su educación sacara un céntimo, que nunca nadie por su salud obtuviera un beneficio. Quisiera que los bebedores de monedas ayunaran por ella. Y que la dejen en paz. Cuando yo me muera, despedazado el cuerpo para los beneficiarios, quisiera que los comerciantes de la muerte no le extrajeran ni a su madre ni a ella una sola tarjeta. Una mortaja de tela, un ramo, y silencio para que quienes permanezcan mediten en la felicidad eterna. De espaldas a la tuerta puerilidad de los prestamistas y los jefes.


(26 junio 2010)