Cargada con una caja que piensa dejar junto al contenedor de papel baja las escaleras del edificio. No ha tenido en cuenta que puedan interesarle a alguien, simplemente no va a dedicar ni un minuto a introducirlos por la boca del armatoste azul. Un mechón ondulado le cae sobre la cara. El resto del cabello, recogido en una improvisada madeja, se resuelve junto a la nuca. Al llegar al rellano, con los pasos mudos de las alpargatas, advierte la presencia del muchacho.

– Si tuviera una agencia de publicidad, yo también te contrataría para repartir propaganda.

– Uy, qué susto. Buenos días, no la había visto.

– ¿No te cansas?

– ¿Cómo?

– Que si no te cansas. De meter mierda en los buzones.

– Pero si son las mejores ofertas de la temporada.

– ¿Has visto? Lo sabía, eres el empleado ideal. El típico tío incapaz de tirar toda esa bazofia a la papelera y marcharte a casa a ver Netflix.

– ¡Mujer! ¿Cómo iba a hacer eso? Además yo no tengo Netflix.

– Ahora vas a decirme que te gusta tu trabajo.

– Bueno, no está mal. Ocho horas al día, me pagan las vacaciones y tengo seguridad social. Sábados, sólo mañanas. ¿Está buscando trabajo?

Ella intenta forzar una sonrisa sin éxito. Le cuesta gesticular, nota cierto adormecimiento en los músculos faciales. Ejecuta un desganado por de bras al depositar la caja en el suelo y se sienta en el último peldaño cruzando las piernas en una torsión improbable. Está muy delgada, su pecho prácticamente ha desaparecido y unos ojos enormes de color miel destacan en el rostro pálido y sin brillo que conserva trazas de una belleza que huye en desbandada.  

– Vives por aquí, ¿a que sí? Antes sacabas a pasear a unos galgos afganos. Es curioso, porque dicen que los perros se parecen a sus dueños, así que yo tenía la teoría de que esos perros no eran tuyos.

– Vaya, no sé cómo tomármelo.

– Hombre, tú sabes la pinta que tienes, ¿no?

– Oiga, no creo que haga falta ser tan borde.

– Borde sería ignorarte, como seguro que hacen la mayoría de las chicas que se cruzan contigo.

– Pues tengo novia.

– Ya lo sé, la he visto... Ahora hace tiempo que no saca al caniche por las mañanas.

– La operaron y no puede salir a la calle. De la cadera. El mes que viene nos dan la silla. Cuando acaben la rampa del portal saldremos a pasear todos los días. 

– Claro, haces bien. Tus ocho horitas, tu paseo con la novia, el caniche atado a la silla de ruedas. Un poco de sol no le viene mal a nadie.

El chico, que tiene unos veintitantos, lleva unos vaqueros desgastados, camisa de cuadros y camiseta negra con letras rojas debajo. Introduce los catálogos en los buzones de acero inoxidable. Los cambiaron el mes pasado y algunos vecinos todavía no han puesto las tarjetas con sus datos bajo la ventanilla correspondiente. Mientras ejecuta la tarea con una precisión que podría resultar ridícula por innecesaria, le da vueltas a las últimas palabras pronunciadas por la mujer.

– No sé si se da cuenta, pero está siendo muy desagradable.

– ¿Podrías dejar de llamarme de usted? No soy tan vieja.

– A la gente no se le trata así. 

– A ver, ¿qué te he dicho que no sea verdad? Porque tu novia tiene un caniche, ¿o no?

– Sí, tiene un caniche.

– ¿Entonces?

– Pues no sé, es que parece que te moleste que tenga un caniche, o que se haya roto cadera, ¡o que yo reparta propaganda!

– No me molesta nada. Eres tú, que lo coges todo por el lado que quema.

– ¿Yo?

– Lo primero que te he dicho es que si tuviera una agencia de publicidad te contrataría sin dudarlo.

– A mí no me contrata ninguna agencia.

– ¿Ah, no? ¿Entonces quién?

– Me contrata la cadena de electrodomésticos.

– ¿En serio?

– Pues sí. Yo antes estaba de jardinero. Me iba de puta madre, con perdón. Pero me llamaron estos y me dijeron: tienes que venirte, Juancho, queremos que nos repartas tú, así de claro, es que no queremos a otro. Y me hicieron la oferta.

– Entiendo.

– A mí la jardinería es lo que me gusta. Vaya, es lo mío, que por algo tengo el ciclo. Pero la publi es todo el año. Mientras que lo otro igual sube que baja. Más el autónomo y el seguro de riesgo. Entonces mi novia dijo que si nos queríamos casar algún día había que empezar a ahorrar. Ya estamos mirando pisos.

– Ostras, mira, no sigas, de verdad… Para, por favor, no quiero saber más. 

– ¿Y ahora qué te pasa?

La mujer oculta su rostro entre las manos y emite un sonido extraño, es casi un gorjeo, sin lágrimas, con la misma sequedad de las palomas. Se va acurrucando sobre el suelo de mármol dejando ver una mancha en la entrepierna de las mallas. El cerco oscuro se agranda bajo la estupefacta mirada del repartidor de propaganda.

– He sido una imbécil. Disculpa.

– Joder, no entiendo nada. Ahora que empezábamos a tener una conversación normal.

– Soy profesora, ¿sabes?

– Claro, le diste clase a mi novia. 

– ¿En serio? No me lo puedo creer.

– ¿Y ahora qué pasa?

– Nada. Vamos a dejarlo aquí, ¿de acuerdo? Otro día, si volvemos a encontrarnos… No sé, podríamos empezar de nuevo, ¿vale? Incluso me gustaría invitaros a un café. Cuando os den la silla y todo eso. O a un chocolate con churros.

– Va la quinta en la lista de espera, pero lleva dos semanas que no avanza. La gente coge la silla y no la suelta, aunque no la usen. Porque yo sé de una que no sale a la calle así la maten, pero ahí está, despanzurrada en la silla como una reina, venga a chupar tele.

– Ya ves, cada uno se aferra a lo que puede.

– ¿Cómo?

– No, nada, que  tengo que marcharme. ¿Podrías dejar esta caja ahí fuera? Es papel.

– Claro, descuida.

– Ahora tengo que subir. No metas propaganda en mi buzón, ¿vale?

– Descuida, es ese, ¿verdad?

– Sí y saluda a tu novia.

– De tu parte.

– Y a los galgos.

– Uy, a esos hubo que sacrificarlos. Cogieron la leishmaniosis, menuda bronca tuve con el dueño…

– Vaya, lo siento.

– Son cosas que pasan.

– Saluda al caniche entonces.

– ¿Al Robe?, vale, eso está hecho.

Se le escapa una risita boba al incorporarse. Ha dejado un rastro húmedo en el suelo. Sube pesadamente los peldaños, como sucede cuando una escalera mecánica se detiene a mitad de trayecto y no logras recuperar el control de tu cuerpo debido a la inercia, ya sea física o mental. El muchacho espera a que desaparezca para husmear el contenido de la caja: Berlin, Carver, Munro, Chéjov, Poe, Shelley, Borges, Piglia… A su novia le va a encantar. Mete los libros en el carro de la propaganda, se acomoda los auriculares y pulsa play antes de continuar la ruta. Al abrir la pesada puerta de hierro experimenta con gratitud la caricia de un amable sol de invierno. Tan humano. Un bulto cae por el hueco de la escalera mientras se cierra la puerta del edificio con la densidad de los puntos finales. Tal vez sea la poesía. O el teatro.






Soy Susana Heras, estudié Filología Hispánica en la Universidad de Valencia y cursé estudios de postgrado en Comunicación Audiovisual. He trabajado en ámbitos laborales muy variados. Desde hace diez años soy profesora de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de secundaria, en la costa de Alicante. Mi principal objetivo profesional es difundir el placer por la lectura y la reflexión en torno al lenguaje. Comparto algunos de los textos que escribo en minimaliteria.com