Al envejecer, Alberto L. comenzó a sentirse
solo y triste. Repasó su vida y recordó haber plantado varios árboles, haber
escrito varios libros, pero haber tenido hijos no. Y esa espina le atravesó el
corazón, y le hizo llorar, si bien nadie le vio hacerlo.
Cuando
alcanzó la edad madura Alberto L. escribía libros que apenas nadie leía; aun
así, se sentía satisfecho, pues le gustaba escribir libros, aunque nadie los
amara.
Alberto
L., joven, plantaba árboles. De vez en cuando los visitaba para ver si crecían.
Más tarde abandonó esta costumbre. De vez en cuando se preguntaba si alguno
logró sobrevivir. No obstante se dio por satisfecho porque sentía que fue una
buena labor, a pesar de que temiera que nunca hubieran dado sombra a nadie.
De
niño, Alberto L. fue feliz; jugaba con sus amigos y adoraba a su madre y su
madre le adoraba a él. Pero de noche, al dormir, le asaltaba una pesadilla,
siempre la misma: un anciano le miraba a los ojos, llorando, y le tendía las
manos implorando con sus gestos que se acercara a él, mientras le decía
suplicante: “¡Hijo mío, hijo mío, hijo
mío!”
0 Comentarios
Comentarios con educación y libertad