Dejando claro lo que prefiero me siento obligado a explicar, en esta época asentada en los confines y extremos, que todo lo que no prefiero no resulta obligatoriamente malo; es sólo que no lo prefiero, ni como lector, ni como autor, ni como investigador, ni como docente. No lo impugno, si viene al caso, por desacuerdo estético sino por disonancia estética -y por supuesto, claro, ello puede llevar a disonancias políticas e ideológicas derivadas del hecho estético-. El desacuerdo no es una falta al respeto, y el respeto parece reducirse a eso que llevan los millonarios de la Champions League de fútbol masculino en las camisetas. El mercado, que también sostiene la Champions League, no se cimenta, en sus capas profundas, en el respeto sino en la ganancia derivada del comercio. Lo que no es malo en sí ni es bueno tampoco; sólo es.
Una novela, ese género siempre cambiante, acogedor y moribundo, sólo es un recipiente. Unos se fabrican pieza a pieza de modo artesanal, bruñidos, tallados, pulidos, nunca abandonando el detalle más oculto, y otros en fábricas que producen a la vez televisores, secadores de pelo y hamburguesas veganas. Todas las novelas te destierran a junglas remotas, pero unas por el golpe en el cráneo que produce su lectura, por estar ante una pieza única que no tendrá otra réplica exacta, y otras por la vergüenza de coincidir en la especie con su autor y por la pérdida que suponen para el tiempo finito e irrecuperable de nuestra vida. Y todas, nos gusten o no sus ejes aspiracionales o sus sedimentos más ocultos, comparten mercado. Son res intra commercium, sin entrar en otras clasificaciones. Su compra, su lectura, compartir su pasión, no es obligatoria. El comercio tiene sus hitos, sus estrategias, sus modos de seducción. Y todos, al fin y al cabo, somos comerciantes de nosotros mismos; nos ofrecemos al otro en la búsqueda de la ganancia derivada de la aceptación de nuestra oferta, sea la oferta afectiva, sea estética, sea literaria.
Los premios literarios forman parte del comercio. Pueden darse, pueden aceptarse, pueden rechazarse. Aspirar al premio es lícito. Todos los equipos de la Champions aspiran a ganarla. Todos aspiramos a la ganancia propia. Y ello, lo afirmo descriptivamente, implica pérdida en otros, puesto que la competencia es también cimiento y eje de la producción y del mercado. Ganar un premio literario no es reprochable -lo sería robarlo-. Dar un premio a quien uno prefiere no es reprochable -lo sería robarlo al que lo tiene pero no lo preferimos-. Aceptar un premio no es reprochable -salvo si sabemos que es robado, eso es receptación-. Por eso es lícito que un sujeto A dé un premio a un sujeto B, sea de novela o de televisores. Por eso es lícito que se acepte un premio así. Incluso es lícito que se contrate por B a un tercero, C, que le facilite, contrato mediante, un producto que luego B entregue a A a cambio de un premio. Este texto, por ejemplo, lo leemos desde dispositivos que fabrica A por encargo de B, el cual los vende bajo su marca, B, a terceros, nosotros como C.
A mí del Premio Primavera de Novela sólo me molesta lo de Primavera, pero por mis alergias. Que Vicente Vallés lo gane con una novela no me parece un problema para nadie. Lo sería si lo robase, o si se incumpliesen las bases -si lo hiciese con un televisor-. Si Vallés, a quien llamaré B, hubiese contratado a C para escribirle una novela, que llamaré Kazán (Operación), y a esa novela A le da su premio, tampoco habría problema. Todo ello es una cuestión intra comercium. Si B, Vallés, robase Kazán a C y la entregase como propia para ser comprada en forma de premio, eso sí queda fuera de lo que es aceptable desde esta perspectiva teñida de romanística. En tanto no sea así, y el artefacto sea una novela -que ya sabemos que es un recipiente que puede ser de cualquier forma, material y color y que siempre vive moribundo-, todo es lícito y hasta diría que no cuestionable salvo que uno altere las premisas del debate. Yo felicito a Vallés por ganar el Primavera de Novela con una novela. Puede sorprenderme que tantos presentadores o periodistas o jugadores de badminton escriban con pericia, pero ese no es el debate, ese es otro. El mercado no obliga a comprar la novela de Vallés, uno puede comprar una de Kafka, El desaparecido, por ejemplo, y recordar la llamada que nos hace en él el gran circo de Oklahoma.
Con cada premio, al igual que con cada victoria en la Champions, se abren los debates. Bueno, creo que suelen estar trampeados por quienes piden Respect, y aspiran a que les den lo que le han dado a otros. Lo que sucede es que hay otras reglas de juego ahí; la selección natural, por ejemplo, el talento, por ejemplo, la suerte y el azar, por ejemplo. Podemos reír con fingida superioridad y rencor oculto frente al Destino -o a Espasa- ante la noticia de a quien A da su premio. Pero que A dé a B un premio no es malo, no va contra el comercio. El escritor de novelas, sea quien sea, come; el editor come, el distribuidor come, el librero come. Si no roban la comida de otro, no hay problema y podemos mantener la convivencia. Cada uno asume su riesgo y su ventura, sin más. En este rincón apartado del comercio de los libros no pueden, como autor, robarte la esperanza; nadie se la robó a Kafka, que escribía mejor que todos nosotros. Uno debe respetar las reglas de su propio comercio, de su propio trabajo. Debe respetar al otro. Yo respeto a Vicente Vallés. No creo que lea su novela, por un mero prejuicio, lo confieso, sobre el tema y una injustificada presunción sobre su forma, y además por respeto a mi tiempo; aún no pude leer como creo que debo leer a Kafka. Pero respeto a Vallés, a todo el que escribe, a todo el que gana, a todo el que pierde, porque todos caben, cabemos, en el gran circo de Oklahoma. Eso no evita que mi corazón se hiele, día a día, y sólo la Literatura, no los libros, no los premios a algunos libros, a algunas novelas, sino la Literatura, lo que siento que es la Literatura, sea casi lo único que pueda hacer algo para abrigarme.
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