(Un cuento a caballo
entre «Andar sin ruido» y «Eco»)
—Nunca he sido de los que tienen una erección mientras abrazan a sus madres. No soy de esos. La vida, sin embargo, es cabrona como ella sola y le pone a uno en el centro de la diana sin comerlo ni beberlo —el tipo a bocajarro.
El tipo y yo nos tratábamos
desde hacía tres o cuatro años. Nos conocimos por Facebook —tienes tantísimos
amigos en común— y desde primera hora comenzamos a intercambiar «megustas» y a
dejar comentarios en el muro del otro con la implicación justa. A ambos nos
gustaba la literatura, teníamos lecturas comunes y tal vez demasiado tiempo
libre. Nos chupábamos nuestras pollas virtuales de vez en cuando, nos
dedicábamos algún elogio de todas todas excesivo y nos poníamos los egos
morcillones, por así decirlo. Poco más. Si acaso, algún privado para poner
verde el libro de tal autor que ambos teníamos entre nuestros contactos. ¿De
dónde carajo había sacado que podía tomarse esas libertades? No me lo explico.
—Tampoco tuve nunca una
relación estrecha con mi hermana. Compartíamos techo y le repugnaba
lo blanco del huevo, poco más puedo decir. Si de algo puedo presumir
a estas alturas de mi vida es de no haber pasado ni una noche entre rejas —el
tipo con carrerilla.
Aparte de eso, habíamos
coincidido en algún sarao literario. Consecuencias de vivir en la misma ciudad,
no se puede culpar a nadie. En persona, el tipo era más bien callado y
escurridizo. Rehuía la mirada, siempre parecía encontrar algo más interesante
en que posarla que en su interlocutor y, lo poco que hablaba, lo hacía para su
barbilla, como si tuviese un micrófono oculto en el reverso del sujetacorbatas
que tampoco tenía. Conque nos saludábamos cuando coincidíamos, nos decíamos
poca cosa y nos llevábamos un ejemplar firmado.
Por Facebook era otro: un
tipo locuaz, ingenioso, divertido. No era cosa de hacerle una cruz en la
vida de afuera por muy muermo que fuese. Total, si lo veía de higos a
brevas. Yo qué sé, un cometa tarda años, si no siglos, en hacer coincidir su
trayectoria con la de la Tierra, en hacerse visible, y la gente se vuelve loca
con prismáticos de visión nocturna y telescopios de los de espiar a la vecina
de enfrente. La gente pierde la cabeza con estas cosas, cuando cualquiera que
haya pasado de largo el stand de novedades de la librería sabe de sobra que la
verdad del cometa está en su elipse, en la curva que traza lejos de la vista de
los cotillas. Lo que cuenta de un cometa es lo que no se cuenta, o sea, la
elipse, la elipsis. Ese paréntesis de cuidado.
—Si la cuenta de la vieja no
me falla —y la cuenta de la vieja nunca falla—, eso significa que al menos el
14 de febrero del año que nací, probablemente día laboral, mis padres follaron
como salvajes. ¿No es hermoso, no es realmente hermoso? Que mis padres se
acicalaran para la ocasión, que se dieran un homenaje a la luz de las velas,
que acabaran un poco achispados, o qué coño, borrachos como cubas, que llegaran
trastabillando a su habitación, o no, mejor a una habitación de hotel —la
ocasión lo merecía—, que, antes de cerrar la puerta, ya se estuvieran
devorando, que se arrancaran la ropa a mordiscos y luego, pues eso, mis padres
reventando de deseo y gritándose «te quiero» y otras obscenidades.
Si soy sincero, aún no sé por
qué quedé con el tipo en aquel bar sin sarao literario de por medio. Habíamos
puesto a parir a alguien por un privado y de buenas a primeras me vi quedando
con él un jueves por la noche. En cualquier caso, nuestro encuentro sería
circunstancial, una excepción, un paréntesis en nuestra narración —la elipse,
la elipsis—. No había que tomárselo a la tremenda ni hacer un
drama de aquello. Después de eso, nuestras trayectorias volverían a
separarse y tan sólo coincidiríamos en las burbujitas rojas de las
notificaciones de Facebook, esos planetitas.
Pedimos una cerveza, dos,
cinco, ¿tantas?, nos sentamos en la mesa más apartada. Todo parecía interesarle
más que yo. Sus ojos circulaban por cualquier sitio excepto por mi
cara mientras cambiábamos impresiones de las últimas lecturas. Aparte de
eso, el tío tenía buen criterio, y con buen criterio quiero decir que
coincidía con el mío.
La cosa no iba del todo mal
hasta que dejó escapar lo de la erección al abrazar a su madre.
Aunque seguía sin mirarme, debió de advertir mi reacción de sorpresa, no pudo
no haber notado el respingo. Por mucho que enseguida prosiguiese con lo
de lo blanco del huevo como si tal cosa. El perímetro visual se
comprimió en ese instante, todos los elementos del bar se replegaron hasta
confluir en único punto, su rostro, que permanecía impasible, ajeno a
mí. Justo entonces, cuando el túnel de visión se redujo hasta no
enfocar nada más que su cara, me miró directamente a los ojos.
Por primera vez en su vida.
Directamente.
A los ojos.
—Por aquel entonces yo era un
mindundi —el tipo sin vela ni entierro, directamente a los ojos—. Hacía
poco que había firmado mi primer contrato de mierda, me alcanzaba justo para un
plato de garbanzos y, aun así, decidí alquilar un piso de mala muerte con mi
pareja. Yo estaba enamorado, joder, estaba profundamente enamorado y no supe
tratarla como se merecía.
No sé a cuento de qué me
largaba todo eso, con qué derecho se creía para exponer sus miserias de ese
modo. Había en sus ojos un brillo pegajoso, algo hipnótico y repulsivo a la
vez. Y no era por el efecto del alcohol, o no sólo por eso. Era como si sus
ojos de toda la vida se hubiesen licuado y hubiesen emergido de no sé qué
caverna otros más cabrones y autoritarios, la amenaza de
repente surgida que hace imposible que uno pueda apartar la mirada de
encima por miedo a un zarpazo imprevisto, no sé si me explico.
—Que la estaba liando, me dijo mi hermana desde el otro lado del teléfono. Que la estaba liando de nuevo, que a papá se le ha ido la olla del todo. Mi hermana, con la que nunca tuve un trato estrecho y a la que no le gustaba lo blanco del huevo, ¿puedes creerlo?
Yo ni creía ni dejaba de
creer. Bastante tenía con tratar de anclar la vista en un viejo letrero que
anunciaba una cerveza de importación que no conocía, en una parejita que tan
pronto parecía que fuese a comerse a besos como a liarse a hostias allí mismo,
en una bola de pelusa que se libraba de chiripa de ser aplastada por una lluvia
de pies beodos, en cualquier cosa que no fuese su cara. Pero no hubo
forma, el magnetismo del miedo era potentísimo y no me quedó
otra que mirarlo; ante mis ojos, envejeció siglos enteros
en cuestión de segundos. Hay un día, hay un maldito día en que la vejez se le
echa a uno encima y ya estás jodido, ya estás definitivamente jodido. Qué
sé yo, una arruga que nunca antes, cierto derrumbe de
hombros, manchas de edad en el dorso de la mano, o nada de eso y todo a la
vez. Un chaparrón de años que le sorprende a uno en plena calle, sin paraguas ni chubasquero. Una escena que, no nos engañemos, tiene su encanto si
no la protagoniza uno y la presencia de lejos y a resguardo. Es hermoso
ver derrumbarse a un hombre, siempre y cuando no lo haga en tus brazos.
—No recuerdo si fui yo quien
llamó a la policía, no logro ponerlo en pie. Cuando se marcharon los
agentes, mi hermana se encerró en su habitación y mi madre y yo nos quedamos en
la cocina, haciendo como que recogíamos los trastos hasta que de pronto me dio
un abrazo. Hundió la cabeza en mi pecho y su cuerpo se convulsionó como
sacudido por un terremoto. Era la peor versión de una madre que uno podía
echarse a la cara, y mira que había con qué comparar. Aún no me explico cómo no
exploté allí mismo de pura tristeza, cómo no me derrumbé. Como tampoco me
explico la erección. La versión más jodida de mamá abrazada a mí y yo más
preocupado por girar la cadera para que no notase la erección. Recuerdo eso y
recuerdo que mi hermana, encerrada en su habitación, rompió a reír como una
chiflada.
Se le notaba a la legua que
no quería soltar lo que estaba soltando, que se arrepentía de cada palabra que
vomitaba, pero había cogido carrerilla y no había forma de detenerlo.
Hasta que mencionó lo de la risa chiflada de su hermana. Al
llegar a ese punto de su monólogo, se quedó callado de golpe, abrió o
cerró un paréntesis y sus ojos volvieron a desinteresarse por mí. Casi a la
vez, el paisaje del bar se expandió a mi alrededor, todos los elementos
se reubicaron en su sitio y el universo me concedió una tregua. Pensé
que la pausa era aposta, que el tipo, con quien compartía intereses literarios
y algún que otro sarao, había tenido la deferencia de cederme unos segundos de
espacio mental para que captase la alegoría implícita en todo aquello,
una interpretación, una segunda lectura, el subtexto, la erección, la risa, una
metáfora de algo.
—Y eso fue todo —el tipo sin
metáforas ni hostias.
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