Para Malena Rodríguez Castro

Un volumen de la Historia general y natural de las Indias, en cofre con entrañas de terciopelo rojo, la victrola de manigueta, el abanico formado por carátulas de discos de Gardel y Toscanini: atraído por la mezcla extravagante –era un paisaje de su propio campo de estudios– entró en la imitación higienizada de una librería. Olía a papel de lujo y tinta fresca. El dependiente no levantó la vista de sus ocupaciones, y él se lo agradeció. Pudo hojear sin prisa, como si de veras le importara, un mamotreto con fotografías antiguas de una oscura provincia. Fotógrafo rico, gente miserable, libro caro. Le llamó la atención una guía del Buenos Aires literario. Por ella se enteró de que muy cerca de allí hubo un nido de ratas y papeles, una librería que pasó como un embuste por un cuento de Roberto Arlt. En la misma guía leyó sobre el inmueble donde “murió de insomnio” Flora Alejandra Pizarnik. Al rato le entristeció el ambiente de facsímiles impecables que contrastaban con las monstruosas dimensiones de la avenida. El cielo distante, rasguñado por los edificios de mansardas, tenía los colores de algunas banderas. Al otro lado de la vitrina un niño vendía lapiceros de punta retractable –biromes, les llamaban– y emblemas de equipos deportivos. Nadie le compraba.

La mujer se detuvo ante una mesa de madera rubia. El hombre se fijó en ella sin disimulos, acaso porque ella no daba indicios de haberlo visto, aunque aquellos ojos enormes parecían comerse el mundo. Tenía puesto un chaleco que recortaba su eficaz silueta de muchacho. Se acercó al mostrador de la caja registradora llevando en la mano un libro. En la portada del libro se veía la imagen de una mujer sentada de espaldas al lector. El hombre no pudo leer el título. Entonces –no antes– se fijó en el rótulo: “No aceptamos pago en moneda extranjera”.

–¿Sabe si hay cerca una casa de cambio? –preguntó la mujer con voz de avara de humos, las manos hambrientas, la espalda muy recta.

El librero no levantó la vista del mostrador. Era un hombre descortés, todos los libreros de esta calle lo son, pero con ella no hay derecho, pensó el hombre.

–¿Hay o no hay una casa de cambio cerca? –preguntó, acercándose a mediar, sin quitarle la mirada de encima a la mujer. Era más joven que él, por lo general eran más jóvenes, pero esta tenía el encanto de una parienta que nos conoció cuando éramos niños. Esas que nos quieren como si fuéramos chicos siempre, y que ofrecen el consuelo de quien no podrá abandonarte en una ciudad donde el forastero se percibe con desagrado.

El librero consultó su reloj pulsera. La pregunta impertinente había agotado su tiempo, que era todo el tiempo del mundo.

–¿Una qué? –preguntó.

–Una casa de cambio cercana, ya oyó a la señora.

El librero miró al hombre con extrañeza, pero sin excesivo interés.

–No sé si hay casas de cambio cerca –y siguió leyendo.

Ella también lo miró y él no supo si atribuir la mirada al despiste de un largo trato con los límites o a una descolocada y fascinante estrategia de seducción. Era la viva imagen de la foto que adornaba su mesa de trabajo, “tiene una hija muy guapa”, le decían los estudiantes gringos, tan ingenuos, y él nunca sentía la necesidad de desmentirlos.

Cómo describir la calle, pensó cuando salió detrás de ella. La calle, con su masa de cuerpos. La precisión de las diferencias se reducía a lo que pudiera registrar de las cosas que le golpeaban la retina, sin tregua ni definición, sin coagulación en la memoria. Bolsas, zapatos sucios, narices, abrigos, mujeres, marquesinas de teatros.

–No te preocupes–dijo alcanzando a la mujer, tratando de no asustarla. Me queda un poco de cambio, no da para comprar tu libro, pero sí es lo justo para un café. Después quién sabe, es mi última noche en la ciudad. 

–Quería comprar ese libro.

El hombre se detuvo. Ella también.

–Bueno, debe de haber una casa de cambio aquí cerca. Hoy cierran a las diez, y estoy seguro de que ese señor tan simpático te volverá a recibir con amabilidad.

Rieron. Ella le agarró un brazo. Con una felicidad indisociable del asombro, él hubiera deseado que completara el acercamiento dándole un frío beso en la mejilla. Se sentía desperdiciado, decadente, feliz. Una semana atrás había comenzado el viaje al congreso donde disertó sobre un tema orillero por partida doble: el bolero tango. El tango maleable, flexible, se atuvo bien al son caribeño, al contoneo de caderas en lugar del juego de piernas. De esa teoría de la difusión de formas culturales derivó unas vías audaces hacia las formas de ella, la última gran poeta, una mujer que compartió, sin sospecharlo, en una estricta soledad espeluznante, el tiempo de tantos desconocidos. Ella vivió los horrores del insomnio propio de las redacciones de periódicos cercanas a su casa, donde aspirantes a novelistas se entrenaban rompiendo noches y rasguñando crónicas deportivas. No dejaba de ser voluntarioso aquel enlace entre las formas para el consumo de la plebe (bolero y tango) y la poesía cerrada y dura de una hija de rusos trasplantados que se llamó Flora, concebida (su poesía) en un estado parecido al trance. La recepción de la propuesta en la mesa redonda (“El bolero tango: una teoría de la difusión cultural”) había sido fría entre los escasos presentes. Devorando con los ojos de ella la multitud ya no le parecía absurdo haber viajado tan lejos para hablar sobre un tema tan desamparado.

El resto de la semana, entre la petulancia de los colegas, el café en exceso, la compra de libros y el intercambio de direcciones electrónicas, había seguido un trayecto lineal, hasta que esa mañana, al llegar al aeropuerto de Ezeiza, les informaron a los viajeros que el humo del volcán Tungurahua impedía volar por la ruta trazada. Una noche más, pagada por la línea aérea.

–Hay cuerpos en esta calle, ahora. Intestinos, corazones, masas encefálicas, todo tan grosero, baños de sangre –dijo ella.

–Y son nuestros familiares, sin saberles los nombres, ignorando la ruta que nos juntó –respondió él. Muchos cuerpos y ninguno. Son fantasmas. El exceso de materia se desgrana en las ondas electromagnéticas que enloquecían a los surrealistas.

–No se dejan ver –dijo ella.

–¿Quieres adoptar a uno de esos cuerpos? Lo rescataríamos, lo brillaríamos con la mirada, lo invitaríamos a cenar.

–¿Adoptamos al librero?

Rieron, apenas. No era una ciudad dispuesta a las adopciones y él lo sabía sin que ella se lo confirmara, pero quedaba la promesa de una hora holgada y el café de sillas vacías y un mozo con toalla sobre el brazo. Habían desembocado en la avenida más ancha del mundo que no parecía el lugar más ameno para sentarse al aire libre, pero atraía detenerse en las mesas protegidas del sol y la lluvia por paraguas abiertos.

La vieron cuando la vieja se detuvo a recuperar el aliento. Era perfecta en su purísima escasez, en su intransigente inanición. El hombre pensó que la anciana había nacido para completar un encuentro en el olvido radical de aquella muchedumbre. Como si un camalote humano, de los cientos que bajaban impulsados por la corriente de la avenida, fuera a hacer una diferencia en el destino de él, o en el destino de la muchacha. Una anciana es siempre una pitonisa. El acercamiento improbable quedaría determinado por la ley de la frecuencia, es una probabilidad que responde a un ritmo, una figura de baile cuyo origen no queda claro.

El camalote en cuestión vestía un abrigo azul de grandes botones negros, y zapatos que le quedaban grandes. Era flaquísima, tan fina como el papel del menú que el mozo había depositado sobre la mesa antes de volver, como quien no quiere la cosa, a ocupar su lugar de brazos cruzados ante la puerta del local. Él miró a la mujer a los ojos, y no tuvieron que hablarse. Tan pronto la anciana se acercó, él se puso de pie y la abordó.

–Disculpe, señora, ¿sabe si por aquí cerca hay una casa de cambio?

A la vieja le tomó un segundo escuchar y recomponer las palabras. Miró a la joven, se sonrió con ambos, y solo entonces el hombre se dio cuenta de que tenía los ojos tan azules como su abrigo. La casa de cambio no estaba cerca, pero tampoco lejos, a unas cuadras de allí, aunque hacía frío –ya ni los fósforos son como los de antes– y ella tenía un mandado de un vecino enfermo.

–Si no estuviera tan ocupada con mucho gusto los acompañaría.

Entonces a él se le ocurrió sacar un mapa que llevaba en el bolsillo del abrigo y pedirle a la señora que le indicara, si la amabilidad se lo permitía, en qué lugar se encontraba la casa de cambio más cercana. Le ofreció un café y ella, que tiritaba de frío, le dijo que sí y accedió a sentarse, porque se ve que son personas decentes.

–¿Vive cerca? –le preguntó la muchacha sin temor a cometer una indiscreción. Era joven, nunca tendría más de 36 años. Cuando él muriera, ella seguiría invariable; una joven que ya no podría despertarlo de noche para hablarle de sus terrores.

La anciana vivía en un barrio lejano, donde todavía podían encontrarse pensiones modestas. Era maestra jubilada, la jubilación apenas le daba para comprar papas y café. Si decidían quedarse podría cederles su cama. Era la única manera de prolongar casi al infinito una estancia en la ciudad.

El hombre tuvo la sensación de que el viento modulaba las voces. El viento y el cansancio. Las mujeres eran hojas de papel, banderas al vuelo, palomas susurrantes. Costaba entenderlas. Atribuyó el desvarío de las voces a la falta de una infusión estimulante.

–¿Qué le pasa a este mozo que no nos atiende? Disculpen, señoras.

Se levantó y entró en el café, casi gritando, a ver si dejamos de ser invisibles, pero nadie se dio por enterado, ni la negra vieja que enjuagaba copas, ni la pelirroja de largas piernas cruzadas que acariciaba una bolsita de azúcar con los dedos. Era, no cabía dudarlo, Rita Hayworth. A su lado, un hombre de nariz aguileña, con el sombrero de ala ancha apretándole las sienes, hablaba sin parar con otro hombre que tenía espaldas de boxeador. El lugar se borraba, como si  anocheciera de golpe. Un silencio embozado sellaba las caras gesticulantes mientras un lorito de plumaje opaco saltaba de una silla a otra. Meciéndose en  un sillón, otra mujer leía. Se acercó desorientado y se colocó detrás de la lectora, deseándola, sin atreverse a hablarle. La figura de la portada del libro que la mujer leía era ella misma, de espaldas al lector, sentada en un sillón idéntico. También era el mismo libro que la joven había querido comprar. Solo que en este caso se notaba una sombra borrosa detrás de la mujer sentada. Aun de espaldas se veía que era una mujer mayor, de melenita blanca, espejuelos  de montura blanca, espalda recta; una mujer vibrante que no dejaba de moverse, que pasaría la eternidad meciéndose con desenfreno, dejándose llevar por la luz del viento en una siniestra recámara oscura, rodeada de cucarachas.

El hombre salió sin levantar la mirada del suelo sucio. Se acercó a la mesa del paraguas. Ya no estaban ni la vieja ni ella, la mujer joven, la duende del retrato, la que sus estudiantes confundían con su hija, sin adivinar que era su delirio. No podía pretender que siguieran allí, hacía tiempo que no espesaban el eco de los ruidos transeúntes con sus voces seductoras. Se preguntó si volvería a pasar por su vida una fulguración semejante, de líneas cruzadas. Excavaría capas y capas de sombras, sin moverse de aquel café, de aquella esquina, hasta recuperar el olor y la música de ellas. Risas roncas en el interior de las paredes. 

Quedaba pendiente hacer la maleta. Solo tenía que acomodar las últimas compras, unos regalos para los nietos. En la cama del hotel dejaría los pijamas. Jamás regresaba con la ropa de dormir comprada para el viaje. 

Cuando el hombre concluyó que no tenía prisa, el librero levantó la vista del mostrador. 





Marta Aponte Alsina es autora de novelas, relatos y ensayos. Su dedicación constante al oficio de escribir y la calidad de su trabajo le han ganado un lugar en la literatura del Caribe y América Latina. En 1994 publicó la novela Angélica furiosa. Siguieron El cuarto rey mago (novela, Sopa de Letras, 1996); La casa de la loca (relatos, Alfaguara, 2001); Vampiresas (novela corta, Alfaguara, 2004); Fúgate (relatos, Sopa de Letras, 2005); Sexto sueño, (novela, Veintisiete Letras, 2007); El fantasma de las cosas (novela, Terranova Editores, 2009); Sobre mi cadáver (novela corta, La Secta de los Perros, 2012); Mr. Green (novela corta, Random House Mondadori, serie Flash de libros digitales); La muerte feliz de William Carlos Williams (novela, Sopa de Letras, 2015; la edición mexicana fue publicada por Editorial Calygramma en 2016); Somos islas (ensayos, Editora Educación Emergente, 2015) y PR3 Aguirre ( cónicas y ficciones, Sopa de Letras, 2018).

Sexto sueño recibió el Premio Nacional de Novela otorgado por el Pen Club de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico. Editorial Dragomanni publicó en 2015 la versión italiana de Sobre mi cadáver. Ha sido editora de libros y revistas, entre ellos la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por Fundación Biblioteca Ayacucho. Cristina Rivera Garza la incluyó en una selección de 12 autoras imprescindibles de América Latina, publicada en la revista Publisher´s Weekly en 2018.