Ha pasado el ciclo completo de un año sobre mi hija:
la primavera, el verano, el otoño, el invierno. (Esto es un decir, ya). Ha
dejado el tiempo la suave siembra de su rueda. Y nada ha sido demasiado gravoso
para ella. Se ha convertido en una habitante del mundo, pasajera de esta roca y
sus giros, sometida a una ley delicada. Las horas como caricias, los días
hechos copos de avena, el yugo de un mes y otro como una brisa. Esta
acumulación le ha dado estatura, ha ido formándola, torneándola igual que a una
figurilla. Ahora sus ojos ven, sus oídos oyen, sus manos sujetan, sus pies la
llevan, desde la boca concede besos. Y en su cerebro nuevo se construye una
ciudad de claridades y sombras, semejante a la nuestra, y también futura.
Yo
he recibido la suerte de ser su padre. Algo que me hace testigo de una
primicia. De ella, como ser único. Lo mismo que de todos los niños, que como
ella existen. Y del origen del mundo. Sí, y del sagrado origen de nuestro
universo.
(24 junio 2010)
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