A mi hija le gusta
Me
fijo en cómo utiliza con la tierra sus primeras herramientas, el cubo, la pala
y el rastrillo; con una mano dirige la punta de la pala a los montoncitos de
arena y toma una porción, luego la introduce en el cubo –una parte se le cae, a
veces todo el pequeño cargamento–; después repite la operación, y así varias
veces más o menos igual. Hasta ahora no ha llenado el cubo, creo que ni
siquiera lo intenta pues no tiene como objetivo acumularla, además de que es
absurdo: hay mucha y juegan otros niños a su lado y la pisan todos. Con un
tercio o la mitad del cubo lleno, lo traslada a otro lugar; a continuación
regresa o lo sigue llenando otro poco más en otra parte. No hay afán de dominio
en ella, basta verlo en el empleo suave de la palita y el rastrillo.
Para mi hija la tierra es
de todos. Juega un rato y después nos vamos. Quedan restos de su actividad: un
montículo aquí, un hoyito allá, una zona descuidadamente rastrillada, unas
hojas o unos palitos cambiados de lugar, las huellas de sus pies. Mañ
Nosotros, en cambio,
trazamos líneas duras, y nuestros hijos han de pasar por ellas a la fuerza.
Dejamos establecidos monumentos, estatuas, calles. Se amontonan, se acumulan,
se discriminan. Pero además nos sobreviven bancos, deudas monstruosas,
desigualdades, enemigos y hambre. Todo ello ha formado desde la cúpula hasta el
suelo una fatal inevitabilidad, que nos parece consolidada en el tiempo. Son
formas de un juego que no nos ha hecho felices, un juego que no permitirá que
lo sean tampoco quienes vienen después. Así que estos lucharán por derribar
nuestra tradición. Colaborando así con la ll
(16 junio 2010)
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