El sentimiento amoroso: fusión y afánisis en Juana de la Encarnación[1]

 

por

 

Lola López Mondéjar

  El interés del psicoanálisis por la experiencia mística se remonta a los tiempos de su creador, Sigmund Freud[2]. Desde entonces han sido muchos los analistas que se han interesado por una realidad que siempre consideraron excepcional, a menudo cercana a lo patológico y, más cerca de nuestros días, como ejemplo de las relaciones primeras del ser humano con el mundo. Sin embargo, el psicoanálisis reconoce su incapacidad para dar cuenta exhaustiva de la vivencia mística. Nuestro acercamiento a la Pasión de Cristo de Juana de la Encarnación no puede ser, pues, sino modesto. Hemos omitido la interpretación biográfica por considerar que sólo podría ser especulativa, si bien me interesa señalar una dinámica que, entiendo, apoya nuestras tesis, y he preferido acercarme al análisis del texto para encontrar en él, en su forma y contenido, las claves que puedan abrirnos a la comprensión del anhelo místico.

     Michel Balint[3], psicoanalista inglés, describió un tipo de sentimiento al que llamó amor primario, que surge de un momento original en el que la criatura humana –antes del nacimiento – vive el medio que le rodea, y que le suministra el alimento y el confort necesario para existir, en una relación fusionada donde todavía no habría noción del yo ni de lo otro. Esta relación primaria se verá comprometida y alterada al nacer, pero sobrevivirá durante los primeros meses de cuidados de la madre hacia el niño, y quedará inscrita en la memoria procedimental e inconsciente del ser humano – la memoria no simbólica – , como un anhelo, una meta, una búsqueda que constituirá el motor de nuestra vida: el encuentro, o mejor reencuentro, con ese ambiente de paz y de calma, amoroso y confortable, en el que nuestro yo se confunde con el otro-medio, en una entrega amorosa sin fronteras epidérmicas ni psíquicas. El deseo de fusión con el otro forma parte de la experiencia individual y colectiva; si bien hoy sabemos que la vivencia intrauterina no está exenta de estímulos desagradables. No obstante, tenemos que convenir que el ser humano es portador de un deseo placentero de fusión con otro/ambiente que coloca tanto en sus orígenes (el paraíso perdido) como en su futuro (el paraíso cristiano de la eternidad).

    En ese pasado, sea ontológico o mítico, ambiente e individuo se penetran el uno al otro, existen juntos en una “interpenetración armoniosa” como la del pez en el agua o la relación con el aire que nos rodea.

     El amor primario de Balint nos sugiere a su vez otro concepto que nos ayudará a explicar la experiencia mística: el sentimiento oceánico. Fue acuñado por Romain Rolland a partir de su estudio de la mística oriental, considerándolo el motor de la religiosidad. Freud lo toma prestado para referirse a una relación del bebé de unión y de infinitud con el mundo exterior, que perdurará como una memoria en el hombre adulto, si bien no comparte con Rolland que le debamos a ese sentimiento oceánico la experiencia religiosa.

 

la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio (el de Rolland), en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar “sensación de eternidad”; un sentimiento como de algo sin límites, en cierto modo “oceánico” [4].

 

Freud asocia ese sentimiento con el del niño que no discierne todavía el mundo exterior, que se dibujará progresivamente a través de las sucesivas percepciones, iniciándose en el infante un largo proceso de individuación-separación. Sin embargo, en cuanto a las necesidades religiosas, Freud[5] se alejará del sentimiento oceánico de Rolland para hacerlas derivar:

 

… del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento (…) es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino (pag. 3.022).

El nacimiento es un trauma que altera el equilibrio de la matriz madre-hijo/a y fuerza al bebé a una nueva adaptación. Se impone la separación de la madre, o su sustituto, y los objetos y el yo empiezan a emerger de la confusión de las originales substancias amistosas, con los límites que deben ser reconocidos y respetados. Si los cuidados maternales son suficientemente buenos, el niño/a aprenderá a confiar en los objetos y en los demás, y la separación de la madre se hará de forma adecuada, permitiendo que la experiencia de intimidad con ella se exporte hacia los otros significativos de su vida, y también su capacidad de interesarse por el entorno y de amar.

La sensación de plenitud que, una vez adultos, el amor logrado nos aporta, tiene que ver con esa satisfacción primera, con la evocación de una experiencia primitiva y fuertemente investida de amor primario[6].

 Toda la literatura romántica y amorosa insiste en esta emoción fusional, en este ser dos en uno, o mejor, este ser solo uno, indiferenciado; como también lo hace la literatura mística.

Está llena la vida del anhelo de fusión, a pesar de su triste destino; esto es, a pesar de la insatisfacción que encontramos siempre en el encuentro real con el amado, puesto que nunca nos posibilitará la anhelada unión que lo motiva y que nos insta a seguir buscándolo una vez y otra. De ahí la conciencia desgraciada de sabernos incapaces de encontrar la plenitud; de ahí, también, el origen de nuestra intrínseca melancolía. Pues, sea quién sea el amado, no podrá responder punto por punto a nuestras expectativas, y el encuentro será, aun en el mejor de los casos, un encuentro fallido, precisamente por ser real.

     En la vida de Juana de la Encarnación, según se nos dice en su biografía, la educación religiosa fue temprana e intensa. Se trataba de una niña dócil, que destacó en su entrega religiosa. Sin embargo, cuando aparece en su vida el amor terrenal, de la mano de un joven que la pretende por esposa, la niña Juana se vuelve hacia el mundo, buscando diversiones que antes no frecuentaba. Es en esta coyuntura cuando tiene la primera visión de Jesús que le dice que quiere que sea religiosa y lo siga en la Cruz (lo que finalmente hará, un año antes de su muerte, en la experiencia mística de su Pasión). La voz de Jesús representa aquí, para la interpretación psicoanalítica, la voz del superyó. Un superyó fuerte que le pide obediencia a sus reglas, que se opone a su interés por el amor de un hombre y por las diversiones de la carne, es decir, a los imperativos del principio del placer, de la sexualidad y vitalidad nacientes que la niña Juana experimenta.

 

Una vez en el convento, Juana de la Encarnación sufre un episodio melancólico a la edad de dieciséis años, cuando inicia su vida de religiosa profesa, causado por el descuido de su vida espiritual. Posteriormente experimentará una segunda aparición de Cristo con la cruz a cuestas que le producirá una nueva y definitiva conversión – si bien con incidencias, como veremos–, disponiéndose a cumplir el mandato del Señor de hacerla su esposa, que este le reitera.

 Es interesante observar que la crisis vocacional de Juana surge cuando aparece de nuevo su joven pretendiente. Nos encontramos pues con una reedición de la tensión entre el amor humano y el amor divino. Entre las pulsiones eróticas y la obediencia a las reglas de la espiritualidad. Juana pasa tres días llorando, un duelo por la vida del mundo y del amor al que iba a renunciar.

Esta dicotomía, esta batalla, se reproduce, a nuestro entender, durante los cinco años en los que el demonio (representante de lo pulsional/erótico, que la niña y la joven Juana experimentó en dos breves periodos), la tentaba a la lujuria, provocándole visiones de hombres y mujeres lascivos en actitudes deshonestas[7]. La tensión interna entre dos tendencias, que en ella eran opuestas, se manifiesta de nuevo con virulencia sin que Juana pueda conseguir integrarlas en una vida de esposa virtuosa, sino que solo puede mantener por separado, dada, quizás, su exigencia de perfección. La represión del deseo sexual acaba triunfando, y la fuerza libidinal que la animó desde niña será finalmente sublimada hacia fines religiosos, y contribuirá a la excepcionalidad de su experiencia mística.

     La educación sentimental en occidente impuso a las mujeres un ideal del amor más exigente que al hombre, impulsándolas a una búsqueda fusional que está en el origen de muchos de sus déficit subjetivos, pues su entrega al hombre amado sustituye demasiado a menudo la construcción de una subjetividad que el patriarcado le sustrae.

Por otra parte, del lado del yo, el temor a quedar atrapado en una dependencia mortífera con el otro nos insta a la conservación de las fronteras, a la recuperación de la identidad que se quiere perder en el encuentro, pues el yo teme que esa pérdida comporte su propia desaparición, el desfallecimiento de la mismidad (su afánisis).

     Por una razón u otra, fantasía y realidad se separan en los seres humanos poco a poco, quedando entre ellas un espacio infranqueable, que garantiza nuestra salud… y nuestra insatisfacción permanente.

     Sin embargo, otro camino acompañará a los creadores, aquellos que en su búsqueda de lo bello, de la forma, se entregan con pasión a una obra que les ofrece momentos de plenitud. Son los buscadores del absoluto[8], los que no renuncian a ese encuentro con el objeto que trasciende al objeto y a ellos mismos, encontrando en su proceso creativo momentos de interpenetración amorosa, y también de frustración y de separación, donde su yo, engrandecido momentáneamente por el roce de lo que ansían, se empequeñece de nuevo frente al ideal soñado: el Absoluto.

 La proximidad entre mística y poesía ha sido estudiada por Alois M. Haas[9], subrayando el carácter de misterio de la experiencia humana a la que la poesía se confronta, sin jamás volatilizar ese misterio, aunque la poesía explora las fronteras del lenguaje y las amplía. Se trata de un misterio que es imposible de revelar, pues el mismo sujeto no lo conoce. Encontramos en el lamento de Juana de la Encarnación, causado por su dificultad de dar cuenta de su vivencia de dolor e identificación con el Amado, ecos de ese misterio infranqueable, que en la mística cristiana tiene que ver con el encuentro con lo sagrado.

 La experiencia religiosa tiene ingredientes de todo lo anterior. El creyente no se resigna a que su cuerpo mortal desaparezca sin dejar huella, a que la separación de los otros sea radical y definitiva, a que no haya un ser capaz de colmarlo, sino que construye un relato que le proporciona consuelo: después de este mundo  en el otro, en un tiempo eterno e inmortal, se encontrará en comunión con su dios amado, con quien formará una suerte de unidad inseparable y eterna. Una unidad que en algunos casos puede ser vislumbrada en la vida terrena constituyendo lo que llamamos experiencia mística. La mística forma parte sin duda de un tipo de experiencias que nos remiten a esa deseada y temida vivencia de ruptura de los límites conscientes de nuestro yo. Una experiencia que encontramos también en alguno de sus rasgos, como ya hemos dicho, en ciertos encuentros amorosos y en la locura, así como en la creación artística (y a veces en la recepción de la obra de arte por parte del espectador).

La inefable experiencia de Juana de la Encarnación, se expresa en una escritura que forma parte de la tradición de la escritura mística cristiana y del lenguaje literario del barroco español, se inscribe para nosotros en la aproximación a una vivencia de fusión primitiva y gozosa con un objeto vivido como totalidad. Una plena identificación con un otro todopoderoso en el que el yo reposa sin fronteras, abandonando sus límites, fundiéndose con él. Pero, como insistiremos luego, con plena garantía de retorno a su mismidad.

Podríamos decir que el ser humano es estructuralmente melancólico, entre otras causas, por la pérdida del paraíso perdido de una mítica completud; melancólico, como dirá George Steiner[10], al confrontar su pensamiento y su experiencia vivida con los estrechos límites del lenguaje que le permite comunicarlo[11]. De ahí que recrea lugares, atmósferas, creencias, amores que aminoran su sentimiento de vulnerabilidad y de falta, y reducen su melancolía.

A mayor energía psíquica puesta a disposición del sujeto[12], más capacidad de fantasía. La creación de mitos, de religiones, de obras, de amores, forma parte de esa insaciable necesidad humana de huir de nuestra contingencia hacia una trascendencia que calme nuestra desdicha, nuestra soledad. Sloterdijk[13] dirá que el hombre crea esferas, pieles sustitutas que incluyen nuestro ideal, que nos confortan y nos protegen de la intemperie del mundo; esferas como la placenta que toma como modelo, añadirá él,  o como el primer abrazo (cuando lo hubo). Juana de la Encarnación, curiosamente, lo vive así:

Llega su Majestad a manifestársele, y ella le percibe como si por acá hubiera un globo de cristal que encerrara en sí otro globo de luz, fuego y claridad de muchos soles que despidiesen a un tiempo muchos rayos de luz.  (VIII, 5)

Hay seres que se resisten a la separación, decimos, que no se resignan a la castración, y que en su búsqueda de fusión plena insisten en experimentar algo de aquel amor primario perdido, disponiendo sus energías en una entrega absoluta a un otro divino que les conforta y acoge. Son los místicos. Inscritos en la ley de la sociedad, no renuncian a experimentar momentáneamente un encuentro gozoso con lo absoluto, que recrean y someten luego a las mismas leyes humanas de las que parecen escapar con su excepcionalidad.

Su experiencia de lo divino es vívida pero, al mismo tiempo, está inmersa en los condicionamientos culturales, pautada por esos mismos condicionamientos, de manera que el contenido del relato de un místico hindú no tendrá nada que ver con el de un católico. Porque estos seres, dirá Lacan –a quien la mística le parecía algo muy serio – están profundamente inscritos en la experiencia cultural de su tiempo, sujetos al Otro del lenguaje; un lenguaje que usan con mayor o menor dominio para dar cuenta de su vivencia de lo inefable. Y por ello, si bien sus vivencias pueden asemejarse a las manifestaciones de la locura, se alejan radicalmente de ella, pues comparte con ésta la regresión a formas primarias de funcionamiento psíquico (alucinaciones, fantasías, fusión), pero se distancia al existir en el místico una estructura psíquica lograda que le permite contar con garantía de retorno al proceso secundario (pensamiento lógico, discriminación yo/otro, principio de realidad).

Las alucinaciones místicas, auditivas y visuales, de Juana de la Encarnación son hipérboles de su imaginación religiosa, se sirven de lo sabido (esto es, del pensamiento consciente) para reproducir los pasos de Jesús en la semana de Pasión. En todo momento, la religiosa insiste en su carácter de experiencia interior, sus visiones son íntimas, proyectadas en su propio mundo interno. Pues de la diferencia entre estas y la realidad (como se demuestra en sus referencias al confesor, o sus amonestaciones a los religiosos y religiosas, a los fieles cristianos en general) no le cabe la menor duda, lo que las distingue de las alucinaciones que se producen en ciertos procesos mentales patológicos.

Juana de la Encarnación relata, a petición de su confesor, la experiencia de compartir la pasión de Cristo que le aconteció a la edad de cuarenta y dos años, uno antes de morir. Docta, ha leído a los místicos y, a la hora de redactar su Pasión se sirve de sus metáforas; si bien, entendemos nosotros, con menos riqueza poética y creativa que Juan de la Cruz o Teresa de Ávila. Su relato contiene, pues, los ingredientes comunes a toda experiencia de esta índole, tal y como fueron descritos por W. James[14].

En primer lugar, la imposibilidad de describir la vivencia que quiere transmitirnos le obliga a forzar el lenguaje, a constatar sus límites:

aunque empleara toda mi vida en esto, nunca llegara a insinuar lo que vi, ni tampoco la pena de mi alma (VI, 9).

Ve mi alma al Señor, no sé cómo decirlo, enmudece mi lengua, no es capaz de poderlo explicar. Es un modo indecible (II, 4).

todo esto es como una pintura parecida al original, pero que le falta la vida que poseyó  mi alma en aquel tiempo, que el Señor por su misericordia le comunicó con su vista su dulce posesión (XI, 10).

La queja sobre la dificultad de transmitirnos lo que experimenta, de dar cuenta de ello, salpica el relato de principio a fin, y constituye un ejemplo de la humildad exigida por las órdenes religiosas, pero también, de la obediencia, pues su escrito es  una toma de conciencia y tarea impuesta por su confesor, con el que ya ha tratado el tema en varias ocasiones. Es el confesor quien le obliga, y ella se resiste hasta que descubre que su experiencia se la ha dado Dios y por ello no le es lícito ocultarla, pues no le pertenece. Sin embargo, por encima de ambas cosas, es un claro lamento contra los límites del lenguaje para mostrar lo inefable, una constatación del fracaso de la palabra para transmitir las emociones de la experiencia mística.

Una de las formas que encuentra Juana de la Encarnación para zafarse  de los límites de la escritura es mediante el uso reiterado del superlativo[15], el lenguaje barroco y las metáforas con ecos de Santa Teresa y San Juan de la Cruz: ¡Qué amabilísimo que sois, dulcísimo Dios! Muero de dolor de no morir de amor. Recursos que le sirven para atrapar lo real de una experiencia irrepresentable.

El segundo elemento señalado por James es la iluminación intelectual, el acercamiento a un saber que escapa al razonamiento lógico, un saber intuitivo que Juana de la Encarnación expresa como:

Tener en lo profundo de mi espíritu una luz clarísima de la grandeza, poder y majestad de mi Dios y Señor todopoderoso y eterno, que penetraba toda mi alma deshaciéndose en ansias insufribles de amarle y de vivir sólo en la vida de mi alma… (I, 2).

Es frecuente el uso de términos como vi, entendí o conocí, o “el conocimiento era clarísimo”, para referirse a las visiones de la Pasión de Cristo. Pues se trata de un acercamiento a las imágenes de la pasión que no es sueño, ni ensoñación, ni alucinación que venga del exterior, sino que es obra de la imaginación de la monja, como ella misma nos dice repetidas veces.

La transitoriedad marca también el carácter de la experiencia mística, que es limitada en el tiempo,  ya que no se trata de un estado permanente de fusión con lo divino. Esta temporalidad es claramente identificable en el texto de Juana Encarnación, que señala las horas exactas en las que tuvo lugar la revelación de las penalidades sufridas por el Señor, y su comunión con él y con su dolor. El lenguaje se hace concreto para definir el estado transitorio de su experiencia, aludiendo siempre a la concreción de la misma a ciertas horas de la noche, o del día.

Por último, señala James, la pasividad; el sujeto recibe la comunión con el dolor de Jesús como un don divino que lo reduce a la pasividad, o a la expresión física del sufrimiento, ofreciendo su cuerpo como recipiente.

Me dio su Majestad vivísimos deseos de padecer por su amor y de carecer de todo aliento interior y exterior por acompañar al Señor en sus penas, imitarle y tener que ofrecerle alguna cosa (I, 1).

Sobre todo lo demás, la experiencia mística es una experiencia de unión, de relación profunda y secreta con un ser fuente de vida y de deseo, y el contacto amoroso está en la base de esta vivencia[16].

Constante en toda la obra de Juana de la Encarnación, el amor a su Majestad es tan intenso que… no se apetece otra cosa que a Dios (cap. XXXVI). De manera que la comida es rechazada, si bien no del todo para no incurrir en pecado, pues cualquier cosa terrenal deja de tener interés para ella. La ascesis y la retirada de interés del resto del mundo tienen similitud con la experiencia amorosa, tal y como nos la describen los poetas: Todo lo llenas tú, todo lo llenas. … Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas[17].

El amor es un sentimiento omnipresente en el texto, que se convierte en un canto de entrega profunda al Amado, del tormento de perderle, del anhelo de fusionarse con él hasta la desaparición del yo, pues el vivo conocimiento del amor de Dios que experimenta la llena de un gozo infinito,

como en una segura posesión de la gloria, sin que conturbe duda ni temor alguno el alma, porque se halla como anegada en aquel abismo de misericordia de Dios, en un mar profundísimo de inmensidad, entre indecibles extremos de finezas, resolviéndose en profundísimos y dulcísimos afectos, como si mi alma se deshiciera y uniera estrechamente al Señor (II, 2).

Ven Amado mío, que muero por ti; ven y no tardes, que peno por ti y padezco congojas de muerte, refrigera mi sed, pues sois fuente de aguas vivas; ven que estoy sedienta de ti. Nada quiero ni apetezco si no es a ti (VII.,13)

Este gozo infinito, esta comunicación profunda y sin fisuras con el Señor, si mi alma se deshiciera y uniera, podríamos decir que revive y evoca el sentimiento de interpenetración amorosa con el medio descrito por Balint, que puede ser entendido también como una forma de sentimiento oceánico: un mar profundísimo de inmensidad (cap. II), lo califica Juana.

Hemos señalado en el título de esta aproximación a la Pasión de Cristo el concepto de afánisis, referido a la experiencia de nuestra mística. Afánisis[18] es para Ernest Jones[19] el temor de la mujer a la separación o el abandono del objeto amado, el miedo al desfallecimiento, a la desaparición del yo en el otro que acaecería de producirse dicha separación, reduciendo al sujeto a la nada. Este temor es más precoz y fundamental en ambos sexos que el miedo a la castración.

Juana de la Encarnación experimenta a nuestro juicio un vaivén entre la experiencia de fusión con el Amado, deseada y buscada, y un retorno a la mismidad, a la penuria de su propia existencia, que considera siempre en falta: ¡Aquella grandeza y Majestad en una vileza como  la mía!  (II, 5); o : Recibía con esta vista grande confusión y aniquilación propia, viendo en mí la poca aplicación y constancia en la virtud(IV, 8)

Y una vez más:

Todo este conocimiento causa en mí indecibles afectos, haciendo en presencia de aquella luz que vea y conozca mi bajeza, y quedando toda confundida y sumergida en  mi nada (II, 6)

Interpretar como un ejercicio consciente de humildad esta dinámica nos parece insuficiente, si bien la humildad es imprescindible en la experiencia de los místicos, en su esfuerzo por no ser confundidos con quienes exhiben su vivencia pecando de soberbia. La evidente intervención de las normas conventuales, del yo racional de Juana Encarnación en esta insistencia, no deja lugar a dudas al respecto[20], pero también, a nuestro juicio, muestra la presencia de una dinámica pendular inconsciente que se repite en ella. El roce con la omnipotencia que la fusión con Dios comporta en la experiencia mística, asusta y hace retroceder al yo que la experimenta hacia sus propias fronteras que, comparadas con la infinitud de la presencia divina, parecen siempre polvo y ceniza (cap. VI). La dinámica regresión – progresión es, pues,  constante, y nos habla, a nuestro entender, de un aparato psíquico bien constituido, cuya plasticidad permite un contacto con primitivas aspiraciones narcisistas de omnipotencia, perfectamente anudadas en un movimiento de regulación normativa en la lógica del pensamiento racional.

La incorporación de la voz del Señor es uno de los ejemplos de la pasividad con la que la mística vive su agonía mortal, y también de la omnipotencia que se oculta detrás de la fusión. El Señor es su Amado y su Amo, y el yo obedece sus órdenes. El abandono en el otro es así absoluto aunque momentáneo, ya que el retorno a los límites de su subjetividad la llena de dudas sobre el carácter demoníaco o no de lo que experimenta. Pues este contacto con el goce absoluto y con la omnipotencia es juzgado por el yo racional como peligroso, e interpretado desde ciertos parámetros religiosos como un posible pecado de soberbia, o como tentación del maligno.

A medida que avanzan los capítulos, acercándose al momento de la crucifixión, la voz de Juana de la Encarnación se hace distinta. La narración se demora en detalles realistas (como el número exacto de latigazos o de heridas que sufre su Señor) y la explicación sobre el estado que ella experimenta deviene menos oscura. Nos parece que la rememoración pierde la fuerza exhibida en los primeros capítulos al reiterar las metáforas, volviéndose más dominada por la conciencia, con un predominio de lo que, intuimos, no es sino imitación del relato de otros místicos. En lo formal, observamos que las exclamaciones pierden peso, y las voces del Señor como guía, y de la Virgen que sufre con él y con Juana los dolores de la pasión, se oyen con más frecuencia. Nos encontramos con un Via Crucis rememorado al detalle por una imaginación poderosa, que vivifica lo contemplado en los libros de devoción. La mística parece experimentar menos la fusión y el amor y convertirse progresivamente en cronista del camino del Calvario, si bien su sufrimiento no deja nunca de estar presente. Es así como interpretamos este fragmento, donde nos habla claramente de la disociación, o escisión, que se da en ella durante su vivencia:

No acabo de poderme explicar lo que me sucedía, porque experimentaba en mí dos cosas contrarias. Una en la imaginación (que está bien la distinción) padeciendo lo que he insinuado (…); pero al mismo tiempo, en lo interior de mi alma me hallaba sin turbación ni inquietud ninguna… (XLIX, 8).

La participación de la totalidad del sujeto en la experiencia va cediendo paso a una disociación funcional entre un yo que experimenta y otro que observa. La misma Juana nos introduce esa disociación en el texto al abrir un paréntesis en la cita anterior donde ella misma afirma: que está bien la distinción. La intervención de la narradora, en el momento en que narra, nos advierte de este distanciamiento progresivo, como creo que puede desprenderse también del siguiente párrafo.

Ya conozco que no persevero en dar cuenta de un Paso sin interrumpirle muchas veces, como se ve. Pero no está más en mi mano, porque sin advertirlo me dejo llevar de lo que mi alma siente y experimenta con esta renovación; pero como sin reservar nada debo dar cuenta de todo para poder ser advertida y corregida, no importa que diga uno antes o después. Sea todo para mayor gloria de Dios (XLV, 13).

Respecto a estas reflexiones metaliterarias, nos parece especialmente interesante una afirmación de la religiosa refiriéndose a la represión con que maneja la experiencia.

No puedo pasar adelante si el Todopoderoso no me fortalece. Me acaban[21] los afectos que estoy experimentando. No me dejan explicar en algo lo que la obediencia me manda. Me ciegan las lágrimas. Tuviera algún alivio si saliera como una loca convidando a voces a todas las criaturas a amar a mi Amado y llorar su muerte con perpetuo dolor, porque con lo mismo que me estoy reprimiendo se me deshace el corazón (XLV, 12).

¿No nos habla aquí del esfuerzo de reprimir el goce y regresar al dominio del control consciente? Sor Juana parece lamentarse de su inscripción en la cordura, inscripción que frena el placer de la fusión enloquecedora, de la disolución en el objeto, de su afánisis, y la incluye en los registros de la cultura, y del comportamiento apropiado que debe seguir una religiosa de clausura. Mediante la represión, nos dice, obedece a un superyó que mantiene intacto, que le ordena regresar a la conciencia, a pesar de su gozosa experiencia en las fronteras de la fusión inconsciente con el otro del amor primario.

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[1] La obra de Sor Juana, Pasión de Cristo comunicada por admirable beneficio a la venerable madre Juana de la Encarnación, religiosa descalza del gran padre san Agustín en el observantísimo convento de la ciudad de Murcia, puede encontrarse en este sitio web:  https://www.bieses.net/ver-titulo-autora.php?item=1720.Juan-En.Pasn

 

[2] FREUD, Sigmund. El malestar en la cultura, Obras Completas, Volumen III, Biblioteta Nueva, Madrid, 19

[3] BALINT, Michael. La falta básica, Paidós, Barcelona, 1982.

[4] FREUD, S. Op. cit., p. 3.018.

[5] FREUD, S. Op.cit., p. 3.022

[6] Otros psicoanalistas como Winnicott, Bion, Mahler, postulan también esta primitiva fusión, si bien utilizando conceptos propios.

 

[8] TODOROV, Tzvetan, Los aventureros del absoluto, Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores, Barcelona, 2007.

[9] HAAS, Alois M.: Visión en azul. Estudios de mística europea, Ediciones Siruela, Madrid, 1999.

[10] STEINER, Georges, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, Siruela, Madrid, 2007.

[11] El texto de Juana de la Encarnación es un lamento continuo por este abismo entre experiencia y lenguaje.

[12] Hemos observado la fuerza pulsional de la que está dotada Juana.

[13] SLOTERDIJK, Peter, Esferas I, Siruela, Madrid, 2010.

[14] JAMES, W.: Las variedades de la experiencia religiosa, Península, Barcelona, 1994.

 

[16] DOMINGUEZ MORANO, Carlos, Experiencia mística y Psicoanálisis, Cuadernos FyS, Editorial Sal Terrae, Madrid, 1999.

[17] NERUDA, Pablo, 20 poemas de amor y una canción desesperada, Poema 5, Edaf, Madrid, 2001.

[18] El término proviene del griego aphanisis : invisibilidad, desaparición.

[19] Jones trata este asunto en sus artículos: El desarrollo precoz de la sexualidad femenina (1927), y El miedo, la culpabilidad y el odio (1929).

[20] Del mismo modo  interpretamos su petición al Señor de que desaparezcan las señales corporales que sufre al acompañarle en su pasión.

[21] Acaban conmigo.