Ahora no puedo enfadarme con mi mujer porque la pequeñaja está delante y advierte el menor signo de crispación en un rostro o, aunque nos pongamos de espaldas, esa arruga dura de la voz violenta.

            Y tampoco puedo, yendo a lo más nimio, rascarme los pies o tener varios cacahuetes al mismo tiempo en la boca (perdón por los detalles).

            Además, en positivo, he de ser alegre en cada momento, y hasta inventivo para proponerle juegos o responder a sus deseos de reír (encima frecuentes, porque su madre la ha acostumbrado a pasarlo bien). Y tendré también que colgar esas dichosas lámparas de una vez, y conocer sitios de la sierra adonde salir de excursión, y buscar las entradas para un espectáculo infantil bueno y masivo al que acudiremos cientos. ¡Uf!

            Más adelante, sé que me preguntará por mi trabajo, por qué voto a los comunistas, por qué he estado con esa persona que yo había dicho que era un sinvergüenza, y si soy cristiano cómo es que no se nota en mi pueblo o por qué soy favorable a la libertad sexual. ¡Reuff!

            Así que la pequeñaja me obliga a no ser agresivo sino pacífico, a corregir mis modales, a levantarme de mi indolencia, a ser más justo, más coherente, más generoso; mejor persona. Y lo hace sólo con su presencia: con sus ojos que todo lo saben y sus gestos que todo lo copian; con la débil fortaleza de su verdad como un espejo.

Y también con su verdad como esperanza de lo que hemos perdido.

Quiero decir, con su deseo sagrado de ser inocente en un mundo nuevo de inocentes. Con su reclamo de bondad universal. ¿Se me entiende?

Una niña te fuerza a ponerte a la altura del amor.

 

Y yo me pregunto si unos padres –cualesquiera– habrán de pasar necesariamente por un punto de fractura, fracasar y rendirse ante semejante exigencia, o si se esforzarán en toda circunstancia por sostener su virtud.

Me planteo si es que llega ese momento en que claudican y ya se gritan sin miramientos, o se rascan los pies dejando aparte el disimulo, o se ensucian de diversas maneras. Y todo ello a la vez que dicen: “yo te quiero hija, pero así es el mundo (entérate ya)”. Entonces admitirán rendidos: “Esto soy yo; esta es tu madre”, “Tendrás que aprender lo que en otro tiempo tratamos de evitarte”. Y esa misma noche les habrá nacido a los dos una veta de vergüenza que ocultar o un foso de indiferencia en el que acostarse.

Entonces, para esos padres, el primer acto de desobediencia de su hija, el día en que pegue o muerda a un compañero, o el día en que brille feroz en sus ojos el egoísmo por un juguete, ese día de maldad, ¿no será un alivio?

  

 

(8 mayo 2010)