No hay ni uno solo entre nosotros que no sepa que, pasando el camino largo y el campo de los Núñez, después de la alameda y algo más allá de la curva que hace el arroyo, se encuentra el fin del mundo.

Se lo decimos hasta a los chicos cuando empiezan a entender, pero a nadie más. No es que deseemos el mal a los desconocidos, ocurre que estamos curados de espanto porque cuando (tiempo atrás) se los contamos a unos puebleros nos llamaron mentirosos, hasta nos insultaron y algunos recibimos unos golpes. Y después de gritarnos que no éramos nadie para impedirles no sé qué cosa fueron a ver…

Así que, desde entonces, nos callamos. Que hicieran lo que quisieran, nosotros seguimos con lo nuestro y a otra cosa.

Es cierto: a veces, pese a todas nuestras recomendaciones y aclaraciones, hay quienes quieren ver y conocer y tocar. Y, cuando nos descuidamos, se van para allá. Sufrimos, pero no mandamos los perros ni, menos, salimos a buscarlos. Una vez que se vadea el arroyo no hay retorno. No lo hay, como para no saberlo.

Eso, la noticia de que, pese a que conocen, se van para allá, nos acobarda y nos hace sentir culpables, pero qué remedio. Bien se dice que la vida sigue y, después de un cierto tiempo, continuamos como mejor podemos.

Pero duele. Como pasó con la chica Emilia que, no bien supo de su embarazo no se lo dijo a nadie, se levantó primero que todos y (después lo comprobamos) tomó por el camino largo.

Para peor se enteró el padre, Marcial, el dueño de la farmacia. Y se propuso salir a buscarla, pero también sin decir nada a nadie porque se lo iban a impedir. Así que, viejo y todo, logró levantarse sin hacer ruido, fue al primer piso, abrió la ventanita y desde allí el animal se tiró a la vereda. Que no lo mató porque era de tierra. Vimos las huellas mucho más tarde y aunque ni una palabra le dijimos a Laura, su mujer, quedamos todos impresionados.

El padre debe haber tomado no más por el camino largo, pasando por el campo de los Núñez antes de que esa gente, madrugadora, se pusiera a trabajar. Se habrá escondido entre los álamos y tiene que haber seguido, sí, vadeando el arroyo. Y final. Porque cuando se traspasa el arroyo no hay nada más que hacer.

La viuda fue informada y, aunque para ella debe haber sido el infierno, se resignó. Sufrió, por supuesto, sufrimos, pero se resignó porque no le quedaba otra cosa salvo que siguiera los pasos del padre y de la hija.

Duro, muy duro vivir en este lugar.

Se nos perdían también algunos animales. Lo del Duque se me volvió una cosa pesada, fiera, como remedio amargo que a veces uno debe tragar y que parece piedra en el estómago. Pasé noches tremendas, el Duque se me presentaba noche tras noche, me ladraba, me acompañaba al boliche, se subía a mi cama, aunque le estuviera prohibido. Esas cosas. Sí, hasta lloré, pero no podía hacer nada. Cómo lo extrañé.

Por mi vecino el Tulio supe que había agarrado por el camino largo siguiendo a otro animal, a lo mejor a una perra en celo. No lo vi más. En ese caso tampoco hubo más porque no puede haberlo. Bien que lo sé, bien que lo sabemos.

Cada tanto, algunos de los que no aguantan se van, pero la mayoría nos quedamos. Bah, la mayoría. La mayoría de los viejos, como pasa en los pueblos. Los chicos que estudian en las ciudades casi no vuelven. Y no faltan los que no vuelven jamás, ni siquiera para el año nuevo.

            Es pesado vivir aquí con eso que está tan cerca y que parece llamarnos. A cada uno de nosotros.

          Lo del Duque me revolvió todo por dentro, porque lo relacioné con el Gaucho y mi padre. Porque él descubrió lo del fin del mundo la vez que el Gaucho se le escapó y mi padre se puso a rastrearlo, metiéndose por el camino largo, para seguir por el campo que por entonces no era todavía de los Núñez. No había nadie para preguntar por su caballo. Nos contó que se demoró un rato en el arroyo y cuando iba a seguir lo vio al Gaucho, al que llamó con palabras cariñosas, pero el animal se asustó y enderezó derecho hacia donde no debía.

Pasó lo que tenía que pasar.

Mi padre volvió amargado, pero más que eso preocupado y a la noche nos reunió para contarnos y obligarnos a que no repitiéramos ni una palabra de lo que nos dijera. Escuchamos y nos callamos, pero hasta por ahí no más porque éramos chicos y uno se lo contó a su mejor amigo y otra al chico que le gustaba y el tercero al cura en confesión y así, por lo que fue el propio cura el que nos llamó, primero a mi padre y después a todo el pueblo. Entonces, cuando estábamos reunidos, nos pidió que nadie más lo supiera. “Porque si lo saben vamos a perder hasta lo último”.

Cumplimos. La mayoría lo hizo al entender que no sería bueno para nadie contar lo que nos pasaba. Es cierto, cada tanto alguien se iba de boca, como nos ocurrió con el empresario yanqui que se vino por acá un día de estos, calladito al principio. Pispiando, sin hablar casi con nadie. A alguno se le había ido la lengua.

Llegó con dos o tres más, que hacían como si fueran turistas, pero no se la creíamos porque vestían raro, miraban demasiado y haciendo preguntas que parecían inocentes trataban de que pisáramos el palito. Como nada consiguieron, a la noche el yanqui pidió una reunión en el club y a todos nos dijo que íbamos a ser ricos y felices para siempre, porque él traía no sé qué y que eso daría vuelta al pueblo como si fuera un guante.

Nos habló de muchos dólares, de muchas visitas, de una fiesta continua y de no sé cuántas cosas más. En realidad, el gordito no hablaba, sino que lo hacía el intérprete. El gordito por su parte nos mostraba dibujos en colores en el que veíamos juegos de los parques de diversiones y las calles convertidas en avenidas enormes, por las que circulaban muchos autos nuevos. En los dibujos todos sonreían.

Escuchamos, pero ninguno se dio por enterado sobre lo que prometía el hombre, dispuesto a pagar por las casas y los terrenos del pueblo más que si tuviéramos petróleo. Pareció que el tipo esperara que estalláramos de entusiasmo y le besáramos la mano, pero nos quedamos callados, obligándonos a no abrir la boca.

Después nos reunimos y no faltó el que dijera que unos cuantos billetes no le vendrían nada mal, pero entre el cura y los más viejos logramos contenerlos. Sería por un rato, porque la verdad es que el Yoni prometía mucho y a todos les picaba el bichito de la plata.

No sé cómo se enteró de mi existencia, pero lo cierto fue que, a la mañana siguiente, tempranito, el gordito y sus acompañantes me buscaron en mi casa. “Quiero verlo”, me pidió a través del intérprete. “¿Ver qué?”, pregunté haciéndome el zonzo, pero el intérprete no me permitió seguir: “No juegue, con este hombre no porque va a perder”. En ese momento me di cuenta de que quienes lo acompañaban, además del intérprete, eran dos roperos de tres metros que cargaban anteojos negros y vaya a saberse qué debajo de sus sacos holgados.

Entendí que estaba perdido, así que sin demasiadas ganas les indiqué cómo debían llegar, pero ellos no se dieron por satisfechos y entonces tuve que subirme al autazo del gordito. Pasamos rápido por el camino largo y el campo de los Núñez, aunque no bien dejamos la alameda les dije que lo mejor sería bajar, porque estaba el arroyo y ahí no había puente.

Me miraron con desconfianza y al principio hicieron como que iban a seguir, pero conmigo. Me mostré enojado y dejé de hablar. Casi me pegan, sin embargo el intérprete los convenció, bajaron y me volvieron a mirar. Señalé por dónde, más o menos, debían tomar. Y allá marcharon el gordito, el intérprete y los dos roperos…

El auto fue olvidado y ninguno vino al pueblo a buscarlo. En cambio, llegaron unos días más tarde varios tipos que apenas si se hacían entender. Tipos que hicieron preguntas a las que ninguno supo responder. Cuando nos buscaron unos policías de afuera repetimos lo que contamos, es decir que no teníamos idea de lo que hablaban.

Esa vez nos salvamos, aunque fuimos conscientes de que no sería por mucho tiempo.

Porque ya lo sabían afuera y claro que iban a volver. Mientras, aunque muy de cada tanto, se nos perdían algunos perros y tampoco faltaba el que, amargado, cansado, vencido por alguna desdicha o alguna enfermedad, se mandara mudar para allá. Pero eso pasaba solo de tanto en tanto.

Lo malo, nos decíamos, va a venir de afuera.

Seguro que iba a pasar. Lo esperábamos como se espera la lluvia o el viento.

Luisito viene corriendo a avisarme de que a lo lejos se ven “unas cosas” que, supongo, serán de los militares. Comenzamos a escuchar el ruido que hacen los helicópteros.

        Mi padre nos dijo aquella vez que cuando lo supieran estaríamos perdidos. “Nos van a echar la culpa de todo, dijo mi padre, y cuando lo hagan será demasiado tarde”.

Así que voy y le digo a la familia que nos tenemos que ir. Cerramos la puerta de casa con llave y veo que lo mismo hacen los vecinos. Nos miramos entre todos sin decirnos nada. Y marchamos.

Entonces tomamos por el camino largo, pasando por el campo de los Núñez, atravesando la alameda, vadeando el arroyo…

 

 Santa Fe, 2021



Carlos Roberto Morán. Soy un escritor nacido y residente en la ciudad de Santa Fe, Argentina. Libros publicados: Territorio posible (México, 1980), Noticias desde el sur (México, 1986), Noticias de Sergio Oberti (Argentina, 1990), Ella cuenta sobre el mar (Argentina, 2006), Historia del mago y la mujer desesperada (Argentina, 2012), Tríptico de Verónica y otros cuentos (Argentina, 2017), Lo cierto, lo probable, lo imposible (Argentina, 2019), Las cosas suceden (Argentina, 2020), Las cosas suceden (reedición, Estados Unidos, 2021). 

Tiene su blog: https://morannoticiasdesdeelsur.blogspot.com.ar