A pesar de haber sido uno de los más prolíficos de la historia
de la literatura española Juan Antonio Zunzunegui es hoy un escritor olvidado.
Sobre su mundo novelesco dicen mucho un par de datos. El primero de ellos es el
seudónimo con el que comenzó su carrera literaria: Zalacaín. El segundo, su
admiración por Balzac. Su lema era, y no podía ser otro, “El don más hermoso es la verdad”. Zunzunegui, vástago de la burguesía
vasca, como otros tantos falangistas de primera hora, se fue escorando poco a
poco hacia unas posiciones poco complacientes con la dictadura del general
Franco; a pesar de ello siempre se mantuvo en una órbita no muy alejada de un cierto oficialismo, el cual le recompensó, por ejemplo, con un sillón en la Real
Academia Española, precisamente el que quedó vacante a la muerte de su admirado
Pío Baroja. Una de sus tácticas para marcar distancias con el gobierno de Franco
fue la descripción en varias de sus novelas de la dura vida de las clases
populares españolas. Una de ellas fue “El
mundo sigue”, publicada en 1960, la cual terminó cayendo en manos del
cineasta Fernando Fernán-Gómez, un actor metido a director que también se había
acercado al mundo de los trabajadores desde una perspectiva, si bien amable, no
exenta de preocupaciones coincidentes con las de Zunzunegui. Ahí estaban para
demostrarlo “El malvado Carabel”
(1956), “La vida por delante” (1958)
y “La vida alrededor” (1959).
La anécdota del relato del escritor vasco es realmente cruda y tremenda.
De hecho, ¿no podría ser encuadrado en los epígonos del famoso ‘tremendismo’ iniciado
en la posguerra? De esa atmósfera de sordidez humana está penetrada desde luego
la película de Fernán-Gómez. No insistiré en el verismo descarnado de la historia,
carácter atribuible primordialmente a Zunzunegui, e interesémonos en los
aspectos más puramente cinematográficos del filme.
Quisiera destacar en primer lugar el trabajo de los actores. No
hay ni un solo intérprete que no borde su papel. Empezando por las dos
protagonistas (Gemma Cuervo y Lina Canalejas) y terminando por el propio
Fernán-Gómez (que nos ofrece una de sus más admirables apariciones), se nos
cruzan por la pantalla las magistrales intervenciones de Agustín González, José
María Caffarel, Pilar Bardem, María Luisa Ponte, Milagros Leal, José Calvo, Francisco
Perriá, Fernando Guillén… La intensidad dramática que aportan sus actuaciones
refuerza la de la propia historia; ellos encarnan los sufrimientos de la clase
trabajadora española bajo el franquismo, y sobre todo de la mujer de la clase
operaria, sojuzgada en su doble condición por un lado por una sociedad machista
y reaccionaria y por otro por una estructura socio-económica capitalista que la
deja casi inerme frente a la lucha por la vida.
En segundo lugar mencionaré el soberbio trabajo de dirección de
Fernán-Gómez y sobre todo de su puesta en escena, entendidos estos términos en su
más amplio sentido. Coherentemente con la aspereza de la trama, la dirección y
el montaje son secos, duros, cortantes, absolutamente económicos, casi diría
(si el término se puede utilizar en cine) ascéticos en su efectividad: con el
mínimo de elementos expresivos consigue Fernán-Gómez el máximo de información y
emotividad. La cámara, siempre presente, es un personaje más, pero uno que no se
llega advertir; parece casi como otro de los innumerables habitantes de ese
barrio pobre del Madrid pobre, que no sólo mira y escucha, sino que se mueve
con el resto de los personajes, que se aparta cuando estorba sin dejar de
observar y los sigue como otro anónimo vecino que quiere interesarse por unos
semejantes que parece conocer tanto como el que más.
En tercer lugar, (y para ir acabando esta breve nota) la mirada
de la película (quizá tributaria de la de la novela); una mirada cercana,
aunque amoral, una mirada implacable pero humana, hasta cierto punto
comprensiva de las miserias que testimonia, carente de juicios y sobre todo de
condenas, que parece revelarnos que el origen de la mezquindad y del egoísmo
humanos no parten primordialmente del interior del ser, sino de la organización
social, más cruel y mezquina aún que el individuo; es decir, del poder. Una
mirada por tanto, diría yo, rousseauniana y piadosa, que acaba por mover a la
compasión del débil, y de ahí a la condena del poderoso.
Pero lo fundamental es que todos los elementos, desde la trama a
la planificación de cualquier escena
(recordemos a Fernán-Gómez preso contando billetes imaginarios) están
coherentemente engarzados y dirigidos para encaminarse a una única dirección:
la de conmover hasta el tuétano al espectador y dejarle absolutamente
boquiabierto cuando se enciendan las luces de la sala.
De ahí el sentido que adquiere el final de la película, que, con
permiso de Berlanga y de Picazo, y en palabras de David González Romero, quien decidió
con buen criterio publicar recientemente en la editorial que dirige (El Paseo) la
novela de Zunzunegui, “es el mejor final
del cine español” (ABC, 11 de septiembre de 2021). Un final donde convergen
todas las líneas dramáticas del relato, estampadas contra el techo ensangrentado
de un haiga aparcado a la puerta de una desvencijada casa en un barrio pobre de
Madrid.
Gemma Cuervo en "El mundo sigue"
El mundo sigue
España, 1963
Dirección: Fernando Fernán-Gómez
Guión: F. Fernán-Gómez (basado en una novela de Juan Antonio Zunzunegui)
0 Comentarios
Comentarios con educación y libertad