Mi hija pasó la tarde del Viernes Santo jugando con unas piezas de plástico que debía encajar unas en otras. Trató de hacerlo, las cambió de sitio, volvió a ello: era evidente que entendía el mecanismo, pero sus manos no daban con la manera. Toda la tarde para un trabajo sin fruto. Una tarde espléndida de sol y cielo claro.

            Esa misma tarde moría nuestro Salvador. Y la radio católica derramaba frases fuertes como estas: Dios, que condenó a su propio Hijo; Cristo, que nos compró con su sangre; Él, que cargó con el peso de nuestros pecados; Muerto para nuestra redención; Colgado en la cruz para el perdón; Por su muerte, sólo por su muerte somos reconciliados; Cristo nos salva entregando su vida como cordero sacrificial a Dios, víctima propiciatoria que él recibe… Frases que deben creer los creyentes y escandalizan a muchos. Un Dios de la Iglesia que resuelve de manera tan traumática un problema que Él mismo ha creado, según su teología: A alguien hay que matar para hacernos merecedores del amor de ese Todopoderoso.

            Mi hija sana, jugando en esa tarde espléndida, susurraba con otra voz que no. Que el Dios Amor de Jesús ya la ha salvado, antes de que sufra o se equivoque. Ya la ha abrazado antes de que El Hijo muera asesinado. Ya la amaba, desde antes incluso de haber sido concebida en el seno de su madre.

            Mi hija declaraba todo eso a su manera, destinando su tiempo a un juego, utilizando sus ojos y sus manos insuficientemente, fracasando y riendo, bajo nuestras atentas miradas. 

 

 

(9 abril 2010)